la guerra de amal 3
[Anthony Shadid] Incierto futuro en una calle cicatrizada. Última parte.
Bagdad, Iraq. El 23 de junio de 2005, la guerra de más de dos años llegó al ajetreado barrio comercial de Karrada, donde Amal Salman, ahora de 16, vivía con su familia.
Durante meses no pasó casi ningún día sin que estallara un coche-bomba en algún lugar de Iraq; las escenas desencadenadas en Karrada por la explosión, a las 7 de la mañana, eran tan familiares que se habían convertido en rutina. Había escombros retorcidos, fundiéndose, mezclando su acre humo con el hedor de la carne chamuscada. El agua caía en cascadas sobre las llamas, ennegreciéndolo todo, mezclándolo todo con pozas de sangre. Fragmentos de vidrio danzaban en el aire junto con retorcido asfalto, como en una granizada.
Tras las bombas, quedaban sólo las ruinas de la mezquita de Abdel-Rasul Ali, un lugar de culto de barrio al que se entraba por unas puertas de madera agraciadas con un pórtico azul de azulejos florales y decorados con leyendas invocando a Dios, Mahoma y el Imán Ali. En los meses más tranquilos, entre ventiladores inútiles y la lámpara de araña, Amal, su madre y hermanas se reunían ahí para celebrar los festivos religiosos de los chiíes musulmanes.
"La explosión me despertó aterrada, con el corazón latiéndome a toda velocidad, y miedo de que hubiera muerto o quedado herido alguien", escribió ese día Amal en su diario.
Con sus hermanas y madre, subió al balcón de su apartamento de tres habitaciones. La policía había llegado con sorprendente rapidez, tratando en vano de dirigir a los aturdidos transeúntes, algunos de ellos con sus caras inexpresivas y las miradas perdidas por la conmoción. Desde el tercer piso, Amal oía los gritos de los otros -gritos de ira y, más frecuentemente, de impotencia.
Minutos después, en una táctica que se hace cada vez más común en estos días, estalló otro coche-bomba, luego otro, los dos en su calle mientras Amal miraba. Antes de que terminara el espasmo, explotaron cuatro, matando a 17 personas e hiriendo a muchas más.
"Por un momento pensé que había muerto", escribió Amal ese largo día. "Cuando me di cuenta de que no estaba muerta, me dio mucho miedo. En un segundo el patrullero estalló en llamas y los que estaban dentro habían muerto, quemados. Murió un joven que había anunciado hace poco su compromiso, junto con un viejito que vive en el barrio, llamado Abu Karrar, y Khalil el Kurdo, que tiene una tienda en uno de los pequeños centros comerciales de aquí".
Desde que comenzara en 2003 a llevar su diario, Amal había presenciado acontecimientos que marcaban toda una época: la invasión y el derrocamiento del único gobierno que conocía en cuestión de semanas; la ocupación; las promesas de prosperidad y la decepción que siguieron; la resistencia y el fantasma de la guerra civil. Ese jueves por la mañana sería la primera vez que vería la muerte.
"Fue un verdadero desastre, que recordaré toda mi vida. Destrucción total, no solamente en el barrio de Karrada, sino dentro de mí, mi familia y nuestros vecinos", escribió. "Me atormentaba el dolor de la escena que vi, que espero nadie tenga que ver nunca".
A veces los residentes observan que Bagdad está condenada a las cosas extraordinarias. Es una ciudad que Karima, la madre de Amal, llama abandonada, matizada apenas por su flexibilidad -la mejor característica, y en estos la más valiosa característica de la ciudad. Un caluroso día de verano, cuando una tormenta de arena arrojaba un enfermizo brillo sobre la ciudad, Amal se recuperaba del último desastre. Ayudaba a cuidar de su hermana Hibba, cuyo brazo derecho fue destrozado por escombros de la explosión. Intercambiaba rumores con sus vecinos sobre quiénes morían y quiénes sobrevivían. Vio a la policía vaciar las calles, luego la llegada de americanos. Un camión militar llevó botellas de agua; la gente hizo la cola para recibirlas.
"Fue una escena difícil de describir, como si los iraquíes fueron mendigos parados en una cola, humillados", escribió. "Durante el reparto de botellas de agua, una mujer soldado americana le pasó la cámara al intérprete para que tomara fotos".
Al anochecer, los muertos estaban enterrados, llevados a sus tumbas en procesiones fúnebres.
"Las mujeres estaban llorando", escribió Amal, "mucha gente con dolor en sus caras parecían transtornados e incapaz de entender por qué tenía que morir tanta gente".
