las novias de bare hill
[Vincent M. Mallozzi] Casadas con hombres en la cárcel.
El bus nocturno del viernes estaba retrasado. Pero las conversaciones del viernes noche ya habían empezado. "Recuerdo nuestro día de bodas", dijo Chantel Lewis Campbell, 32, de Brownsville, Brooklyn, a varias amigas en una apretada parada la semana pasada. "Yo llevaba un velo y un vestido largo. Él llevaba una camisa blanca y corbata, y esos feos pantalones verdes".
Victoria Deltorro, 46, South Bronx, asintió. "Nosotros también nos casamos ahí", dijo.
Las dos mujeres pasaron sus noches nupciales en el mismo motel -el Sunset Inn en Malone, Nueva Jersey, sin sus maridos. Fueron devueltos a sus celdas poco después de que llegaran por el patio del pabellón.
Campbell y Deltorro han llegado a ser conocidas en su agridulce rincón del mundo -la calle 34 con la Octava Avenida en Manhattan, donde esperan el bus- como las novias de Bare Hill, una referencia a la Penitenciaría de Bare Hill, la prisión en el norte del estado donde se casaron y donde sus maridos cumplen penas de prisión.
Las novias de Bare Hill son dos solitarias caras de un dedicado grupo de viaje de fin de semana con billetes de ida y vuelta hacia una perpetua pena amorosa. Los viernes y sábados, de 10 a 11 de la noche, cientos de mujeres y un puñado de hombres y niños, todos ansiosos por visitar a sus familiares en prisión, abordan buses contratados hacia las varias prisiones en los más remotos rincones del estado de Nueva York.
La mayoría de los pasajeros, algunos en cuna, otros con bolsas con comida y ropa, o fotos que cuentan historias de familias disueltas, esperan impacientes su bus en la posición habitual, con sus espaldas contra la pared.
"No es fácil criar a mis hijos solamente con mi salario", dijo Campbell, madre de cuatro que trabaja como conserje en el proyecto habitacional Surfside Gardens en Coney Island. Su marido, Gregory Campbell, ha estado tras las rejas durante los últimos seis años, por posesión de drogas. "Se supone que viene a casa el próximo mes", dijo. "Hay mucho que hacer en casa".
Parados debajo de un letrero de la lotería, la muchedumbre del fin de semana mira los números de otra manera: ¿Cuántos años más estará en prisión su novio? ¿Cuántos días faltan para que un marido vuelva a casa? ¿Cuántas horas para que el recién nacido conozca a su padre?
"Los que venimos aquí, nos entendemos", dijo Campbell, evitando mirar a los ojos a un flujo de curiosos de fuera de la ciudad y colegas neoyorquinos, muchos de ellos tomados de la mano y con los billetes en la mano en dirección a la Estación Pensilvania. "Estamos todos en el mismo bote, en la misma situación. Sabemos qué dolor sentimos".
Mientras hablaba Campbell, Kim White empezó a checar la asistencia. Con la lista en la mano, White empezó a llamar los nombres de todos los que habían hecho una reserva en los buses por llegar. Los adultos pagan 50 dólares, los niños la mitad, por una viaje de ida y vuelta a cárceles como la de Attica, a 50 kilómetros al este de Buffalo; Clinton, en Dannemora; y Bare Hill, metida en Adirondacks.
Dependiendo del destino, los trayectos pueden tomar ocho a diez horas de ida. Los visitantes salen temprano en la mañana, para tener tiempo para la lenta procesión de puestos de control en cada cárcel. Los visitantes pasan una buena parte del tiempo de una tarde del fin de semana con amigos y familiares, sentados a mesas de madera cubiertas de chicles, poniéndose al día sobre las duras vidas a cada lado de la maciza muralla. Al final de la tarde, los visitantes vuelven en bus a Manhattan, donde llegan a veces pasada la medianoche.
White, que vive en Jamaica, Queens, y hace sondeos telefónicos para una compañía de telemárketing de Long Island City, conoce muy bien el sistema. Casi todos los fines de semana durante los últimos 9 años, con lluvia, sol o demasiada nieve como para querer salir de la cama, se ha subido a uno de esos buses alquilados para visitar a su marido Lance, 35.
"Lo adoro a muerte", dijo. "Tengo que saber si está bien". Cuando le pregunté por qué delito estaba su marido en la cárcel, White dijo rotunda: "No fue homicidio, pero fue suficiente".
Como veterana del mundo de las visitas a prisión, White a menudo es llamada por Alfred D'Acosta, el dueño de Flamboyant Bus Company, que proporciona los buses, para que ayude a organizar el recorrido y los asientos de los 4 o 5 buses que llegan todos los viernes y sábados noche. Los buses son relativamente nuevos, tienen capacidad para 49 a 57 pasajeros, y están equipados con asientos reclinables, pantallas para películas y un retrete.
