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niña boxeadora 1


[Kurt Streeter] Buscando en arenosos gimnasios al siguiente Óscar de La Hoya, un periodista conoce a una niña de 10 años, que tiene a su padre como entrenador. Quieren ganar. Más que eso, se necesitan. ¿Podrán sus puños salvarles?
"¿Las niñas también boxean?", preguntó, volviéndose hacia su padre, una noche. "¿Está bien que las niñas boxeen?"
"Bueno, mija, también boxean", respondió él. "Seguro, las niñas también pelean".

Estaban sentados en la cama en su apretado apartamento, sus caras iluminadas por el parpadeo de la tele, comiendo pizzas, mirando un match de boxeo profesional. A Seniesa le encantaba mirar peleas con él, adoraba el modo en que los boxeadores superaban sus diferencias, usando sus puños para expresar lo que sentían por dentro. Ella era apenas una niña, una chiquilla cautivada por un deporte masculino, pero quería expresarse de esa manera.
"¿Papá? ¿Puedo boxear yo? ¿Puedo aprender a boxear?"
Joe Estrada se asombró, recordaría luego, pero no quería defraudar a su hija, no después de todo lo que habían vivido. "Sí", dijo, con los ojos clavados en la pantalla. "Seguro, mija, si quieres, si realmente quieres. Te llevaré a un gimnasio uno de estos días. Te lo prometo".
No hablaba en serio. El boxeo no era para niñas. No para esta, una chiquilla guapa de complexión delgada, una delicada nariz y labios rosados. Él había vivido con sus puños, en la calle y en la cárcel. Todo lo que quería era protegerla. Durante semanas no hizo nada para cumplir la promesa.
Pero ella se puso firme. Leyó un libro sobre Muhammad Ali, consiguió un cartel de él y lo clavó a la pared con una chincheta. Admiraba su seguridad, el modo en que no retrocedía, justo como su padre, diría ella orgullosa, y el modo en que Ali había crecido, como ella -una extraña mirando. Quería llegar a ser campeona, intrépida y fuerte, como Ali.
Además, si la preparaba su padre, él estaría con ella, sin importar qué. Los dos necesitaban eso, desesperadamente. Necesitaban salvarse el uno al otro.
Mientras más aplazaba él la visita al gimnasio, más presionaba ella.
Finalmente, se sintió culpable. Un lunes por la tarde, la llevó a un gimnasio en una ajetreada calle de Los Angeles Este. Cuando aparcó, ella corrió de la furgoneta a la entrada. Entraron, inseguros.
"¿Aquí entrenan también a niñas?", preguntó Joe.
El manager miró a Seniesa, apoyándose contra su padre. "¿Qué edad tiene?", preguntó.
"Ocho", dijo Joe. "Casi nueve".
"Es demasiado chica", dijo el manager. "La admitiremos cuando tenga 13".
Salió del gimnasio con la cabeza gacha. Joe trató de consolarla, pero en realidad no podía estar más contento. Bien, pensó, aquí terminó este episodio. Luego, en su furgoneta, la miró y la vio mirando por la ventana.
"¿Qué pasa, mamá?", preguntó.
Ella no podía hablar. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Le sorprendió ver lo mucho que le importaba, lo desesperadamente que quería tener la oportunidad de subirse a un ring y ponerse los guantes y empezar.
Pocos días después, decidiendo intentarlo una vez más, la llevó a un gimnasio cerca de su casa donde se preparaba un grupo de niños boxeadores.
Uno de los entrenadores había crecido con Joe. Dos décadas antes, estaban en la misma pandilla. Entonces Joe Estrada y Paul Gonzales siguieron rutas diferentes. Joe peleaba en la calle. Ahora de 42, logró salir de ahí, pero podría volver a caer, fácilmente, y dejar a Seniesa, incluso volver a la prisión. Gonzales, por su parte, se había retirado de la pandilla y las viviendas subvencionadas y se había convertido en un boxeador famoso.
Joe y Seniesa se acercaron a él, cerca del ring.
"¿Muñeco? ¿Eres tú?", preguntó Gonzales, llamando a Joe por su apodo en la pandilla. Había llegado a pensar que Joe estaba en la cárcel -o muerto. Cuando recordaba a Muñeco, pensaba en el joven con el pelo hasta los hombros, los ojos errantes y un tatuaje que decía "Maryann" marcado en su antebrazo derecho.