Superando las Dificultades
El 23 de marzo Amal cumplió 16, su pelo todavía amarrado atrás en una cola de caballo. Pero se ve mayor, tras pasar abruptamente de una breve adolescencia, a la adultez. También sus hermanas sufrieron años de penuria. Las gemelas, Hibba y Duaa, tenían 14 ahora. Hibba llevaba una hijab sobre el pelo, Duaa trenzaba el suyo. Durante la invasión habían estado dispuestas, inclusive ansiosas de lucir sus recitaciones coránicas, los cánticos con loas a Saddam Hussein y fragmentos de su elemental inglés. Sus caras y cuerpos ya no eran infantiles y la tradición dictaba que se mantuvieran a distancia de los hombres.
Fátima, 18, la mayor, había dejado la escuela hace tiempo para ayudar a Karima, viuda, a criar los niños. Desde entonces, su alfabetización se había esfumado, así como parte de su confianza.
Zainab, la más tranquila y guapa de las chicas, se había casado en la primavera, a los 17. Su marido, Ali, había sido agente de policía, y ganaba 300 dólares al mes. Sin embargo, en julio recibió una octavilla que muchos de sus colegas temían: una amenaza de muerte de los misteriosos insurgentes. "Le dijeron o dejas de trabajar o matamos a tu esposa", recordó Amal. Él renunció.
Un año antes, Karima finalmente encontró trabajo como camarera en el Palm Hotel, luego rebautizado como Rawabi, para asear cuartos de 8 de la mañana a las 1 y media de la tarde. Con un chanchullo, la agencia de empleo local se quedaba con un tercio de su salario. Eso la dejaba con 33 dólares al mes.
Ali, 22, ex soldado y el hijo mayor de Karima, también había conseguido trabajo. Ahora estaba sirviendo té en un despacho inmobiliario cercano, de 9 de la mañana a 6 de la tarde. Ganaba más o menos un dólar al día, "dependiendo de las propinas baksheesh". Su hermano menor, Mohammed, 20, llevaba mucho tiempo sin trabajo. Un bueno para nada, pasaba la mayor parte del tiempo en la calle; su familia sospechaba que no estaba haciendo nada bueno. Mahmoud, 11, el más joven, vendía refrescos en la calle, en los veranos. En los mejores días, ganaba casi 2 dólares. El tiempo lo había convertido en un precoz niño de la calle.
A excepción de Mohammed, sus penurias los habían acercado; mientras colapsaba su ciudad, se volvieron hacia dentro, haciendo virtud de su aislamiento.
"Mi país es mi familia", dijo Amal.
Las palabras que bailaban ese verano por todo el paisaje bagdadí, un panorama desteñido por sol y el tiempo, eran casi siempre confusas.
Las vallas publicitarias en las carreteras, con pilas de basura, publicitaban los móviles de Asia Cell. "Ahora tu voz se oye", declaraban. Otra mostraba una huella digital, el símbolo de la esperanza de las elecciones de enero, cuando los votantes untaban sus dedos índice en tinta para demostrar que habían votado. "Iraq", decía. Esos desteñidos carteles estaban ahora polvorientos, algunos rajados. Una pintada en una sucia muralla en la barriada de Ciudad Sáder, hablaba en presente: "Vosotros, traidores, no queremos elecciones, queremos electricidad". En el barrio de Amal, otro cartel, de significado más ambiguo, se refería al pasado: "Hoy es lo mismo que ayer".
"Hoy estuvo tranquilo y nadie habló de nada, excepto sobre la electricidad, que llega por cortos períodos", escribió Amal en su diario el 4 de julio. "No hay agua porque los terroristas atacan las plantas extractoras. Los ricos pueden vivir cómodamente fuera de Iraq, pero los pobres no tienen más que quedarse a sufrir".
Como durante la guerra, Amal y sus hermanas todavía cargaban todos los días cubos de agua desde un goteante grifo en el patio, hasta el segundo piso. El verano anterior, su familia tuvo hasta 12 horas de electricidad al día -ciclos de dos días con electricidad, y dos días sin. Una semana de junio de este año tuvieron apenas 2 horas. En julio han tenido varios días con una hora de electricidad. En agosto, tuvieron dos.
Sentadas en la oscuridad un abrasador día, una vez las luces parpadearon. "Que Dios bendiga a Mahoma y su familia!", gritaron, con fatigadas sonrisas. A los 10 minutos, las luces se apagaron nuevamente. "¿Es posible?", se preguntó Karima, sacudiendo su cabeza.
