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éxodo rural en china destruye sus familias


[Jim Yardley] Las duras condiciones de vida en el campo y nuevas ambiciones obligan a padres a abandonar sus familias para procurarles un futuro mejor.
Shuanghu, China. Yang Shan está en cuarto y pasa algunas horas al día practicando caracteres chinos. Su caligrafía es limpia y precisa, y un día, en lugar de ejercicios, escribió cartas a sus padres y las envió por correo.
"¿Cómo estáis de salud?", preguntó.
Shan, que tiene 10 años, agregó entonces una pregunta más precisa: "¿Qué está pasando con nuestra familia?"
Sus padres se habían marchado en marzo. Su ausencia no era algo nuevo en la corta vida de Shan. Su padre, Yang Heqing, les había dejado cuatro veces por su trabajo. Ahora está en Pekín en unas obras. Su madre, Ran Heping, estuvo fuera tres veces. Está en otra ciudad, como obrera en una fábrica.
En los últimos años los padres de Shan han vuelto a esta remota aldea para traer dinero y reunirse con la familia. Se marchan cuando el dinero se acaba, como pasó en marzo. Su padre tenía deudas médicas y necesitaba dinero para ver a otro doctor. Había que pagar la matrícula escolar de Shan, y sus abuelos también necesitaban ayuda.
"Creo que se están sacrificando para que yo viva mejor", dijo Shan sobre sus padres. Agregó una familiar expresión china: "Están comiendo amargura".
Para la familia Yang y millones de otros del campo chino, el único modo de sobrevivir como familia es no vivir como una. Los trabajadores que emigran, como los padres de Shan, son las mulas del impresionante desarrollo económico del país. Y el dinero que ellos envían a casa es esencial para la desempleada China rural.
Sin embargo, incluso ese dinero no es suficiente. Los salarios de los emigrantes se han estancado, han aumentado los costes de educación y salud, y la red de seguridad social campesina se ha derrumbado -una aplastante combinación que es el principal motivo por el que la división de los ingresos se están ampliando tan rápidamente en China a expensas de los pobres del campo.
La emigración también ha significado que los niños urbanos y rurales de China están creciendo en mundos completamente diferentes. En las ciudades, las parejas en movilidad social ascendente llaman a sus preciosos hijos únicos ‘xiao taiyang', ‘pequeños soles', como en el centro del universo. Los niños son consentidos con ropas, juguetes y tapas: la obesidad infantil es una de las nuevas enfermedades de la ciudad.
En el campo, la nueva frase vernacular es ‘lui shou', o ‘niño abandonado'. Millones de niños como Shan crecen sin uno de los padres, a veces sin ninguno de los dos. Las aldeas parecen a menudo haber perdido una generación. Los abuelos trabajan en el campo y cuidan de los niños.
"Somos un triángulo, tres personas en tres lugares diferentes", dice Yang, 36, el padre. "El dolor de no vernos es muy duro. En este mundo todos los padres somos iguales. Todos nos preocupamos por nuestros hijos".
Pero los padres de Shan, atrapados por deudas y obligaciones, se encuentran entre los incalculables millones de gente de la China rural cogidos en este brutal ciclo. Los estudios muestran que los costes médicos son la principal razón por la que la gente cae en la miseria en China. Muchos residentes de las ciudades todavía gozan de seguros médicos, pero los campesinos deben pagar por cada servicio. La enfermedad puede significar la bancarrota.
Yang se marchó a Pekín en parte para ganar dinero y pagar los tratamientos médicos. Le advirtieron hace años que necesitaba tratamiento para sus problemas de próstata, pero no podía pagarlo. Ahora, en las obras su salud ha empeorado. Ha perdido muchos días y corre el peligro de perder el dinero que necesita para ir al doctor.
Su esposa, Ran, 33, quiere visitar a su hija en febrero, para el Año Nuevo Lunar, cuando los trabajadores inmigrados vuelven tradicionalmente a sus casas. Pero dijo que su fábrica en la ciudad de Baoding le impondrá una multa de 72 dólares -casi toda la paga de una semana- si falta al trabajo antes de julio. La matrícula escolar de Shan debe ser pagada pronto y la familia necesita más dinero.