Ahora ante él había otro hombre: simplemente Joe, el pelo corto, los ojos firmes, el tatuaje de "Maryann" borrado y su tatuaje de la pandilla cubierto por una flor, un corazón y una cruz. Y entonces estaba la sorpresa, asomándose por detrás de él, una niñita de piel tersa y tostada y los ojos llenos de anticipación.
"Paul, vengo por mi hija", dijo Joe. "Quiere boxear. Prácticamente me arrastró hasta aquí".
Seniesa tenía demasiada vergüenza como para mirarlo a los ojos.
Gonzales estaba sorprendido. Nunca lo olvidará. "¿Quiere ser boxeadora?", preguntó. "Es una chiquilla guapa. ¿Por qué quieres que boxee?" En su fuero interno, sin embargo, Gonzales sabía que no podía decir no. Recordando que tenía deudas con Joe, se tragó las dudas.
"Seguro", dijo, "aquí hay lugar para una niña".
Los entrenadores encontraron un par de viejos guantes para ella, le enseñaron unos sencillos pases de defensa y una pegada básica. Días después subió al ring a boxear por primera vez. Joe se sintió aliviado; estaba seguro de que la golpearían y ella renunciaría. Después de todo, su oponente era un niño.
Para Seniesa, era fascinante. Vio al niño, más o menos de su estatura, parado en la esquina al otro lado. Vio a hombres colgando en las cuerdas, mirando, preguntándose que pasaría. La ponían nerviosa. Oyó gritar a uno de ellos: "¡Atácalo, atácalo, avanza, entérate de qué se trata!"
Así que le pegó.
El niño la golpeó de vuelta.
Ella retrocedió, insegura, dejando una apertura. Él le plantó un gancho que se hundió en su estómago.
Se le escapó el aire de los pulmones. No podía respirar. Se agachó hacia adelante.
Joe se aferraba fuertemente a las cuerdas, esforzándose por no entrometerse y suspender la pelea, esforzándose por no darle sermones al niño: Eh, niño, ¿qué crees que estás haciendo, que vas a golpear así no más a mi niña?
Seniesa oyó gritar a uno de los hombres: "¡Respira con el estómago, muchacha! ¡Con tu estómago!" Volvió a respirar, y volvió a respirar. Se estiró, como alguien que se despierta de una pesadilla.
Ella se concentró en el niño y atacó con sus pequeños puños. Guapgop-Guapgop-Guapgop.
Él niño trató de protegerse, pero ahora Seniesa estaba enrabiada, y seguía lanzando golpes. Guapgop. Sus puños se movían más rápido que sus brazos. Guapgop. Vio que las piernas del chico temblaban.
"¡Para!", gritó un entrenador, aplaudiendo con los demás. Nadie quería que el niño se lesionara.
Lo que sintió Seniesa era más que bueno: Era inolvidable. Se acercó a su padre y le dio un abrazo.
Él se sorprendió radiante. Mi niñita, pensó, mi niñita sabe pelear.
"Mija, ¿no te da miedo?", le preguntó cuando la llevaba a casa al apartamento de su madre. "Tú eres la única niña allí. El boxeo es duro, mamá".
"No, papá", dijo ella. "No tengo miedo".
El niño al que Seniesa aporreó no volvió a aparecer nunca más en el gimnasio.

La Única Niña
Era una sorpresa. Yo pensaba escribir una historia sobre un niño, cerca de la adultez, prometedor, a un paso de la gloria como boxeador.
Busqué en los deprimentes barrios latinos de Los Angeles Este, salpicados con gimnasios de boxeo. Uno era una cárcel abandonada, que fue renovada; otro estaba en un edificio que se alzaba en la calle como si fuera una barraca; otro, una iglesia venida a menos, donde los bancos habían sido remplazados por un enorme ring de lona, y otro más, en una vieja tienda de cosmética, con las paredes llenas de impactos de bala.