En uno de los dormitorios, Zainab, de visita, recogía las mantas del suelo, donde habían dormido las cinco hijas de Karima. Desde la cocina, Amal vino con el té y un solo huevo frito. Los otros lo compartieron, junto con un pan iraquí llamado samoun.
Su conversación esa mañana giró sobre el dinero, y luego sobre sus carencias. Los vecinos habían comprado un pequeño generador, pero utilizar su poder era caro: 10 dólares al mes, más 1 dólar 50 al día por el combustible. El atentado en Karrima había destrozado los nervios del antebrazo derecho de Hibba; ya no podía coger un boli. Una consulta con el doctor cuesta 5 dólares, y la fisioterapia, 2 dólares al día. Dado el presupuesto de la familia, la dejarían curar sola. El dinero lo usarían para pagar la escuela de la más joven.
Todo Lo Que Se Oye, Suena a Muerte
Como muchos iraquíes durante casi tres años, la familia de Amal pasó por un ciclo de momentos de optimismo, seguidos por largos meses de violencia y depresión. Hubo momentos decisivos -la caída de Hussein, el fin formal de la ocupación norteamericana en 2004- y los iraquíes a menudo los saludaron con anticipación y esperanza. Luego se producía la desilusión. Uno de esos momentos decisivos fueron las elecciones de enero, cuando Karima, Ali, Mohammed y Fátima ignoraron las amenazas de los rebeldes y caminaron alegremente hacia el colegio electoral.
"Lamento haber ido a votar", dijo Karima, siete mese después, mientras desayunaba con Amal y sus hermanas. "¿Qué elegimos? Nada".
"Votemos o no, es lo mismo", dijo Fátima, la hija mayor y la más pesimista. "Si los americanos quieren hacer algo, nadie se los impedirá".
Karima asintió, su cabeza cubierta inclinada hacia el suelo. Era un gesto que parecía decir: ¿Qué más se puede decir? Su ciudad estaba mahjura -abandonada, olvidada.
"Siento pena por Bagdad", dijo quedamente.
En los peores días de la invasión, Karima dijo una vez algo, mientras Amal y sus hermanas la escuchaban. "Es como si fuéramos parte de una pieza de teatro", dijo, con la voz pensativa. "La vida no es buena ni mala. Es simplemente un teatro".
Cuando Iraq entraba en su tercer año de guerra, esas palabras que reconocían su impotencia adquirieron un nuevo significado. El guión ya había sido escrito. La gente como Karima eran los espectadores, esperando una nueva función.
La violencia, ahora mundana, estaba remodelando sus vidas. Su omnipresencia estaba criando una desconfianza y miedo tan amorfos como omnipresente la represión de Hussein.
"Cuando estaba abajo, se acercó mi hermano Mahmoud y dijo que la calle estaba bloqueada. Todo el mundo se preguntaba por qué y algunos dijeron que habían detenido a unos terroristas", escribió Amal el 5 de julio. "La verdad sin embargo es que la policía encontró una bolsa y pensaron al principio que era una bomba, pero en realidad lo que había era una chica de 16 años, decapitada y desnuda. Fue arrojada a la calle, en un saco, violada por desconocidos".
"La muertes es todo lo que oímos en las noticias todos los días", escribió en otro día, unas páginas después. "Muerte, masacres, asesinatos, secuestros y asaltos. Nadie sabe por qué".
A veces en el verano, la calle de Amal asume una apariencia de normalidad. Las colas de coches todavía se estiraban durante kilómetros desde las gasolineras. Pero los mercados en la acera inundada por el sol rebosaban de artículos apilados en endebles puestos: calcetines importados de China y camisetas de manga corta de Siria. Más abajo en la calle vendían juguetes. Había una figurita de un Super Mega Heavy Metal Fighter' y una muñeca que, cuando se la apretaba, cantaba It's a Small World'.
Sin embargo en el apartamento de la familia, el caos diario arrojaba una larga sombra. Semanas después del atentado de Karrada, Amal y sus hermanas todavía recordaban con vívidos detalles algunas de sus escenas.
"Los muertos son baratos", dijo Mahmoud, 11, fríamente.
Recordó que un trozo de ardiente metralla había cortado a cinco personas. Abu Karrar, recordaba, cruzó la calle dando tropezones, con la camisa ensangrentada. Luego murió. Un hueso de la pierna de Abbas Rubaie emergía de sus pantalones. Otro vecino había perdido la carne de su brazo. El motor de un coche cayó encima de un cuerpo.
"Sólo mueren los mejores", dijo Mahmoud. "Siempre eligen a los mejores".