Shan no ha salido nunca de esta aldea en la montañosa zona central de China, a unas horas por carretera desde las Tres Gargantas a lo largo del Río Yang-Tzé. Es todavía una niña, pero entiende las presiones sobre su familia y cómo su propio futuro depende de obtener una educación. Se preocupó cuando la escuela pidió el dinero de la matrícula del semestre.
"Me gusta la escuela", dijo.

Una Aldea Desesperada
Los alumnos de la clase de cuarto de Shan se levantaron al mismo tiempo cuando el maestro Du Nengwei golpeteó el escritorio con su puntero para comenzar la lección.
"¡Hola, maestro!", gritaron los niños obedientemente a principios de diciembre cuando Du, con sus ojos agrandados por sus gruesas lentes, indicó a todos que se sentaran. Los niños empezaron a gritar los ejercicios memorizados, y las maquinales repeticiones salieron de las aulas tan ruidosamente como el graznido de pájaros.
La escuela de la aldea, el centro de tantas esperanzas, ha cambiado poco en los últimos cien años. El edificio sucio y pintado de blanco está hecho de ladrillos de barro y cemento. El aula de Shan no tiene ni calefacción ni electricidad. La luz entra por dos pequeñas ventanas.
Du dice que ocho de sus catorce alumnos tiene al menos un padre que ha emigrado para trabajar. Sabe que los padres se marchan para poder pagar las matrículas -unos 50 dólares al año para familias que viven a menudo con menos de 300 dólares al año. La escuela, incluso esta escuela, es su única oportunidad, dijo.
"Algunos dicen que quieren ser choferes, científicos o maestros", dice Du. "Pero nadie quiere ser campesino". Sobre Shan, dijo: "Estudia mucho y una buena alumna".
Normalmente es la segunda o tercera de la clase. En casa estudia hasta tres horas al día. Dijo que quería llegar a la escuela secundaria, luego incluso a la universidad.
"Mientras más educación tenga, más sabré", dijo.
Su casa es una casa comunal de paredes de barro construida hace más de un siglo durante la dinastía Qing. Sus abuelos duermen en una sección, su tía y prima en otra. Shan duerme sola en dos cuartos sin calefacción que eran antes el granero. Su cuarto está arriba del corral, que alberga a los tres cerdos de la familia. El cuarto de sus padres vacío es el pozo abierto que es ahora el retrete.
"No tengo miedo", dice. Ha pintado las descoloridas contraventanas de madera con los caracteres chinos para ‘riqueza' y ‘prosperidad'.
Su abuela, Yang Xianglin, 72 dice que sus tres hijos contribuyen cada uno 150 dólares al año para sostener a la familia. Dos de los tres son trabajadores emigrados; el tercero acaba de volver. Pero el dinero no es suficiente, así que el abuelo debe pedir prestado a otros familiares.
Shan sabe que es pobre, pero no parece sentir el agudo aguijón de la miseria. Interrogada sobre si tiene juguetes, se alegró y mostró dos diminutas figuras de plástico y una flor de seda. Sus padres no se pueden permitir más, aunque su madre le tejió un suéter rosado.
"Los echa de menos", dice su abuelo. "No deja de preguntar cuándo volverán a casa".
Casi todas las familias en Shuanghu tienen a alguien fuera. Los salarios locales son muy bajos y pueden llegar a un dólar al día; un trabajador emigrado puede ganar hasta cinco dólares al día. Unas pocas familias afortunadas han construido casas de cemento con el dinero de los emigrados.
"Tenemos ahora más libertad que cuando vivíamos en comuna", dice Lei Jinchen, 53, un vecino cuyos dos hijos trabajan en la misma fábrica que la madre de Shan. "Ahora podemos marcharnos a buscar trabajo. Pero sólo tenemos lo suficiente para alimentarnos. Eso es todo".
Los líderes del gobierno central a menudo fanfarronean que los nuevos programas benefician a las aldeas más pobres de China. Un programa nacional llamó a los campesinos a entregar tierras para su reforestación a cambio de pagos anuales. En 2002, el abuelo de Shan entregó dos tercios de una hectárea para recibir un pago de 65 dólares al año. Hasta ahora, ni él ni otros granjeros han recibido nada.
