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la guerra de amal 2


[Anthony Shadid] La ocupación: Una capital colapsada. Amal abandona sus ilusiones.
Bagdad, Iraq. El 10 de abril de 2003, el día después de la caída del presidente Saddam Hussein, el velo había sido descorrido, pero nadie sabía qué revelaba.
Conquistada no menos de 15 veces en su historia, Bagdad fue proclamada libre, pero en la ciudad estaba a punto de estallar una furiosa tormenta. Las emociones -la euforia, la venganza, la desesperación, la confusión- irrumpieron sin freno después de años de silencio y restricciones.
La ciudad era como un recluso aturdido que sale de su celda a tropezones y parpadea con la cruda luz del día. Algunos hablaban de anarquía: Civiles armados habían empezado a romper el monopolio de la violencia que ejercía el gobierno de Hussein unas semanas antes y las fuerzas militares americanas estaban ahora ocupando Iraq. Miles de residentes se apresuraron a saquear todo lo que pudieron, desde camiones y carretas de madera hasta los urinales, tuberías de cobre y cables eléctricos de los edificios públicos. Hospitales y embajadas cayeron en manos de los saqueadores, junto con ministerios, oficinas de gobierno, locales del Partido Baaz y mansiones de piedra, recubiertas de ónice, de los lugartenientes de Hussein.
"¡Los hospitales están siendo saqueados y nadie protesta! ¿Por qué hay un tanque norteamericano defendiendo el Hospital de San Rafael? ¿Es porque es un hospital cristiano? ¿Y qué pasa con el Hospital de Maternidad Alwiya?", escribió Amal Salman en su diario del 11 de abril. "¿Qué ha pasado con los iraquíes? ¿No era suficiente con saquear los edificios del gobierno? ¿Por qué saquean hospitales e incluso casas?"
Se hizo una pregunta oída a menudo en Bagdad en esos días: "¿Qué van a hacer los americanos con nosotros?" Ese día terminaba sucintamente: "Que Dios se apiade de nosotros".
Como los demás, Amal, sus hermanas y su madre asistían al espectáculo de una ciudad que se estaba derrumbando a medidas que empeoraban las condiciones de vida. Pocos padres dejan que sus hijas anden solas por la calle, y los miembros de la familia de Amal pasaban la mayor parte del tiempo en su apartamento, acurrucados en un mal ventilado recibidor, sudando. A veces volvía la electricidad, pero era intermitente, profundamente inadecuada a medida que subía la temperatura. Todavía no funcionaban los teléfonos; las redes habían sido destruidas por los bombardeos. El dinero, los billetes que llevaban el retrato de Hussein, era escaso. Los precios se elevaron a las nubes y la escasez era general. De un día para otro, decenas de miles de personas perdieron sus trabajos a medida que se desintegraba la burocracia y ardían algunas oficinas.
En esos meses en Iraq la opinión pública, y Amal y su familia, condenaron la ocupación desde el principio. Muchos en Bagdad se habían asombrado de la tecnología americana durante la guerra. Especialmente durante los primeros días del conflicto, cuando los ataques americanos eran tan devastadores como precisos. Hussein había gobernado durante 35 años; los norteamericanos lo derrocaron en menos de tres semanas, y relativamente pocos de sus soldados murieron en la tarea. ¿Cómo era que los americanos se mostraban tan débiles después?
"¿Dónde está la ayuda de la que habló Bush?", escribió Amal. "Nadie lo sabe".
En esos días se mantuvo lejos de los cargados soldados americanos que ahora andaban por las calles, espiándolos desde su balcón e incluso devolviendo los saludos, pero reluctante a hablar. Sus efervescentes hermanas gemelas, Duaa y Hibba, mostraban más curiosidad. Un sábado del primer mes de ocupación un tanque paró en la calle y las niñas salieron a saludar a los soldados, que les dieron chocolates. Pocos minutos después se oyó el crepitar de tiroteos.
"Hibba trató de preguntarle al soldado qué estaba pasando. Él le dijo: ‘¡Vete, vete!' Pero Hibba no entendía inglés. Por miedo a que le pasara algo, el soldado llevó a Hibba al edificio. Son simpáticos, pero están engañados por Bush, el peligroso", escribió.
Dos días después, las gemelas divisaron a otro grupo de soldados americanos en la calle, cuyos uniformes de desierto se fundían con la paleta de marrones de la ciudad. "Escribieron sus nombres en las palmas de las manos de las niñas. La mano de Hibba tenía nombres de soldados americanos escritos en ella. Hibba y Duaa estaban muy felices. Dijeron que los soldados habían sido muy amistosos con ellas y estaban encantadas con ellos. ¿Es verdad que son buenos?", se preguntó.