En su diario, Amal cuenta sobre los allanamientos policiales que siguieron, cuando los agentes irrumpieron en sus apartamentos buscando a sospechosos. Ella y sus hermanas observaron pasivamente, en silencio. Arrestaron a dos personas; los vecinos dijeron que eran inocentes, "obreros pobres de una fábrica de jabón". Ese verano hubo muchos allanamientos, a veces a los pocos días.
"Dios sabe quién dice la verdad y quién no en estos días", escribió Amal en julio. "Nadie confía en nadie, se trate de la policía, de la Guardia Nacional o incluso de nuestra propia gente".
Liberación y Contradicción
En 2004, después de la invasión, Amal estaba, como su madre, confundida sobre la ocupación y liberación, insegura sobre las fortunas de su país. Algunos acusaban a los americanos de sus penurias, dijo entonces; otros acusaban a Hussein, o incluso a los iraquíes mismos.
En esa época, Amal había sacudido su cabeza. "No sé qué decir", confesó.
Sin embargo, pasó otro año y Amal ya no era la niña que repetía como loro los huecos lemas del régimen de Hussein y, mientras se derrumbaba, dirigía sus oraciones a Dios. Ya no cedía ante sus hermanas, expresando tentativamente sus opiniones pero a menudo demasiado tímida para formularlas. El conflicto en torno a ella se había convertido más en una simple lucha por la supervivencia. Karima, su mamá, ahora la escuchaba, como sus hermanas. Podían no estar de acuerdo con ella, pero en Amal veían la liberación medida en los términos más personales posibles: La veía por sí misma.
"Todos los funcionarios del gobierno dicen: Lo que yo quiero'", dijo su hermana Fátima una tarde de agosto. "No les interesa la gente. No les interesa el país".
Amal la interrumpió. "Creo que va a cambiar", dijo.
Las niñas estaban en el apartamento, donde durante meses habían proliferado las iconografías. Ahora había más carteles de santos chiíes, plácidos retratos. Todavía colgaba un plato de porcelana azul. "Dios", decía simplemente. Había electricidad y la húmeda escalera estaba iluminada. Dentro, el sol se filtraba por una ventana, y las niñas apagaron la luz.
"La intervención de los americanos en Iraq ha provocado la revolución más grande del mundo", insistía Amal.
"Es una ocupación", respondió su hermana mayor.
"¿Cambiaron los americanos el régimen o no?", dijo Amal.
No hablaba ni a favor ni en contra; simplemente estaba reflexionando sobre los hechos. No trataba de conciliar las contradicciones; entendía que había ambigüedades.
"Es una ocupación", dijo Fátima, otra vez. "Cuando los americanos se mueven, tenemos que pararnos en la calle. Tenemos que aparcar a un lado. Si no paramos, nos disparan. Es nuestro país. ¿Por qué tenemos que cederles el paso? Nosotros deberíamos estar dando órdenes".
"Se pondrá cada día mejor y mejor", dijo Amal, confiada. "Esta es mi opinión", dijo, "y yo la digo libremente".
"La gente que murió, ¿también fue mejor para ellos?", preguntó Fátima, algo frustrada.
Amal levantó las palmas de sus manos y sonrió.
Habló sobre la resistencia. Los guerrilleros peleando contra las tropas americanas en el oeste, en la provincia de Anbar, eran honorables, dijo. "Los respeto, pero no es resistencia matar a alguien porque trabaja con los americanos. Eso no es lo que llamamos resistencia".
"La presencia americana tiene lados positivos y negativos, porque fue una revolución", dijo. Amal apuntó con el dedo a su hermana mayor. "Cambió el régimen. Ahora no decimos que todo está bien. No decimos que toda marcha bien. Pero tenemos esperanzas".
De vez en vez en su diario y más a menudo en sus conversaciones, Amal habla de lo que llama la contradicción -pesimismo y esperanza, sentimientos aparentemente irreconciliables.
En esa contradicción se encuentra quizás una de las verdades de su ciudad: Bagdad, dicen sus habitantes a menudo merece mejor, y lamentan la eterna pérdida de la más legendaria capital árabe. La flexibilidad, un cualidad verdaderamente iraquí en su desafío, de algún modo la empuja adelante.
"No hay respuesta a nuestros problemas. No hay ninguna respuesta", dijo Amal. Su familia estaba tranquila, escuchando. "La situación es mala. Es verdaderamente mala. Es verdad que cada día se pone peor. Pero no vamos a estar así toda la vida.
"Quiero dejar algo para mañana", prosiguió. "El sol se pondrá hoy, pero mañana volverá a salir. Siempre vuelve a salir. Incluso sin vida hay esperanza".
Paró por un momento y sonrió por la atención que le estaban prestando.