Estaban llenos de jóvenes. Algunos peleaban porque el boxeador -orgulloso, duro y leal al oficio- era alguien adorado en estas partes. Algunos peleaban porque habían sido llevados a volcar su machismo en algo útil, incluso si significaba tener que recibir golpes, innumerables puñetazos, una y otra vez. Algunos eran blandos; otros, duros. Algunos eran niños en la secundaria con barbas de varios días, apodos rudos y nuevos tatuajes, y algunos eran niños de hasta 6 años.
Los gimnasios de Los Angeles Este han producido una larga historia de grandes púgiles. Paul Gonzales era uno de ellos. Richie Lemos, campeón mundial de peso pluma en 1941, era otro. El más reciente y más famoso era Óscar de La Hoya, el campeón titular en seis categorías de peso. Pero por cada boxeador que se hizo un nombre, hay cientos y cientos de otros que lo intentaron, y fracasaron. Cuando paré en el Centro Juvenil Hollenbeck, oí hablar de todos los jóvenes que estaban entrenando ahí. Estaba impresionado. Todos mostraban confianza y prisa y golpes duros. En una arena ruidosa y animada que olía a calcetines sucios, miré durante horas, buscando al siguiente Óscar de La Hoya.
Entonces, un día, a fines de agosto de 2002, mi atención se desvió de los niños y del ring. Allí había una niña, la única niña en ese lugar.
Sus puños cortaban el aire, y sus pies se elevaban un poco cuando golpeaba una pesada bolsa rellena de arena, colgada de una viga por una cadena. Junto a ella, mirando todos sus movimientos, estaba un hombre delgado con una camiseta a la que había arrancado las mangas. Seniesa y Joe. No lo esperaba. Ni siquiera era un adolescente; ni siquiera era un él. Yo sabía que las mujeres boxeaban profesionalmente. Había películas sobre ellas. Pero no sabía que boxeaban las niñas todavía en el octavo, con los ojos fijos en la fama futura, como los niños.
Intrigado, me acerqué y senté en una caja de madera. Joe no rió, pero no dijo palabra. Seniesa ejercitaba un solo golpe, el gancho derecho. Miró por sobre sus guantes rojos en la bolsa. Cuando estaba lista, doblaba las rodillas, encorvaba su cuerpo, primero a la derecha, luego a la izquierda, y soltaba su delgado brazo. ¡Gump!
Sus golpes eran sólidos, fluidos, bien coordinados, trayendo a la mente la forma de los buenos boxeadores. Decidí volver. Pronto, me hice parroquiano. Con el paso del tiempo, Seniesa y su padre empezaron a confiar en mí. Aprendí que esta chiquilla no sólo quería subirse al ring, sino necesitaba estar ahí -no sólo por sí misma, sino también por su padre.
Tenía retos mucho más grandes que su próxima pelea. Su vecindario, para comenzar, donde se mataba a los niños por tan poca cosa como estar parados en la acera. Su madre, además, que no quería realmente que boxeara. Sus hermanos, que parecían estar siempre al borde de problemas. Y su tío, un hombre turbulento que vivía todavía mucho más cerca de ellos. Su vida estaba llena de cosas imprevisibles, ataques furtivos, emboscadas, y obstáculos que la acechaban.
Incluso su propio padre podía ser un problema. Era un ex pandillero, ex drogadicto, ex convicto. Era un padre que, a pesar de su bondad con ella, estaba a sólo una pelea de volver a la prisión. Entonces podría perderlo, quizás para siempre. Sin embargo, él se elevaba por sobre todo lo demás en su vida. Si no fuera por él, ella no estaría aquí en este gimnasio sudoroso.
¿Pero una niña?
Pensé que lo abandonaría. ¿Qué chica querría la soledad que encontraría a la sombra de un deporte tan masculino?
Entonces oí: ¡Gump!
La niña.
Era su puño, hundiéndose en la bolsa, girando en todas direcciones. Seniesa poseía un extraordinario golpe. Se echó hacia atrás y volvió a golpear la bolsa. ¡Gump! Esta niña -sí, esta niña tenía poder. ¡Gump! Me estremecí. El sonido de sus puñetazos, tan sólidos, me convenció que olvidara a los niños boxeadores.
Dejé de buscar al nuevo De la Hoya. Él empalidecía junto a este niñita, sus sueños y su coraje, luchando por redimir a su padre. Ella sabía que él la necesitaba para mantenerse sobrio, tanto como ella a él para enseñarle a pelear.