Poco a poco, los escritos de Amal empezaron a cambiar en esos meses turbulentos. Durante la guerra, influida por la propaganda del gobierno, había hablado con la convicción de una realista. Precoz, la más lista de las hijas de Karima Salman y una entusiasta pionera del grupo del Partido Baaz de su escuela, había competido con sus hermanas en cuanto a promesas de lealtad a Hussein, aunque en su diario era más reflexiva. En abril, una semana después de su caída, mientras los chiíes musulmanes celebraban su desaparición, Amal seguía aferrada tenazmente a las ideas recibidas. Hussein era todo lo que ella conocía. "Hasta ahora", dijo mientras charlaba con la familia, "todavía decimos su excelencia el presidente".
Pero en privado Amal parecía desconcertada, y expresó su confusión en el diario. La guerra que temía había terminado y estaba empezando una revolución que no entendía; trató de reconciliar su experiencia con la realidad, tan agitada, imprevisible y amenazadora como era.
"Teníamos confianza en el presidente Saddam Hussein", escribió el 11 de abril, dos días después de su derrocamiento, "pero ahora no sabemos en quién confiar".
Hussein todavía arroja muchas sombras sobre Iraq; lo seguiría haciendo durante los meses y años que seguirían. Casi inmediatamente se empezaron a desenterrar las fosas comunes de los que había perseguido, con decenas de miles de víctimas, quizás cientos de miles. Con su hallazgo se empezó a contar a los muertos. Días después de la caída de Hussein, fotografías fotocopiadas de los desaparecidos o ejecutados y ahora aclamados como mártires empezaron a atiborrar el espacio en supermercados, oficinas y mezquitas. Sus ojos oscuros y tristes miraban el vacío.
El proceso de desmitificación de Hussein fue más lento. Su nombre todavía era susurrado; ¿quién sabía si el peligro persistía, si de alguna manera estaba todavía escuchando, esperando? "Nadie sabe dónde está el presidente Saddam Hussein, o cuándo aparecerá con su ejército", escribió Amal el 16 de abril en su diario. "Dicen que Saddam Hussein está en Bagdad con un gran ejército, levantado para la batalla final entre Iraq y Estados Unidos. Nadie sabe si es verdad o no. Sin simplemente rumores, verdaderos o falsos".
Los secretos empezaron a manar y Amal digirió los horrores del gobierno que había pensado que era indestructible. Semanas después de la caída de Hussein, ella y su familia miraron algunos de los videos a 50 centavos que inundaban los mercados. Mostraban en detalle los ornamentados y horteras palacios arabescos que hizo construir Hussein -"todos de plata y oro", escribió-, el asesinato con gases de 5.000 kurdos en 1988 en el norte de Iraq, en la ciudad de Halabja, y los infames secuestros de Uday Hussein de las mujeres que le agradaban.
"El hijo mayor de Saddam, Uday, es la persona más corrupta de la Tierra", escribió después de mirar los videos durante dos días, la función interrumpida por los apagones. "Cogía a cualquier niña que le atraía. Nadie decía nada porque es el presidente Saddam Hussein. Su otro hijo, Qusay, también es cruel, como su padre y hermano".
Lo mismo es válido, escribió, de los otros parientes de Hussein.
"Nadie se da cuenta de que se han ido para siempre", escribió.

Colapso Abierto
La invasión norteamericana que derrocó a Hussein y empezó la ocupación no tuvo nunca un nombre verdadero. El gobierno de Bush la llamó Operación Libertad Iraquí. Previsiblemente, el propio nombre que dio Hussein a la invasión, Marakt al-Hawasim, la Batalla Decisiva, era igualmente grandilocuente.
Como muchos en Iraq, Amal y su familia llamaban a la guerra simplemente suqut -"el colapso" o "la caída", un nombre quizás más apropiado que todos los demás. Designaba el fin de 35 años de despiadado gobierno del Partido Baaz. De cierto modo sugería que debía inaugurarse un nuevo principio. Durante 2003 y 2004, la Batalla Decisiva se quedó atrás entre los escombros del gobierno. Seguía abierta, su turbia secuela tan inconclusa como dramática la caída de Hussein. Para los iraquíes, suqut significaba un fin sin marcha atrás, un interinato aparentemente interminable. Era una vida impuesta, no elegida.