"No sé cómo decirlo", dijo suavemente, "pero lo entiendo".
10 de septiembre de 2005
6 de septiembre de 2005
©washington post
©traducción mQh
Durante meses no pasó casi ningún día sin que estallara un coche-bomba en algún lugar de Iraq; las escenas desencadenadas en Karrada por la explosión, a las 7 de la mañana, eran tan familiares que se habían convertido en rutina. Había escombros retorcidos, fundiéndose, mezclando su acre humo con el hedor de la carne chamuscada. El agua caía en cascadas sobre las llamas, ennegreciéndolo todo, mezclándolo todo con pozas de sangre. Fragmentos de vidrio danzaban en el aire junto con retorcido asfalto, como en una granizada.
Tras las bombas, quedaban sólo las ruinas de la mezquita de Abdel-Rasul Ali, un lugar de culto de barrio al que se entraba por unas puertas de madera agraciadas con un pórtico azul de azulejos florales y decorados con leyendas invocando a Dios, Mahoma y el Imán Ali. En los meses más tranquilos, entre ventiladores inútiles y la lámpara de araña, Amal, su madre y hermanas se reunían ahí para celebrar los festivos religiosos de los chiíes musulmanes.
"La explosión me despertó aterrada, con el corazón latiéndome a toda velocidad, y miedo de que hubiera muerto o quedado herido alguien", escribió ese día Amal en su diario.
Con sus hermanas y madre, subió al balcón de su apartamento de tres habitaciones. La policía había llegado con sorprendente rapidez, tratando en vano de dirigir a los aturdidos transeúntes, algunos de ellos con sus caras inexpresivas y las miradas perdidas por la conmoción. Desde el tercer piso, Amal oía los gritos de los otros -gritos de ira y, más frecuentemente, de impotencia.
Minutos después, en una táctica que se hace cada vez más común en estos días, estalló otro coche-bomba, luego otro, los dos en su calle mientras Amal miraba. Antes de que terminara el espasmo, explotaron cuatro, matando a 17 personas e hiriendo a muchas más.
"Por un momento pensé que había muerto", escribió Amal ese largo día. "Cuando me di cuenta de que no estaba muerta, me dio mucho miedo. En un segundo el patrullero estalló en llamas y los que estaban dentro habían muerto, quemados. Murió un joven que había anunciado hace poco su compromiso, junto con un viejito que vive en el barrio, llamado Abu Karrar, y Khalil el Kurdo, que tiene una tienda en uno de los pequeños centros comerciales de aquí".
Desde que comenzara en 2003 a llevar su diario, Amal había presenciado acontecimientos que marcaban toda una época: la invasión y el derrocamiento del único gobierno que conocía en cuestión de semanas; la ocupación; las promesas de prosperidad y la decepción que siguieron; la resistencia y el fantasma de la guerra civil. Ese jueves por la mañana sería la primera vez que vería la muerte.
"Fue un verdadero desastre, que recordaré toda mi vida. Destrucción total, no solamente en el barrio de Karrada, sino dentro de mí, mi familia y nuestros vecinos", escribió. "Me atormentaba el dolor de la escena que vi, que espero nadie tenga que ver nunca".
A veces los residentes observan que Bagdad está condenada a las cosas extraordinarias. Es una ciudad que Karima, la madre de Amal, llama abandonada, matizada apenas por su flexibilidad -la mejor característica, y en estos la más valiosa característica de la ciudad. Un caluroso día de verano, cuando una tormenta de arena arrojaba un enfermizo brillo sobre la ciudad, Amal se recuperaba del último desastre. Ayudaba a cuidar de su hermana Hibba, cuyo brazo derecho fue destrozado por escombros de la explosión. Intercambiaba rumores con sus vecinos sobre quiénes morían y quiénes sobrevivían. Vio a la policía vaciar las calles, luego la llegada de americanos. Un camión militar llevó botellas de agua; la gente hizo la cola para recibirlas.
"Fue una escena difícil de describir, como si los iraquíes fueron mendigos parados en una cola, humillados", escribió. "Durante el reparto de botellas de agua, una mujer soldado americana le pasó la cámara al intérprete para que tomara fotos".
Al anochecer, los muertos estaban enterrados, llevados a sus tumbas en procesiones fúnebres.
"Las mujeres estaban llorando", escribió Amal, "mucha gente con dolor en sus caras parecían transtornados e incapaz de entender por qué tenía que morir tanta gente".