Viviendo en ‘la Zona'
Mientras crecía, Seniesa Estrada descubrió que había un montón que saber sobre su padre. Era de Tijuana, donde él y su madre vivían en una chabola con piso de tierra sin retrete ni agua corriente, y donde un pollo en el patio trasero era una fiesta. En Los Angeles se afincaron en Aliso Village, un proyecto de viviendas subvencionadas cerca del centro, y asolada por la delincuencia.
Cuando cumplió 11, se unió a los Primera Flats, una pandilla que lo "habían metido dentro" probando si aguantaba una paliza. En lo que se convirtió en un rasgo de toda la vida, peleó -no para sobrevivir, sino para dominar. Lo llamó entrar a "la zona", una rabia que se acumulaba y acumulaba hasta que finalmente él se chiflaba, y no sentía más que rabia y bruta energía. Lo convirtió en uno de los púgiles más rudos del vecindario.
A los 15, era un matón y un vendedor de drogas. Cuando no estaba peleando, estaba vendiendo: marihuana, ácido, polvo de ángel, pepas, tranquilizantes, cristal. Robaba bolsos de mujer, asaltaba tiendas de alimentación y atracaba a joyeros. Fue arrestado, encarcelado, salió en libertad, y empezó a vender, pelear y robar otra vez.
Una vez, recordaría, una pandilla enemiga ató sus tobillos al parachoques de un Impala y lo arrastraron a través de un parque. El pavimento desgarraba su carne hasta que, de algún modo, la cuerda se rompió y él escapó. Paul Gonzales lo vio después y recordaría: "Tenía la camisa hecha pedazos y su espalda mallugada". Joe recordaba otros dos momentos peligrosos: Cuando un rival le apuntó a la cabeza con una pistola y apretó el gatillo; click-click; se trabó, y él escapó. Luego, cuando un matón de la pandilla de la Calle 3 le disparó, y la bala rebotó junto a su cabeza. Estaba sosteniendo a su mejor amigo, que estaba herido y luchaba por respirar. El amigo murió en sus brazos.
Esos días los lleva como cicatrices. Eran peligrosos, y le gustaba. Lo que más le gustaba era pelear sin guantes en el Parque Pecan -dos pandilleros en la hierba, la violencia contenida sólo porque todos en el círculo en torno a ellos iban armados. Nada, ni siquiera una mujer, lo hacía sentirse mejor que estando firme, nervudo, con la piel morena, con los ojos escudriñando al otro tipo, golpeando, siendo golpeado, el placer de encajar un golpe duro detrás de una oreja.
De ahí a ‘la zona' había un pequeño paso. Una vez, en una riña por una de sus novias, un contrincante estrelló una palanca en la frente de Joe. La rabia lo dominó. Se acumuló hasta que se olvidó de quién era, dónde estaba y qué estaba haciendo. Le arrebató la palanca, se levantó y persiguió a su agresor. Lo hizo caer, levantó la palanca y la hizo caer sobre la cabeza del otro.
Ese era Joe, el terrorista. También era Joe el Robin Hood, como llegaría a llamarse a sí mismo: encantador, tranquilo, guay, adorando a su madre, generoso como ella, repartiendo el dinero de la venta de drogas a cualquiera que lo necesitara, comprando camiones de juguete y muñecas Barbie para los niños del vecindario.
Era meticuloso, como su madre: Llevaba zapatos de charol Stacy Adams, camisas frescas Pendleton y pantalones con raya que planchaba él mismo, justo en el medio, preciso.
Mucho antes de que naciera Seniesa, las drogas secuestraron a su padre por primera vez, y las drogas lo torturaron y derrotaron como se puede derrotar a un matón de callejón.
Su perdición fue la heroína. No podía decir no al modo en que lo hacía sentirse. A los 22, la heroína le dejó el papel delgado y chamuscado, la cara pálida, flaco hasta los huesos. El gángster duro como piedra, el matón vestido impecable, se convirtió en un yonqui emaciado.
La mayoría de las mañanas se encontraba en las afueras de Alison Village, en una licorería en la esquina de la Calle 1 y Utah, debajo de las farolas rotas y fragmentos de cristales, temblando, desesperado, dispuesto a cualquier cosa por otra dosis.