"Todos se preguntan sobre el futuro de Iraq", escribió Amal en el verano de 2003. "Algunos preguntan dónde está el futuro. Otros dicen que Iraq ya no tiene futuro. Son todas opiniones, pero nadie sabe la verdad".
El diario de Amal se hacía más y más deshilachado. La caligrafía misma estaba llena de trazos altos, los rayos de esperanza que habían pasado, y los bajos más perdurables que parecían volver siempre.
"¡Dios es grande! ¡Alabado sea Dios!", escribió Amal un día cuando la ocasional electricidad parpadeaba en el apartamento. "Había alegría en todo el edificio, y la gente se decían unos a otros: ‘Volvió la luz, gracias a Dios'. Dormimos felices de que hubiera vuelto la electricidad".
Y entonces, unas páginas más adelante: "Estamos esperando que vuelva la electricidad. ¿Qué pasó con las promesas?"
En el edificio de Amal no hubo agua durante meses, así que los niños hacían turnos para acarrear cubos con agua desde un grifo que todavía funcionaba en la entrada abajo, cerca de una negra poza de agua salobres. Pasaban días sin que la familia pudiera conseguir keroseno para cocinar. Cuando había, costaba 20 veces más que antes de la guerra. Los precios de los alimentos subieron fuertemente: Karima se quejó de que, desde el comienzo de la guerra, los pepinos habían triplicado su precio y el de los tomates era el doble. La familia evitó el hambre gracias a los cupones de alimentos que todavía se distribuían mensualmente a las familias. Debían dos meses de alquiler, y el casero pasaba por el apartamento de tanto en tanto, exigiendo airadamente que se le pagara.
La presión se estaba dejando sentir en Karima, una viuda de 36 años. Su hijo mayor, Ali, había sobrevivido la guerra, desertando del ejército antes de que terminara el conflicto para volver a Bagdad. Pero no tenía trabajo. Ella buscó trabajo en los principales hoteles de la ciudad -el Meridien y el Sheraton-, pero no pudo avanzar más alla de la seguridad. No hablaba inglés; a menudo los soldados americanos que custodiaban la entrada no hablaban árabe. Sus intérpretes la rechazaron como chusma callejera.
Mientras las circunstancias de la familia caían en espiral, Karima, desesperada, visitó a la familia de la hermana de su difunto marido, en la calle de Abu Nawas. Karima necesitaba ayuda -dinero para el alquiler y para comer. Después de discutir con ella y humillarla, los parientes trataron que los soldados apostados más abajo en la calle la arrestaran, pero el intérprete que estaba con las tropas era un vecino y se puso de su lado. Karima volvió a casa.
"¿Por qué hizo mi tía una cosa así?", se preguntó Amal. "Es nuestra tría y nosotros somos como sus hijos. Pero los tiempos han cambiado. La vida no tiene piedad de nadie en este mundo. Ni siquiera en una misma familia hay compasión. ¿Por qué? ¿Por qué?¿Por qué hizo todo eso? ¿Por el dinero? Ella es maestra y no pasa necesidades, nosotros sí. ¿Si mi tía no se apiada de nosotros, quién lo hará?"

¿Qué Otra Cosa Podemos Hacer?
En los escritos de Amal, el significado de la liberación fue personal. Su mente estaba en flor, su inteligencia todavía por cultivar dominada por sus pensamientos sobre las experiencias de su país. La duramente ganada sabiduría de Asmal fue la más sosegada victoria en los largos meses después de la caída de Hussein.
En una sociedad que hace equivaler la sabiduría con la edad, la niña antes impresionable había empezado a pensar críticamente, primero sobre Hussein y luego sobre la invasión, la ocupación y las ambiciones que empujaban a los americanos. En su despertar había sólo una ironía: Era libre de hablar, pero fue a los libertadores a los que reprochó con su nueva franqueza.
"La gente está agotada y las condiciones son difíciles. Ahora estamos viviendo de sueños falsos y en una democracia fracasada", escribió. "Antes se prohibían las parabólicas, y ahora se las permite, pero ¿quién puede comprarlas? Compran los que tienen dinero, pero los que no, no pueden comprar nada. Esto es democracia".
Funcionarios americanos bien intencionados observarían a menudo que ellos estaban ahí para abrir la puerta hacia un futuro democrático y pluralista, pero enfatizando que los iraquíes mismos debían hacerlo, por propia voluntad. Una y otra vez -a menudo ciegos ante la historia e indiferentes ante las consecuencias de una ocupación inspirada- los americanos se decepcionaron cuando los iraquíes, apaleados y debilitados por guerras y la dictadura, no cruzaron ese umbral.