Shuaghu fue también elegida para un programa especial de ayuda contra la pobreza, y casi 50 familias -incluyendo a los Yang- fueron clasificadas como familias pobres elegibles para dividirse un fondo anual de 2.500 dólares, unos 50 dólares por familia. Pero, nuevamente, hasta el momento los Yang y otros no han recibido nada.
"Los beneficios no nos llegan", dice Lei. "Los gobiernos locales se quedan con la mayor parte del dinero".
Así lo único que queda para los jóvenes es emigrar para trabajar mientras los viejos se ocupan de las tierras. El paisaje montañoso es impresionante, pero sólo pequeños terrenos pueden ser usados en la agricultura. A principios de diciembre, Shan se marchó a la escuela una mañana y sus abuelos se dirigieron hacia una rocosa ladera de la colina hacia su pequeño lote.
La escarcha se había disipado y la abuela, Hu Yangui, 65, se sentó en la tierra a sacar nabos. Toma medicinas para sus problemas estomacales y su artritis, y el trabajo la cansa. Deja los nabos a secarse al sol hasta la tarde, luego se los arroja a los cerdos debajo del dormitorio de Shan.
El abuelo cogió un enorme fardo de tallos de maíz para usarlos como piso para los cerdos y se lo echó a la espalda. A veces su artritis le impide dormir, pero dice que el maíz no es pesado. En un campo más abajo, la voz de un niño hace eco contra las laderas. Era la prima de Shan, Yang Qinlin, 4. Su propio padre trabaja a varias horas de distancia, y a veces pasa meses sin verlo.
Estaba cantando un melancólico poema sobre la nostalgia del hogar, que memorizan todos los niños en China:
Al mirar hacia el cielo, veo la luna brillante;
Mirando hacia abajo, me ahogo en la nostalgia.

Un Padre Enfermo
En las peores noches, Yang Heqing despierta a causa del frío. Su litera está en el barrio de bodegas al sur de Pekín que alberga a decenas de miles de inmigrantes. A pesar de las temperaturas bajo cero, no hay calefacción y las literas son tablas de madera terciada amarradas a andamiajes de metal.
La habitación, proporcionada por la compañía de construcción, es como un mapa de la miseria en la China rural interior. Yang y otros tres hombres de su aldea duermen en dos hileras de literas. Los campesinos de la central provincia de Sichuan duermen en una sección diferente. Los campesinos manzaneros de la polvorienta provincia de Shaanxi duermen al otro lado de la habitación, junto a unos hombres de las empobrecidas áreas de la provincia de Hubei.
Hay cuarenta hombres en una habitación de 90 metros de largo.
Interrogados sobre cuántos de ellos han dejado a esposas e hijos en casa, un hombre gritó: "¡Todos nosotros!" Interrogados sobre cuánto ganan por un día de trabajo de 12 horas, siete días a la semana durante casi el año entero, responden avergonzados.
"No sabemos", confiesa otro.
Yang, como los otros, llegó a Pekín en marzo pasado. Él y sus tres amigos se enteraron a través de un primo sobre unas vacantes de trabajo en las obras para un nuevo edificio oficial. No les hicieron promesas firmes sobre la paga. A algunos les dijeron que podrían ganar unos 500 dólares o más al año, casi el doble del ingreso promedio en el campo. A otros les dijeron que los salarios dependían de la provincia de dónde provinieran.
Nadie lo sabe. Los capataces les pagarán cuando terminen las obras en enero. Hasta entonces, la compañía les proporciona diariamente arroz o fideos, y los obreros reciben 12 dólares al mes como mesada si trabajan al menos 25 días. Yang dijo que había perdido muchos días debido a su enfermedad. Como castigo a menudo recibe sólo 6 dólares de mesada.
"A veces siento dolor cuando trabajo", dijo. "Me duele el pecho, y no tengo energía".
Yang se enfermó por primera vez en 2000 después de trabajar cinco meses para una compañía de petróleo en el extremo occidental de Xinjiang. Ganaba casi 600 dólares, un botín, pero lo gastaba casi todo en medicinas y consultas médicas. Le diagnosticaron neumonía e inflamación de la próstata. En una hospital de la ciudad, un doctor le recomendó 1.200 dólares en medicinas y tratamiento, un precio que no podía pagar. Yang volvió a casa, y su esposa temía que pudiera tener cáncer.
