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separados por la guerra


[Edmund Sanders] Madre e hijo comparten momento de intensa emoción. Anok Mangong creyó durante años de que sus hijos habían muerto.
Nairobi, Kenia. Los instintos de una madre le permitirán reconocer siempre a su hijo, aunque hayan estado separados durante años.
Pero Anok Mangong sabe que la verdad no es tan simple.

Hace 18 años, unos merodeadores árabes atacaron la aldea tribal de Mangong en el sur de Sudán, dispersando en la selva a su aterrada familia. Siete días después, Mangong entra reptando a su choza y encuentra el cuerpo en descomposición de su marido. De sus hijos pequeños Benson, 7, y Alepho, 5, no hay la menor huella.
Encontró vivos a sus otros cinco hijos. Pero los dos niños no volvieron nunca.
"Mis hijos están muertos", se convenció.
La familia de Mangong es una de las cientos de miles destrozadas por la guerra civil de dos décadas en Sudán, que opone a árabes del norte contra negros del sur en una lucha por el poder, la tierra y el petróleo. Bajo un acuerdo de paz firmado antes este año, el país está tratando de reunirse. Miles de refugiados sureños están volviendo en grandes cantidades a las casas de las que huyeron hace años.
Pero Mangong abandonó hace tiempo toda esperanza de reencontrar a sus niños. Al principio pensaba a menudo en ellos, pero con el tiempo sus pequeñas caras empezaron a eclipsarse en su memoria. "Incluso perdí mis recuerdos de ellos", dijo.
No podía permitirse, en realidad, quedarse atrapada en la tragedia. Tenía cinco hijos que criar. De acuerdo a las costumbres tribales de los dinka, Mangong fue "heredada" por su cuñado, que la tomó como esposa y tuvo un hijo con ella.
Con los meses y años, su pueblo, Juol, sufrió repetidos ataques. Le quemaron su casa, pero la reconstruyeron. Sobrevivir la guerra y alimentar a la familia eran sus principales preocupaciones.
Problemas de salud empezaron a plagar a Mangong, que no sabe su edad, pero está probablemente en la cincuentena. Ha sufrido ataques de fiebre tifoidea y malaria. No podía retener el alimento y sufría severos dolores causados por parásitos intestinales. Los médicos son difíciles de hallar en el sur de Sudán, los hospitales incluso más.
La ayuda provino de un extranjero que se acercó a la familia y ofreció llevar a Mangong a Kenia para que se tratara. Pero la mayor sorpresa fue descubrir quién estaba detrás de la misteriosa ayuda: sus hijos perdidos.
Confundida, Mangong viajó a Nairobi en abril, donde se reunió con Peter Amoi, que le dijo que era amigo de sus niños. Estaban viviendo en San Diego y un amigo de la familia los había conectado hace poco con un familiar en Uganda. El hombre les dijo que su madre estaba viva, pero enferma.
Ella aceptó agradecida el tratamiento médico, pero se negó a creer que sus hijos estuvieran vivos. Peter le mostró una fotografía de Benson para convencerla.
"¿Quién es este?", preguntó. Culpando sus ojos envejecidos, pidió excusas y dijo que no conocía al joven.
Cuando Peter le pasó un móvil para que ella pudiera hablar con sus hijos, ahora de 25 y 23, estalló en lágrimas, pero todavía insistía en que debía ser un error. Continuó llorando por la muerte de sus hijos.
A miles de kilómetros de distancia, Benson y Alepho no tenían dudas de que finalmente habían encontrado a su madre.
Los dos no estaban en casa cuando llegaron los agresores ese día de 1987. Benson alojaba con su hermana mayor, y Alepho estaba pastoreando cabras.
Benson escapó con apenas un par de calzoncillos, uniéndose a una fila de miles de aterrados jóvenes refugiados dinka, que caminaron durante tres meses para llegar a los campamentos en Etiopía.