D'Acosta, 55, que vive en la sección Wakefield en el Bronx, dijo que había estado organizando buses hacia las prisiones en la Calle 34 desde 1986. Su negocio no es el primero de su tipo en la Ciudad de Nueva York. Desde 1975 hay un servicio de transporte de las cárceles que recoge a pasajeros en la Rotonda de Colón, llamado Operation Prison Gap.
Sin embargo, dijo D'Acosta, con las poblaciones carcelarias en aumento en el estado de Nueva York, sus servicios son usados por gente que quiere visitar sin gastar demasiado a sus familiares.
"Estamos siempre llenos, hasta en invierno", dijo.
D'Acosta dijo que durante años condujo muchos de los buses que ahora alquila. Lo dejó de lado por un montón de motivos. Uno de ellos, dijo, eran las horas que pasaba mirando en el espejo retrovisor las atormentadas caras de la gente detrás de él.
"Eran caras siempre con mucho dolor y pena", dijo D'Acosta dando pitadas a un cigarrillo, esperando al primer bus. "Ver a toda esa gente así, especialmente los niños que no dejan de llorar porque se van a casa sin sus padres, lo hacía muy difícil".
Los primeros buses de D'Acosta empezaron a llegar. "Este va a Buffalo, a la Penitenciería de Collins", anunció.
Ahora la conversación nocturna del viernes había incorporado a Shawntay Snell, 32, de Brownsville. Iba a visitar a su novio, Tony Davis, que está cumpliendo una condena de cinco años en Bare Hill, por robo.
Snell, que tiene cinco hijos, llegó no sólo con comida enlatada y calcetines nuevos, sino también con un anuncio: Dentro de poco, ella también se convertiría en una novia de Bare Hill. "Me caso en junio", dijo, tratando de mostrar una sonrisa firme, pero sin lograrlo completamente. "Hay un montón de cosas por planear".
Las novias de Bare Hill ofrecieron felicitaciones y pronto las tres hablaban sobre qué debería llevar Snell en su boda. Campbell bromeó sobre que había "demasiados huéspedes no invitados" en el salón de visitas donde se celebra el matrimonio y luego sus risas se ahogaron entre los chirriantes sonidos de otro bus entrando por la curva.
Finalmente había llegado el bus de Bare Hill, y las tres mujeres lo abordaron, desapareciendo detrás de ventanas opacas. Otro grupo del semanal rito de devoción se alejó en la oscuridad. La conversación del viernes noche había empezado.
20 de septiembre de 2005
20 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh
Victoria Deltorro, 46, South Bronx, asintió. "Nosotros también nos casamos ahí", dijo.
Las dos mujeres pasaron sus noches nupciales en el mismo motel -el Sunset Inn en Malone, Nueva Jersey, sin sus maridos. Fueron devueltos a sus celdas poco después de que llegaran por el patio del pabellón.
Campbell y Deltorro han llegado a ser conocidas en su agridulce rincón del mundo -la calle 34 con la Octava Avenida en Manhattan, donde esperan el bus- como las novias de Bare Hill, una referencia a la Penitenciaría de Bare Hill, la prisión en el norte del estado donde se casaron y donde sus maridos cumplen penas de prisión.
Las novias de Bare Hill son dos solitarias caras de un dedicado grupo de viaje de fin de semana con billetes de ida y vuelta hacia una perpetua pena amorosa. Los viernes y sábados, de 10 a 11 de la noche, cientos de mujeres y un puñado de hombres y niños, todos ansiosos por visitar a sus familiares en prisión, abordan buses contratados hacia las varias prisiones en los más remotos rincones del estado de Nueva York.
La mayoría de los pasajeros, algunos en cuna, otros con bolsas con comida y ropa, o fotos que cuentan historias de familias disueltas, esperan impacientes su bus en la posición habitual, con sus espaldas contra la pared.
"No es fácil criar a mis hijos solamente con mi salario", dijo Campbell, madre de cuatro que trabaja como conserje en el proyecto habitacional Surfside Gardens en Coney Island. Su marido, Gregory Campbell, ha estado tras las rejas durante los últimos seis años, por posesión de drogas. "Se supone que viene a casa el próximo mes", dijo. "Hay mucho que hacer en casa".
Parados debajo de un letrero de la lotería, la muchedumbre del fin de semana mira los números de otra manera: ¿Cuántos años más estará en prisión su novio? ¿Cuántos días faltan para que un marido vuelva a casa? ¿Cuántas horas para que el recién nacido conozca a su padre?