"Perdió las esperanzas", dice Ran. "Dijo: ‘No me importa si me muero'. Yo le dije: ‘No puedes morirte y abandonar a tus padres y a tu hija'".
Debilitado, Yang se quedó en casa durante cuatro años, y su esposa se marchó a trabajar, sola, en mayo de 2000. Su padre dijo que entonces él se sintió frustrado de que su esposa, y no él, estuviera manteniendo a la familia. Su hija sabía que algo marchaba mal.
"Siempre lo veía comprando medicianas", dice Shan. Sus padres "no saben que yo sé", agregó. "Tengo miedo de que su enfermedad de haga peor".
En marzo, Yang dijo que tenía que encontrar un trabajo. Le debía a sus familiares casi 300 dólares que gastó en recetas médicas, y no podía ganar ese dinero en casa. Sentado en su litera a principios de diciembre, recordó la fiebre de excitación que sintió al llegar a Pekín a desempeñar un pequeño papel en la construcción de la bullente capital del país.
Su amigo, Yang Xianglin, se asomó desde otra litera. Es un trabajador inmigrante por primera vez. Como muchos otros aldeanos, pensó que venir a Pekín sería excitante, incluso liberador. Ahora quiere terminar las obras, ser pagado y no volver nunca más.
"No es lo que había imaginado", dice. "El trabajo de los inmigrantes es muy duro. Incluso si los patrones son malos, tenemos que obedecerles. No lo aguanto. Esto no es libertad".
Yang Heqing asintió, más por cansancio que por indignación. Había perdido tantos días de trabajo que finalmente pidió dinero prestado a su capataz y se marchó al hospital de la ciudad el 10 de diciembre. Un doctor examinó su próstata y sugirió que se hiciera unos análisis. Le costaría 250 dólares. Su patrón le había prestado 12.
Yang salió del hospital y se dirigió a una farmacia cercana a comprar píldoras anti-inflamatorias. Dice que estuvo tentado de abandonarlo todo, aceptar cualquier paga que le hiciera su patrón y volver al doctor. Pero también sabe que la paga puede no ser suficiente ni siquiera para llegar a casa.
Interrogado sobre sus planes en torno a su salud y a su familia, sólo pudo imaginar algo hasta enero, cuando terminen las obras.
"Mi esperanza es ganar unos miles de yuan a fines de año", dijo. Equivale a unos pocos cientos de dólares.

Una Madre Obrera
El mercado al aire libre de Baoding es un tramo de tierra donde los campesinos extienden sus champiñones, queso de soja, berzas y zanahorias. Los trozos de carne son expuestos en una plataforma, pero Ran Heping no puede comprarlos. Ella y otros tres familiares acaban de salir del turno nocturno de 12 horas de su fábrica y están haciendo las compras de la semana.
Un guapo vendedor regatea con Ran sobre el precio de una berza. Está flirteando y se ofrece a llevarla a casa. Ella ríe y se aleja. Más tarde cuenta que la distancia ha destruido los matrimonios de varias obreras de la fábrica.
Su fábrica en Baoding, a unos 90 minutos de tren al sur de Pekín, hace bolas metálicas para juegos de jardín, que son exportadas a Europa y Estados Unidos, y bolas más pequeñas que los chinos manipulan con sus manos en un método terapéutico tradicional.
Es un trabajo sucio y difícil, pero la fábrica es un destino popular entre los inmigrantes de Shuanghu debido a las referencias boca a boca. Más de la mitad de sus 70 empleados vienen de su aldea y alrededores. El trabajo es a destajo, de modo que les pagan por cada bola. Durante los meses de punta, una obrera que funde o pule metales puede ganar más de 100 dólares. Normalmente, sin embargo, las obreras ganan menos de 50 dólares.
Ran llegó aquí en 2000 cuando abandonó su aldea para mantener a su familia. A Ran le preocupaba dejar a su hija, pero Shan estaba comenzando el año escolar y había que pagar la matrícula. Ran sabía que la enfermedad de su marido le dejaba pocas opciones.