A veces pasaba trotando un adolescente en un chandal gris y una gorra negra. Era Paul Gonzales. Él también era de la Primera Flats, pero con la ayuda de un poli del barrio que lo entrenaba, era también un prometedor boxeador, preparándose para los Olímpicos, levantándose antes del alba para trotar desde los barrios subvencionados hasta el centro, y de vuelta.
"Muñeco, ¿estás bien, man?", le preguntó Gonzales una mañana, reduciendo el trote a una caminata. Recordaba que se sentía mal, porque él siempre había admirado a Joe.
"Estoy bien", dijo Joe. "Matando el tiempo".
"Joe, tienes que dejar esto, man. Tienes que dejar de usar eso. Te está matando".
Sabía que Paul tenía razón. Lo vio alejarse corriendo, cruzar el Puente de la Calle 1, hacia los rascacielos del centro asomándose por la sobre niebla de la mañana. Dios mío, pensó, yo podría haber sido como Paul. Si no me gustaran las pandillas y la calle y las drogas... Yo pudo haber sido un boxeador.
Poco después, el padre de Siniesa entró a la penitenciaría.
La razón la tiene grabada en su memoria y se explicó en las vistas preliminares. A fines de 1979, mujer de Aliso Village se despertó sobresaltada. Alguien estaba entrando a su casa. Cuando alargó la mano para coger el teléfono y llamar a la policía, un gángster de la Primera Flats conocido como Pee Wee le puso una pistola calibre 38 en la cara.
"Cuelga", dijo. "O te mato".
Ella miró a Pee Wee, luego vio a Joe. Conocía a su madre y conocía a Joe desde la escuela primaria. "No sé por qué estás haciendo esto", dijo.
Pee Wee le pidió su estereo, su televisor, su dinero. "Puta", le dijo. "Te voy a matar". Eso era más de lo que Joe podía tolerar. "Eh, Pee Wee", le dijo. "No le dispares, yo conozco a su familia".
A partir de entonces, los recuerdos de Joe y los de la mujer difieren. Joe dijo que se levantó y se marchó. Pero ella juró que Joe y Pee Wee habían saqueado su apartamento.
Para evitar el juicio, Joe se declaró culpable de robo. En ese momento estaba en libertad condicional por otro atraco. "No puede funcionar en la comunidad sin recurrir a conducta delictivas", dijo al juez un agente de la condicional, que condenó a Joe a tres años en la Prisión del Estado de California en Susanville.
La prisión era dura. Bramó y peleó para seguir vivo. Pero en una cosa le sirvió: Lo sacó de la heroína y lo ayudó a recuperar algo parecido al dominio de sí mismo.
De vuelta en las calles a tiempo para las Olimpíadas del Verano de 1984, Joe estuvo entre los espectadores del Memorial Sports Arena de Los Angeles para mirar a Paul Gonzales en el ring, peleando como Joe hubiese querido pelear. Gonzales ganó una medalla de oro.

Perdiendo el Control
Incluso antes de que naciera Seniesa, su padre tenía un presentimiento.
Se había casado con Maryann Chávez, una niña de Primera Flats, que estuvo con él a través de todas las drogas y la cárcel, y tenían dos hijos. Pero ahora, con Maryann nuevamente embarazada, Joe sintió en lo más profundo de su alma que esta vez era una niña.
Anticipando su nacimiento, le puso dos nombres: Seniesa, como la hija de un amigo de su pandilla, y Carmen, como su madre. Se arrastró con las manos y las rodillas, empapando el suelo del cuarto de baño con desinfectante Pine-Sol y usando un cepillo de dientes para limpiar los rincones del cuarto donde dormiría su angelita.
Nació el 26 de junio de 1922, en el White Memorial Medical Center en Boyle Heights. A pesar de su expectación, Joe se perdió el momento. Maryann le había suplicado que llamara a su padre, que el bebé estaba llegando. Corrió por un pasillo hacia una cabina telefónica, y Seniesa emergió repentinamente en el mundo. Cuando Joe volvió, vio a una enfermera con la bebita en los brazos, envuelta en una manta suave.
"Sí", dijo, sosteniéndola. "Una niña. Mi niñita".