"Los que venimos aquí, nos entendemos", dijo Campbell, evitando mirar a los ojos a un flujo de curiosos de fuera de la ciudad y colegas neoyorquinos, muchos de ellos tomados de la mano y con los billetes en la mano en dirección a la Estación Pensilvania. "Estamos todos en el mismo bote, en la misma situación. Sabemos qué dolor sentimos".
Mientras hablaba Campbell, Kim White empezó a checar la asistencia. Con la lista en la mano, White empezó a llamar los nombres de todos los que habían hecho una reserva en los buses por llegar. Los adultos pagan 50 dólares, los niños la mitad, por una viaje de ida y vuelta a cárceles como la de Attica, a 50 kilómetros al este de Buffalo; Clinton, en Dannemora; y Bare Hill, metida en Adirondacks.
Dependiendo del destino, los trayectos pueden tomar ocho a diez horas de ida. Los visitantes salen temprano en la mañana, para tener tiempo para la lenta procesión de puestos de control en cada cárcel. Los visitantes pasan una buena parte del tiempo de una tarde del fin de semana con amigos y familiares, sentados a mesas de madera cubiertas de chicles, poniéndose al día sobre las duras vidas a cada lado de la maciza muralla. Al final de la tarde, los visitantes vuelven en bus a Manhattan, donde llegan a veces pasada la medianoche.
White, que vive en Jamaica, Queens, y hace sondeos telefónicos para una compañía de telemárketing de Long Island City, conoce muy bien el sistema. Casi todos los fines de semana durante los últimos 9 años, con lluvia, sol o demasiada nieve como para querer salir de la cama, se ha subido a uno de esos buses alquilados para visitar a su marido Lance, 35.
"Lo adoro a muerte", dijo. "Tengo que saber si está bien". Cuando le pregunté por qué delito estaba su marido en la cárcel, White dijo rotunda: "No fue homicidio, pero fue suficiente".
Como veterana del mundo de las visitas a prisión, White a menudo es llamada por Alfred D'Acosta, el dueño de Flamboyant Bus Company, que proporciona los buses, para que ayude a organizar el recorrido y los asientos de los 4 o 5 buses que llegan todos los viernes y sábados noche. Los buses son relativamente nuevos, tienen capacidad para 49 a 57 pasajeros, y están equipados con asientos reclinables, pantallas para películas y un retrete.
D'Acosta, 55, que vive en la sección Wakefield en el Bronx, dijo que había estado organizando buses hacia las prisiones en la Calle 34 desde 1986. Su negocio no es el primero de su tipo en la Ciudad de Nueva York. Desde 1975 hay un servicio de transporte de las cárceles que recoge a pasajeros en la Rotonda de Colón, llamado Operation Prison Gap.
Sin embargo, dijo D'Acosta, con las poblaciones carcelarias en aumento en el estado de Nueva York, sus servicios son usados por gente que quiere visitar sin gastar demasiado a sus familiares.
"Estamos siempre llenos, hasta en invierno", dijo.
D'Acosta dijo que durante años condujo muchos de los buses que ahora alquila. Lo dejó de lado por un montón de motivos. Uno de ellos, dijo, eran las horas que pasaba mirando en el espejo retrovisor las atormentadas caras de la gente detrás de él.
"Eran caras siempre con mucho dolor y pena", dijo D'Acosta dando pitadas a un cigarrillo, esperando al primer bus. "Ver a toda esa gente así, especialmente los niños que no dejan de llorar porque se van a casa sin sus padres, lo hacía muy difícil".
Los primeros buses de D'Acosta empezaron a llegar. "Este va a Buffalo, a la Penitenciería de Collins", anunció.
Ahora la conversación nocturna del viernes había incorporado a Shawntay Snell, 32, de Brownsville. Iba a visitar a su novio, Tony Davis, que está cumpliendo una condena de cinco años en Bare Hill, por robo.
Snell, que tiene cinco hijos, llegó no sólo con comida enlatada y calcetines nuevos, sino también con un anuncio: Dentro de poco, ella también se convertiría en una novia de Bare Hill. "Me caso en junio", dijo, tratando de mostrar una sonrisa firme, pero sin lograrlo completamente. "Hay un montón de cosas por planear".
Las novias de Bare Hill ofrecieron felicitaciones y pronto las tres hablaban sobre qué debería llevar Snell en su boda. Campbell bromeó sobre que había "demasiados huéspedes no invitados" en el salón de visitas donde se celebra el matrimonio y luego sus risas se ahogaron entre los chirriantes sonidos de otro bus entrando por la curva.
Finalmente había llegado el bus de Bare Hill, y las tres mujeres lo abordaron, desapareciendo detrás de ventanas opacas. Otro grupo del semanal rito de devoción se alejó en la oscuridad. La conversación del viernes noche había empezado.
20 de septiembre de 2005
20 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh
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