Superando las Dificultades
El 23 de marzo Amal cumplió 16, su pelo todavía amarrado atrás en una cola de caballo. Pero se ve mayor, tras pasar abruptamente de una breve adolescencia, a la adultez. También sus hermanas sufrieron años de penuria. Las gemelas, Hibba y Duaa, tenían 14 ahora. Hibba llevaba una hijab sobre el pelo, Duaa trenzaba el suyo. Durante la invasión habían estado dispuestas, inclusive ansiosas de lucir sus recitaciones coránicas, los cánticos con loas a Saddam Hussein y fragmentos de su elemental inglés. Sus caras y cuerpos ya no eran infantiles y la tradición dictaba que se mantuvieran a distancia de los hombres.
Fátima, 18, la mayor, había dejado la escuela hace tiempo para ayudar a Karima, viuda, a criar los niños. Desde entonces, su alfabetización se había esfumado, así como parte de su confianza.
Zainab, la más tranquila y guapa de las chicas, se había casado en la primavera, a los 17. Su marido, Ali, había sido agente de policía, y ganaba 300 dólares al mes. Sin embargo, en julio recibió una octavilla que muchos de sus colegas temían: una amenaza de muerte de los misteriosos insurgentes. "Le dijeron o dejas de trabajar o matamos a tu esposa", recordó Amal. Él renunció.
Un año antes, Karima finalmente encontró trabajo como camarera en el Palm Hotel, luego rebautizado como Rawabi, para asear cuartos de 8 de la mañana a las 1 y media de la tarde. Con un chanchullo, la agencia de empleo local se quedaba con un tercio de su salario. Eso la dejaba con 33 dólares al mes.
Ali, 22, ex soldado y el hijo mayor de Karima, también había conseguido trabajo. Ahora estaba sirviendo té en un despacho inmobiliario cercano, de 9 de la mañana a 6 de la tarde. Ganaba más o menos un dólar al día, "dependiendo de las propinas baksheesh". Su hermano menor, Mohammed, 20, llevaba mucho tiempo sin trabajo. Un bueno para nada, pasaba la mayor parte del tiempo en la calle; su familia sospechaba que no estaba haciendo nada bueno. Mahmoud, 11, el más joven, vendía refrescos en la calle, en los veranos. En los mejores días, ganaba casi 2 dólares. El tiempo lo había convertido en un precoz niño de la calle.
A excepción de Mohammed, sus penurias los habían acercado; mientras colapsaba su ciudad, se volvieron hacia dentro, haciendo virtud de su aislamiento.
"Mi país es mi familia", dijo Amal.
Las palabras que bailaban ese verano por todo el paisaje bagdadí, un panorama desteñido por sol y el tiempo, eran casi siempre confusas.
Las vallas publicitarias en las carreteras, con pilas de basura, publicitaban los móviles de Asia Cell. "Ahora tu voz se oye", declaraban. Otra mostraba una huella digital, el símbolo de la esperanza de las elecciones de enero, cuando los votantes untaban sus dedos índice en tinta para demostrar que habían votado. "Iraq", decía. Esos desteñidos carteles estaban ahora polvorientos, algunos rajados. Una pintada en una sucia muralla en la barriada de Ciudad Sáder, hablaba en presente: "Vosotros, traidores, no queremos elecciones, queremos electricidad". En el barrio de Amal, otro cartel, de significado más ambiguo, se refería al pasado: "Hoy es lo mismo que ayer".
"Hoy estuvo tranquilo y nadie habló de nada, excepto sobre la electricidad, que llega por cortos períodos", escribió Amal en su diario el 4 de julio. "No hay agua porque los terroristas atacan las plantas extractoras. Los ricos pueden vivir cómodamente fuera de Iraq, pero los pobres no tienen más que quedarse a sufrir".
Como durante la guerra, Amal y sus hermanas todavía cargaban todos los días cubos de agua desde un goteante grifo en el patio, hasta el segundo piso. El verano anterior, su familia tuvo hasta 12 horas de electricidad al día -ciclos de dos días con electricidad, y dos días sin. Una semana de junio de este año tuvieron apenas 2 horas. En julio han tenido varios días con una hora de electricidad. En agosto, tuvieron dos.
Sentadas en la oscuridad un abrasador día, una vez las luces parpadearon. "Que Dios bendiga a Mahoma y su familia!", gritaron, con fatigadas sonrisas. A los 10 minutos, las luces se apagaron nuevamente. "¿Es posible?", se preguntó Karima, sacudiendo su cabeza.
En uno de los dormitorios, Zainab, de visita, recogía las mantas del suelo, donde habían dormido las cinco hijas de Karima. Desde la cocina, Amal vino con el té y un solo huevo frito. Los otros lo compartieron, junto con un pan iraquí llamado samoun.