Pesaba 2 kilos 800 gramos. Tenía la cara redonda y regordeta, su cabeza cubierta de pelusas color melocotón. Aullaba como una Llorona.
La miró en sus ojos de ámbar. Nunca había estado tan cerca de algo. Sintió calidez. Certeza. Amor puro. Con Seniesa, se labraría un papel nuevo y especial, un papel al que se aferraría como a la vida. Sería su guardián, el protector de su niñita.
Ella lo necesitaría. Su casa estaba en El Sereno, un enclavo al este de Los Angeles, dividido calle tras calle por un puñado de pandillas. Él se ocuparía de que a ella no le ocurriera nada. Se levantaba en plena noche cuando ella lloraba, tres, cuatro, cinco veces, para darle el biberón, tenerla en los brazos y colocarla a su lado, meciéndola, meciéndola.
En la mañana, la vestía con un gorro azul y la tendía en un cojín en la salita. "Vas a ser algo especial, mamacita", le susurró. "Especial". En la noche, la ponía contra su pecho y se sentaba en su sillón reclinable La-Z-Boy y miraba las peleas de boxeo, describiendo lo que veía, pegada por pegada, mucho antes de que ella pudiera entender.
Una tarde, cuando estaban solos, ella se incorporó. Nunca olvidará su mirada. Le temblaron las piernas. Se aferró a la mesa. Poco a poco empezó a derrumbarse. La recogió suavemente con sus manos.
"Trate otra vez, mija", le susurró. Su cara se endureció con determinación mientras trataba de recuperar el equilibrio. Dio un gran paso, a la izquierda.
"Eso es, chiquita. Venga, mija, venga, no pare".
Dio unos pocos pasos más. Sólo entonces dudó. Comenzó de nuevo a caerse hacia atrás. Su padre la sujetó. Su padre no la dejaría caer.
Poco después dijo sus primeras palabras. Él estuvo ahí para oírlas, una mañana en la cocina cuando él preparaba una tortilla francesa de tocino y queso.

"Papi".
Cómo se sintió cuando vio esos primeros pasos, oyó esa primera palabra: Papi. Como si fuera un buen hombre, un hombre decente, incluso un ser humado honrado.
Para su nueva familia, Joe trabajó duro con su hermano Rick en la tienda de la familia, haciendo letreros e instalándolos en centros comerciales de toda la ciudad. Tras nacer los niños, Maryann empezó a quedarse en casa, y Joe hacía todo lo que podía para ganar suficiente dinero. A veces salía de trabajar a medianoche, luego se levantaba antes del alba para llegar a otro trabajo.
Para combatir la fatiga, un colega le ofreció cocaína.
Joe dijo no. Sabía adónde podían llevar las drogas.
Pero luego, cuando Seniesa tenía apenas unos meses, cedió. Una línea llevó a la otra, luego a otra. A las pocas semanas, estaba otra vez enganchado, metiéndose varias gruesas montañas de coca en la nariz siete veces al día.
Incluso entonces trató de ser un padre. Llamaba a casa desde el trabajo. "¿Cómo está, está bien?", preguntaba. "¿Esta bien mi bebita?"
La sentaba con él frente al televisor, sobre sus rodillas, acariciándola debajo de la barbilla, arrullándola, incluso cuando estaba colocado. Le puso una piscina en el patio trasero. Sus bordes azul metálico se elevaban a 1 metro 20 del suelo. Todo el mundo quería chapotear con Seniesa, enseñarle a nadar. Pero había sólo una persona que la podía meterla al agua sin pelear: su padre.
Inevitablemente, se volvió errático. Maryann empezó a tenerle miedo. Sus riñas se pusieron feas. Cuando llegaba a casa, ella se refugiaba con Seniesa y los niños en un dormitorio, enclaustrándolo en la salita, exigiéndole que no se moviera de ahí y durmiera en el sillón.
La noche en vísperas del primer cumpleaños de Seniesa, él salió a fumar, beber y esnifar. Llegó tarde a su fiesta. Le zumbaba la cabeza y sudaba frío; se perdió el festejo con un nudo en el estómago. Todos se dieron cuenta de que había vuelto a las andadas. Y sabían que estaba fallando como padre. Fue Myriann la que amarró las piñatas a un roble, hizo los perritos calientes, sirvió los refrescos y se preocupó de su hija. Él se mantuvo en la periferia -en una fiesta para su angelita.