En 1991, el cambio de gobierno en Etiopía obligó a los jóvenes, que eran conocidos como los ‘Niños Perdidos', a huir de vuelta a Sudán. Cientos de ellos murieron en el camino, por enfermedades, hambre y ataques de animales salvajes. Algunos se ahogaron al tratar de cruzar ríos traicioneros o fueron devorados por los cocodrilos. Los soldados etiopes los seguían de cerca, disparando a veces contra los refugiados para asegurarse de su pronta salida del país.
De vuelta en Sudán, los más jóvenes debieron enfrentarse a más horrores. Muchos fueron obligados a incorporarse a los grupos milicianos del sur y se convirtieron en niños soldados. Otros ingresaron en atestados campamentos de refugiados, donde enfermedades como la ceguera de ríos, la malaria y la tuberculosis causaban estragos.Benson, entonces de 12, sobrevivió este período solo, animado por la esperanza de reencontrar algún día a su familia. Terminó en el sur de Sudán, donde se reunió con unos parientes más viejos, incluyendo un hermanastro. Un día, su hermanastro visitó la choza de Benson, quejándose de que se le había pegado un joven recién llegado, que no dejaba de seguirlo.
"Era Alepho", recordó Benson. "No podíamos creerlo".
Nuevamente obligados a escapar de la guerra, los hermanos reunidos se trasladaron un campo de refugiados asolado por enfermedades en el norte de Kenia. Más tarde, fueron unos de los pocos autorizados a asentarse en Estados Unidos en 2001.
Hoy Benson trabaja ingresando datos para una compañía de administración de desechos y Alepho es un oficinista en una firma de salud. Los hermanos, que comparten un apartamento en San Diego, publicaron hace poco un libro con sus experiencias, ‘They Poured Fire on Us From the Sky'.
En Nairobi, Mangong seguía incrédula.
"No lo acepto", dijo el mes pasado sentada en un pequeño colchón en un diminuto apartamento con tejado de hojalata que paga Benson.
"Quizás si pudiera verlo y tocarlo, sabría", dijo. "Pero mi corazón no me dice nada, ni en un sentido ni en otro".
Benson decidió que tenía que viajar a Kenia para ver a la madre que no había visto desde que era un niño. El mes pasado, después de un largo vuelo desde California, se dirigió inmediatamente a la barriada de Nairobi donde estaba alojando ella.
Peter abrió la puerta y saludó cálidamente a Benson. Mangong estaba insegura en el pasillo. "¿Quién es?", preguntó.
Benson dijo que reconoció de inmediato a su madre. Alta. Las dos líneas de cicatrices decorativas cruzando su frente -una tradición dinka. La amplia sonrisa que revelaba una ancha brecha entre los dientes de conejo.
"Soy yo, mamá, Atheen", dijo, usando su nombre dinka.
"¿Eres tú?", dijo. Buscó sus ojos por un momento, y luego se dio cuenta de que eran sus propios ojos los que la estaban mirando. Se abalanzó sobre él.
"Eres tú", dijo. "Este es mi hijo".
Benson se echó en brazos de su madre. "Fue el momento más importante de mi vida", dijo. "Fue algo indescriptible. Vibraba todo mi cuerpo".
Antes de que Benson volviera a California, madre e hijo trataron de ponerse día después de los años perdidos -y añoraban el recuerdo de su reencuentro.
"Ha cambiado", dijo Mangong con una sonrisa, recordando que el niño de 7 que ella conocía estaba siempre ansioso de salir a pastorear las cabras y vacas y ocuparse de asuntos normalmente reservados para niños mayores.
"Se ha convertido en un hombre fuerte", dijo Mangong, que espera visitar a sus hijos en Estados Unidos una vez que mejore su salud. "Y ahora ha vuelto a reunir a la familia. Sé que me va a cuidar".
Todavía no puede creer que su hijo está de vuelta.
"¿Cómo pudo vivir durante todos esos años?", se preguntó. "¿Cómo encontró a su hermano?"
También Benson tiene muchas preguntas. Sobre sus hermanos. Sobre su padre y cómo murió.
"Pero no quiero hablar ahora de las cosas tristes", dijo. "Quiero que disfrutemos primero de estos momentos felices".

30 de agosto de 2005
©los angeles times
©traducción mQh

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