Su conversación esa mañana giró sobre el dinero, y luego sobre sus carencias. Los vecinos habían comprado un pequeño generador, pero utilizar su poder era caro: 10 dólares al mes, más 1 dólar 50 al día por el combustible. El atentado en Karrima había destrozado los nervios del antebrazo derecho de Hibba; ya no podía coger un boli. Una consulta con el doctor cuesta 5 dólares, y la fisioterapia, 2 dólares al día. Dado el presupuesto de la familia, la dejarían curar sola. El dinero lo usarían para pagar la escuela de la más joven.
Todo Lo Que Se Oye, Suena a Muerte
Como muchos iraquíes durante casi tres años, la familia de Amal pasó por un ciclo de momentos de optimismo, seguidos por largos meses de violencia y depresión. Hubo momentos decisivos -la caída de Hussein, el fin formal de la ocupación norteamericana en 2004- y los iraquíes a menudo los saludaron con anticipación y esperanza. Luego se producía la desilusión. Uno de esos momentos decisivos fueron las elecciones de enero, cuando Karima, Ali, Mohammed y Fátima ignoraron las amenazas de los rebeldes y caminaron alegremente hacia el colegio electoral.
"Lamento haber ido a votar", dijo Karima, siete mese después, mientras desayunaba con Amal y sus hermanas. "¿Qué elegimos? Nada".
"Votemos o no, es lo mismo", dijo Fátima, la hija mayor y la más pesimista. "Si los americanos quieren hacer algo, nadie se los impedirá".
Karima asintió, su cabeza cubierta inclinada hacia el suelo. Era un gesto que parecía decir: ¿Qué más se puede decir? Su ciudad estaba mahjura -abandonada, olvidada.
"Siento pena por Bagdad", dijo quedamente.
En los peores días de la invasión, Karima dijo una vez algo, mientras Amal y sus hermanas la escuchaban. "Es como si fuéramos parte de una pieza de teatro", dijo, con la voz pensativa. "La vida no es buena ni mala. Es simplemente un teatro".
Cuando Iraq entraba en su tercer año de guerra, esas palabras que reconocían su impotencia adquirieron un nuevo significado. El guión ya había sido escrito. La gente como Karima eran los espectadores, esperando una nueva función.
La violencia, ahora mundana, estaba remodelando sus vidas. Su omnipresencia estaba criando una desconfianza y miedo tan amorfos como omnipresente la represión de Hussein.
"Cuando estaba abajo, se acercó mi hermano Mahmoud y dijo que la calle estaba bloqueada. Todo el mundo se preguntaba por qué y algunos dijeron que habían detenido a unos terroristas", escribió Amal el 5 de julio. "La verdad sin embargo es que la policía encontró una bolsa y pensaron al principio que era una bomba, pero en realidad lo que había era una chica de 16 años, decapitada y desnuda. Fue arrojada a la calle, en un saco, violada por desconocidos".
"La muertes es todo lo que oímos en las noticias todos los días", escribió en otro día, unas páginas después. "Muerte, masacres, asesinatos, secuestros y asaltos. Nadie sabe por qué".
A veces en el verano, la calle de Amal asume una apariencia de normalidad. Las colas de coches todavía se estiraban durante kilómetros desde las gasolineras. Pero los mercados en la acera inundada por el sol rebosaban de artículos apilados en endebles puestos: calcetines importados de China y camisetas de manga corta de Siria. Más abajo en la calle vendían juguetes. Había una figurita de un Super Mega Heavy Metal Fighter' y una muñeca que, cuando se la apretaba, cantaba It's a Small World'.
Sin embargo en el apartamento de la familia, el caos diario arrojaba una larga sombra. Semanas después del atentado de Karrada, Amal y sus hermanas todavía recordaban con vívidos detalles algunas de sus escenas.
"Los muertos son baratos", dijo Mahmoud, 11, fríamente.
Recordó que un trozo de ardiente metralla había cortado a cinco personas. Abu Karrar, recordaba, cruzó la calle dando tropezones, con la camisa ensangrentada. Luego murió. Un hueso de la pierna de Abbas Rubaie emergía de sus pantalones. Otro vecino había perdido la carne de su brazo. El motor de un coche cayó encima de un cuerpo.
"Sólo mueren los mejores", dijo Mahmoud. "Siempre eligen a los mejores".
En su diario, Amal cuenta sobre los allanamientos policiales que siguieron, cuando los agentes irrumpieron en sus apartamentos buscando a sospechosos. Ella y sus hermanas observaron pasivamente, en silencio. Arrestaron a dos personas; los vecinos dijeron que eran inocentes, "obreros pobres de una fábrica de jabón". Ese verano hubo muchos allanamientos, a veces a los pocos días.