Una noche, cuando volvía a casa de un largo turno de trabajo, descubrió que Myrann lo había abandonado. Se había llevado a los niños. La casa estaba vacía. Todo lo que tenía algo de valor había desaparecido. Lo peor de todo, no estaba Seniesa.
Dejó de trabajar. Perdió el control. Pronto estaba nuevamente usando heroína. Seniese no lo vio durante meses. Entonces, cuando ella tenía unos 3 años, empezó a preguntar por su padre.
Su madre, pensando que saldría bien, la dejó visitarlo.
Lo que vio Seniesa fue un suelo pelado, y un colchón en un rincón de la salita, cubierto por unas mantas. Conoció a vendedores de drogas, drogadictos y pandilleros. Algunos tenían enemigos, y habían empezado a convertir su vieja casa en una trampa mortal. Una vez, cuando ella no estaba, mataron a un drogadicto en la escalera de la entrada.
Joe trató de protegerla. Cuando ella iba de visita, le decía a sus compañeros de piso que escondieran sus drogas y pistolas. Les daba unos dólares, les decía que se fueran a comprar pizzas. No iba a dejar que le pasara nada a esta nenita.
Pero no se podía obligar a cambiar, ni por ella.
Un día, cuando Seniesa no estaba, se preguntó: ¿Para qué seguir? No pudo encontrar una respuesta.
Se derrumbó en una silla, dispuesto a terminar con el dolor.
Puso un ceniciento pedazo de heroína en una cuchara con una pizca de agua y la calentó con una cerilla hasta que empezó a burbujear. Hundió la jeringa en la curva de su brazo, la empujó y dejó que la concocción fluyera por su cuerpo.
Sentiría la vergüenza toda la vida. Mientras la heroína lo envolvía en su calor, vio la imagen de su niñita, con un flexible sombrero blanco, justo como el que llevaba en su fotografía favorita. Sintió angustia. Pero no había terminado. Se tambaleó hasta el cuarto de baño y se inyectó nuevamente, sabiendo que una segunda dosis lo mataría.
Dos de sus amigos yonquis lo encontraron. Llenaron la bañera con agua y hielo. Lo zambulleron ahí, lo sacaron, le dieron bofetadas, lo sostuvieron de pie y lo hicieron dar vueltas en la salita.
Durmió, despertó, dolorido, agotado, y agradecido de estar vivo. Tenía que salir, huir, sentar cabeza. Necesitaba a su familia. Necesitaba a su angelita.
Durante meses vivió como un perro callejero, con cualquiera que quisiera adoptarlo. Dormía en sofás, en coches. Se escondió en un apartamento de una calle deteriorada cerca de las sonoras estaciones de depósito en Los Angeles Este.
Su hermano, el Tío Rick de Seniesa, lo llevó a la iglesia. Incluso antes de los sermones, Joe estaba en los servicios, esnifando coca.
Finalmente, una noche se sentó en su cama en el cuarto oscuro, solo. Sabía que si no dejaba de usar drogas, perdería a sus hijos, perdería su vida, perdería a Seniesa para siempre.
Abrió su Biblia encuadernada en cuero negro, en Juan 3:16: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito..."
Dios hizo esto por mí, sacrificó a su hijo, se dijo Joe, maravillado. Por mí, un ladrón y un drogadicto. Incluso con todo el indescriptible dolor que he causado. Que ni siquiera puede ser perdonado.
Sintió que se le erizaban los vellos de sus brazos y en la nuca. Se levantó de la cama, con los pies firmemente plantados en la alfombra gris. Apretó la Biblia contra su corazón con las dos manos.
"Te ruego, Jesús, ayúdame", oró. "Sé que estás ahí, muéstrame el camino". Cayó de rodillas, las lágrimas rodaban de sus ojos. Sus palabras, y lo que estaba ocurriendo se grabaron en su mente. "Quiero mi familia. Quiero que me perdonen por las cosas que he hecho. Quiero demostrar que soy bueno".Al mismo tiempo, las cosas no marchaban bien con Sienesa. Se había vuelto agresiva. Estaba flaca como culebra, y sus mechas castañas se deslizaban sobre sus hombros y en el aire mientras se abría paso en la vida, abordándola, toda una tormenta. Una y otra vez rompió su bicicleta, dándose vuelta por sobre el manillar. Una y otra vez chocó contra la puerta corrediza de su madre. Chocó de cabeza contra ella a toda velocidad, como a postas.