"Sabía que así no sobreviviríamos", dijo. "Le dije a Shan: ‘Iré a trabajar y tú te portarás bien en casa'".
Volvió a casa casi dos años después. Llevaba consigo casi 1.000 dólares, que se gastaron en recetas médicas, ropa, alimentos, matrículas de la escuela y otros costes de la granja. "Cuando se acabó el dinero, necesitábamos más", dijo. "Entonces decidí volver a marcharme".
Esta vez hizo un viaje más corto, de julio de 2002 a febrero de 2003. Volvió a casa con 210 dólares, después de que la fábrica le dedujera 72 dólares por no haber trabajado todo el año. Estaba furiosa y presentó una denuncia en la oficina laboral local. Pero no pasó nada.
Los Yang estuvieron juntos en la aldea durante un año. Pero las cuentas médicas y de la escuela les obligaron a separarse nuevamente. Cuando Yang partió para Pekín en marzo pasado, su esposa se dirigió hacia una fábrica de plásticos. Luego renunció y trató de unirse a su marido en Pekín.
"Somos una familia", le dijo su marido. "Tenemos que estar juntos mientras podamos".
Estuvieron juntos durante menos de 10 días. Ran trabajó en una fábrica de pasteles, pero renunció porque la paga era muy baja. Dijo que los costes de alquiler de un cuarto y de vida juntos en Pekín habría consumido los ahorros de la pareja.
Volvió a Baoding y a la fábrica de bolas de metal en septiembre. Ahora es inspectora, un trabajo más fácil que le reporta 40 dólares al mes. No se siente sola debido a que varias de sus primas trabajan en la misma fábrica. Hablan sobre sus hijos o pasean juntas en el parque local. Hay días en la gran ciudad que son excitantes, dice.
"No hay grandes almacenes donde nacimos", dijo.
En noviembre compró un frasco de champú para su largo pelo negro. Era la primera vez en su vida que compraba champú. Le costó 1 dólar con 50 centavos.
Esos momentos más aliviados son compensados por los más sombríos. Por teléfono suplica a su marido que vaya al doctor. "Le dije: ‘Cuando te paguen, gasta todo el salario en ponerte mejor'. Le dije que yo enviaría dinero a la familia".
"Pero él no quiere seguir un tratamiento porque cuesta demasiado", dijo.
Los abuelos llamaron en diciembre para decir otros 25 dólares para pagar la matrícula de Shan del próximo año. Ran quiere visitar a su hija en febrero, para el Año Nuevo. Pero sus patrones insisten en que debe trabajar hasta julio, o perderá una parte de la paga. Está indignada, pero ha decidido que se quedará. Su hija todavía no lo sabe.
"Espero que Heqing se recupere y podamos trabajar juntos para que Yang Shan pueda ir a la escuela secundaria", dijo Ran cuando le pregunté lo que quería en su futuro. "Si su salud no mejora, tengo miedo de que no podamos pagar su escuela primaria".
"Es una vida difícil", agregó. "Pero no tenemos alternativa".

Un Futuro Desconocido
Los abuelos de Shan dicen que ella no llora casi nunca. Está contenta jugando con sus amigas y primas. Sus dos padres la llamaron el día de su cumpleaños en julio. Dijo que se había sentido feliz.
A comienzos de diciembre se sentó fuera y practicó su caligrafía. Las cartas que había enviado a sus padres meses antes, no les llegaron nunca. Ella no tenía las direcciones correctas. Ahora ha comenzado a escribir una libreta de apuntes.
"Quiero un billete, un billete de barco y uno de autobús", garrapatea para el fotógrafo visitante.
¿Adónde quiere ir?
"A ver a mis padres", responde. "Quiero ver a mi mamá y a mi papá. Pienso en ellos todo el tiempo".
De momento, su imagen anterior, más sombría de sus vidas se ha disipado. Ahora quiere unirse a ellos. Quiere emigrar para trabajar.
"Creo que su vida es buena", responde la niña.
"Llevan una vida tranquila".

21 de diciembre de 2004
14 de enero de 2005
©new york times
©traducción mQh

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