"Dios sabe quién dice la verdad y quién no en estos días", escribió Amal en julio. "Nadie confía en nadie, se trate de la policía, de la Guardia Nacional o incluso de nuestra propia gente".
Liberación y Contradicción
En 2004, después de la invasión, Amal estaba, como su madre, confundida sobre la ocupación y liberación, insegura sobre las fortunas de su país. Algunos acusaban a los americanos de sus penurias, dijo entonces; otros acusaban a Hussein, o incluso a los iraquíes mismos.
En esa época, Amal había sacudido su cabeza. "No sé qué decir", confesó.
Sin embargo, pasó otro año y Amal ya no era la niña que repetía como loro los huecos lemas del régimen de Hussein y, mientras se derrumbaba, dirigía sus oraciones a Dios. Ya no cedía ante sus hermanas, expresando tentativamente sus opiniones pero a menudo demasiado tímida para formularlas. El conflicto en torno a ella se había convertido más en una simple lucha por la supervivencia. Karima, su mamá, ahora la escuchaba, como sus hermanas. Podían no estar de acuerdo con ella, pero en Amal veían la liberación medida en los términos más personales posibles: La veía por sí misma.
"Todos los funcionarios del gobierno dicen: Lo que yo quiero'", dijo su hermana Fátima una tarde de agosto. "No les interesa la gente. No les interesa el país".
Amal la interrumpió. "Creo que va a cambiar", dijo.
Las niñas estaban en el apartamento, donde durante meses habían proliferado las iconografías. Ahora había más carteles de santos chiíes, plácidos retratos. Todavía colgaba un plato de porcelana azul. "Dios", decía simplemente. Había electricidad y la húmeda escalera estaba iluminada. Dentro, el sol se filtraba por una ventana, y las niñas apagaron la luz.
"La intervención de los americanos en Iraq ha provocado la revolución más grande del mundo", insistía Amal.
"Es una ocupación", respondió su hermana mayor.
"¿Cambiaron los americanos el régimen o no?", dijo Amal.
No hablaba ni a favor ni en contra; simplemente estaba reflexionando sobre los hechos. No trataba de conciliar las contradicciones; entendía que había ambigüedades.
"Es una ocupación", dijo Fátima, otra vez. "Cuando los americanos se mueven, tenemos que pararnos en la calle. Tenemos que aparcar a un lado. Si no paramos, nos disparan. Es nuestro país. ¿Por qué tenemos que cederles el paso? Nosotros deberíamos estar dando órdenes".
"Se pondrá cada día mejor y mejor", dijo Amal, confiada. "Esta es mi opinión", dijo, "y yo la digo libremente".
"La gente que murió, ¿también fue mejor para ellos?", preguntó Fátima, algo frustrada.
Amal levantó las palmas de sus manos y sonrió.
Habló sobre la resistencia. Los guerrilleros peleando contra las tropas americanas en el oeste, en la provincia de Anbar, eran honorables, dijo. "Los respeto, pero no es resistencia matar a alguien porque trabaja con los americanos. Eso no es lo que llamamos resistencia".
"La presencia americana tiene lados positivos y negativos, porque fue una revolución", dijo. Amal apuntó con el dedo a su hermana mayor. "Cambió el régimen. Ahora no decimos que todo está bien. No decimos que toda marcha bien. Pero tenemos esperanzas".
De vez en vez en su diario y más a menudo en sus conversaciones, Amal habla de lo que llama la contradicción -pesimismo y esperanza, sentimientos aparentemente irreconciliables.
En esa contradicción se encuentra quizás una de las verdades de su ciudad: Bagdad, dicen sus habitantes a menudo merece mejor, y lamentan la eterna pérdida de la más legendaria capital árabe. La flexibilidad, un cualidad verdaderamente iraquí en su desafío, de algún modo la empuja adelante.
"No hay respuesta a nuestros problemas. No hay ninguna respuesta", dijo Amal. Su familia estaba tranquila, escuchando. "La situación es mala. Es verdaderamente mala. Es verdad que cada día se pone peor. Pero no vamos a estar así toda la vida.
"Quiero dejar algo para mañana", prosiguió. "El sol se pondrá hoy, pero mañana volverá a salir. Siempre vuelve a salir. Incluso sin vida hay esperanza".
Paró por un momento y sonrió por la atención que le estaban prestando.
"No sé cómo decirlo", dijo suavemente, "pero lo entiendo".
10 de septiembre de 2005
6 de septiembre de 2005
©washington post
©traducción mQh
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