Para Maryann y Joe, parecía enfadada, frustrada quizás por su lucha. ¿Cómo la iba a proteger si apenas podía protegerse a si mismo? Quizás tenía miedo. No le veía casi nunca; quizás temía que un día ya no estuviera más.

Imán de Peleas
De algún modo, poco a poco, el padre de Seniesa recuperó la fortaleza.
Quizás se debió su fe reencontrada. Quizás fue el daño que vio en su familia, el dolor en Seniesa. Quizás era todo eso, abrumadoramente. De algún modo, ya no quería salir por la noche a meterse en problemas. Tomó tiempo, pero Joe pudo finalmente empezar a enfrentarse al pasado.
Seniesa tenía casi 6 cuando él volvió a aparecer. Dejó las drogas y volvió a trabajar en el taller de letreros. Había demasiados reproches de sus padres como para reconciliarse, pero no entre Joe y los niños. Ahorró dinero, compró una furgoneta y los llevó al cine, a Disneyland y los partidos de los Dodger. Ayudó al entrenador de los equipos juveniles de béisbol.
Pero vivía solo y se sentía solo. A veces, cuando llamaba al apartamento de Maryann los fines de semana para preguntar si los niños querían pasarse, los chicos preferían quedarse en casa.
Pero no Seniesa. Ella siempre rogaba que su papá la pasara a recoger.
Cuando él no llamaba, llamaba ella. "Papi, papi, ¿cuándo vas a venir a verme?"
Con él era dulce y alegre. Incluso tímida. Y Joe se dio cuenta de que cuando él estaba, ella dejaba de dirigir la agresión contra sí misma.
En lugar de volcarla hacia fuera. Empezó a atraer peleas como si fuera un imán. En casa, en la escuela, en fiestas, peleaba, rasguñaba, arañaba, y trata de darle una buena paliza a cualquier niño que pensara que la había despreciado. Una vez, le sacó sangre a una niña en la cara y Maryann juró que nunca la volvería a llevar a una fiesta de cumpleaños.
Luego estaba el día en que Maryann y Seniesa hacían la cola en la oficina de la Seguridad Social cerca de su casa. Maryann no podía creer que lo veía. Seniesa le hizo señas a una niña, para que se acercara.
"¿Qué está pasando?", le preguntó su madre. "Deja de comportarte así".
"Me está mirando. No quiero que me mire", dijo Seniesa. Le lanzó feas miradas a la otra niña, que estaba junto a su madre y le sacaba la lengua.
Seniesa estaba deseando una pelea. "¿Quieres que te enseñe? Ven, si te atreves. Te voy a dar una patada en el culo. No vas a querer volver a molestarme".
A Joe esto no le sorprendía. Cierto, pensó, tenía que calmarla, pero había algo en su coraje que lo hacía feliz. "Su modo de reaccionar ante la frustración, ante el temor, es como el mío", dijo Joe, recordando. Su modo de reaccionar era pelear.
Así, fue en su apartamento, un día a fines de 2000, mientras estaban sentados en su cama, como a menudo, comiendo pizza pepperoni, echándose una siesta y mirando a púgiles profesionales en la televisión, ella preguntó si podía boxear. ¿Le enseñaría?
A los 8, era suficientemente grande como para saber qué podría pasarle a su padre si volvía a pelear en la calle.
Quizás era demasiado esperar que alguno de ellos se preguntara si acaso quería pelear en su lugar. No, parecía que lo quería por sí misma, para llegar a ser campeona. Pero ¿se daba cuenta de que eso significaría demostrar al mundo que su entrenador -su padre- era de hecho un hombre bueno, a pesar de su pasado? ¿Que ella podía redimirlo?
Lo lograra o no, la verdad era que haría algo bueno con la agresión que llevaba dentro.
Su padre se preguntó si no sería demasiado. ¿No debería estar con sus amigas, jugando a la rayuela?
Seniesa no quería saber nada de eso.
Quería ser boxeadora.

12 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh

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