Pero los estadounidenses debían, en primer lugar, al menos compartir la responsabilidad de elevar las expectativas de la gente. Los iraquíes podían olvidar la fecha, quizás incluso a la persona que pronunció esas palabras, pero siempre recordarían el juramento hecho por el presidente Bush el 6 de marzo de 2003 de que "la vida de los ciudadanos iraquíes mejorará espectacularmente".
Uno de los que la recordaba era la joven Amal:
"Por favor, díganos, cuando vamos a llevar una vida con seguridad y estabilidad? Escuchen, ustedes gente de fuera, hemos llorado y gritado. ¿Qué más podemos hacer?"
Aunque sus escritos se hicieron después menos frecuentes, el estilo de Amal se hizo más claro, las frases más largas y complejas, su vocabulario más sofisticado. Tenía más confianza en sus ideas sobre la vida que observaba a su alrededor. "Hablan de democracia. ¿Dónde hay democracia? ¿Se trata de que la gente muera de hambre y privaciones y temor? ¿Eso es democracia?"
Cuando llegó el lluvioso, a veces ventoso frío del invierno, la familia de Amal estaba sentada en colchones y viejas sábanas marrones en torno a una tetera, preparado por Fátima, la hermana mayor, y un plato de queso llamado abu thufira servido en una bandeja de metal abollada. En las paredes colgaban fotografías de estrellas pop árabes, además de los habituales retratos e invocaciones religiosas.
Las gemelas pegaron pegatinas de jugadores de fútbol en sus cuadernos de la escuela. Los otros niños cambiaban copias de panfletos que se repartían entonces en la calle. "Un soldado americano llora en Bagdad", declaraba uno de ellos con una foto de una soldado estadounidense con las manos secándose los ojos. El panfleto era de uno de los numerosos grupos rebeldes, y mencionaba las últimas victorias, imaginaria, de la oposición: tres aviones y 14 tanques norteamericanos destruidos en un día. Otro, repartido por los militares norteamericanos, mostraba a un soldado vestido de negro y con un pasamontañas cargando un lanzagranadas. Imploraba a los iraquíes "no permitir que los terroristas o los partidarios del antiguo régimen os roben vuestra nueva libertad".
La familia de Amal creyó en el primero, no en el otro. Hablaron sobre el miedo que habían visto en los ojos de los soldados americanos cerca de su casas. Se contaron rumores de deserciones de soldados norteamericanos. Abundaban las intrigas.
"Todas las explosiones son su culpa", dijo Karima sobre los funcionarios norteamericanos escondidos en la Zona Verde. "Ellos son el motivo de los atentados".
"Es evidente", dijo Ali, mientras en la televisión, a todo volumen, pasaban la serie egipcia ‘Alexandria'. "Sólo los iraquíes mueren en las explosiones. Nunca mueren americanos".
Karima sacudió su cabeza. "Saddam no hizo cosas buenas", dijo. "La gente sufrió. Pero había miedo. Y con el miedo, había seguridad. Él era fuerte".
Ali dijo que era posible que estallara una guerra civil. "Es posible", dijo. "Puede ocurrir".
Amal interrumpió, elevando su voz por primera vez ese día.
"Yo no creo que ocurra eso", dijo.
Cada vez más confiada, Amal, cerca de cumplir los 15, ofreció su propia visión de la confusión del país. "Si digo que los americanos son mejores, alguien preguntará qué han hecho. ¿Qué han hecho por nosotros? Todo lo que han hecho es traer tanques", dijo. "Si digo que en tiempos de Saddam se estaba mejor, me dice ¿qué? Si no le gustabas, te cortaba la cabeza. Era un tirano.
"No sé qué decir", admitió.
Pocos días después, sentada junto a un calefactor que arrojaba un brillo amarillo sobre la habitación, Amal pensaba sobre la conversación anterior.
"La gente debe ser optimista", dijo. A veces, sus ojos castaño oscuro se fijaban en el suelo. A veces, sin embargo, levantaba la vista, con la voz más clara, sus ideas más insistentes. "Debe haber esperanza. Incluso el Corán dice que debemos ser optimistas".
Volvió a bajar la vista. Había un dejo de desafío en sus palabras. "Si no por mi generación, entonces por la que viene".
Karima estaba sentada junto a ella. Habló suavemente, aunque Amal parecía oírla. "Todavía son jóvenes", dijo, sacudiendo la cabeza. "No saben lo que viene".

7 de septiembre de 2005
5 de septiembre de 2005
©washington post
©traducción mQh


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