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¿tiene fuego?


[Libby Copeland] Un ritual que desaparece en una nube de humo. Washington aprobará prohibición de fumar en lugares públicos.
Washington, Estados Unidos. Seguro, viviremos más tiempo, pero ¿cómo afectará la prohibición el futuro del flirteo?
Si la ciudad aprueba la nueva legislación, no se podrá fumar en bares, y con ello no tendremos una de las excusas que usamos para acercanos a desconocidos, a menos que poseas esa ‘pinta confiable’, que en realidad no cuenta.
Justamente poco antes de esta noche, en el restaurante y bar Rumors, al sur de Dupont Circle...
"Se acerca una chica y dice: ‘¿Puedo sablearte un cigarrillo?’, y era obviamente un pretexto", dice un tipo llamado Jason Ewart, 29. Después de eso, la chica habló un rato con Ewart, con uno de esos clásicos diálogos de Washington, sobre la facultad de leyes.
"¡Hombre!", dice Ewart al otro lado de la mesa. "Tenía que justificarse para poder fumar".
"Estuvo más tiempo del necesario", dice un tercer tipo.
Ewart cuenta la historia de una mujer que conoció hace un tiempo, cuando era soltero. Se acercó a pedirle un cigarrillo y sólo más tarde, cuando estaban intercambiando tarjetas de visita, vio asomar en el bolso de la chica una cajetilla de cigarrillos.
La etiqueta del cigarrillo es cosa antigua, guardada en el tuétano cultural de cuando los hombres llevaban sombreros de verdad y las guapas estrellas de cine con pómulos imposibles daban miradas desafiantes a través de una niebla sin filtro. ¡Qué vestigios de caballerosidad todavía rodean este pequeño y letal objeto: el cigarrillo! ¿Qué otra cosa le podía pedir uno a un completo desconocido? ¿Qué espléndida pretensión puede llevar a un tipo a encender el cigarrillo de una mujer que ya tiene encendedor?
Hablando de esto, Ewart tiene una regla.
"¿Por qué no puedes encender el cigarrillo de otro tipo?", pregunta su amiga Nate Tamarin.
"Simplemente no se hace", dice Ewart.
Hacia 1935, la chica de calendario Betty Grable, llevaba un turbante, y sus cejas tan delgadas como comas con hambre: Tiene un cigarrillo en los labios, sostenido entre dos uñas oscuras. El hombre que está a su lado mira la cerilla encendida que tiene en su mano, mientras ella le mira intensamente a los ojos. Esa mirada era parte del ritual, obviamente; incluso si no era la intención de la mujer, eso era lo que debía hacerse. Él la hacía sentirse como una dama y ella lo hacía sentir hombre. Ahora todo eso parece un montón de tonterías, pero todos conocíamos nuestro papel.
En esos días, los americanos flirteaban débilmente, empapados en alcohol y ansiosos. Pero en esos años teníamos al menos cigarrillos, instrumentos de seducción. ¿Cuántas aventuras amorosas no han comenzado con un hombre ofreciendo una cerilla? Borremos esto. ¿Cuántos aparejamientos ilícitos? ¿Cuántos nombres de pila apuntados en cabinas telefónicas, responsables de sembrar la desconfianza, meses después, cuando eran descubiertos por otros? (Pero ¡no pensaba llamarla!)
Dos rubias en la barra. Ni siquiera miran a los tipos que no fuman, porque ellos -según han concluido después de años de estudio- no son entretenidos. Podemos perdonar el obsceno adjetivo que se usa para describir a esos hombres, pues la rubias han tenido que escapar de varios borrachines. Este es su tercer bar de la noche. Todavía les quedan dos. Fumando, todo el tiempo fumando.
"Así es como conocí a mi novio", dice una de las rubias. "Me ofreció un cigarrillo".
En cualquier bar hay fumadores entregados y fumadores furtivos, cuyos colegas o esposas no lo saben. A veces se llaman a sí mismos fumadores sociales.
"Eso es lo peor del mundo", dice Ewart, que personifica al fumador social, diciendo: "Soy un posero".
Fuman cuando están nerviosos o aburridos -para hacer algo con las manos- y porque es más elegante que pellizcar una servilleta. Fuman porque, para eso, la cerveza y los cigarrillos son igual de perfectos que el café y los buñuelos. Fuman porque es varonil, como llevar gafas de sol, porque es duro, como mostrar rosetones. Fuman porque cada nuevo cigarrillo es una reinvención.
Algunos han dejado hace tiempo de ser fumadores sociales, pero todavía se llaman así porque es temporal y como si fuera una opción, no una adicción, con la que fumar deja de ser sensual.
No es sensual: esa gente fumando en las aceras de los edificios de oficinas. Una mano aprieta el cuello de un abrigo desabotonado. La otra, un cigarrillo. No es una mañeca colgando en la barra de un bar, no hay whisky y penumbras. Pasan los camiones de entregas y hay chicles grises en los contenedores de basura y hace frío, y te preguntas qué diablos los lleva a estar ahí fuera. Cuando vuelven a sus cubículos, dejan atrás un trasnochado y sucio olor.
No es sensual: los fumadores en una fiesta, relegados al patio trasero, donde el telón de fondo de la conversación es una chica vomitando junto al garage.
Los fumadores de Rumors saben todo sobre los fumadores no sensuales, pero no se ven a sí mismos de esa manera. Un afeitado manager observa que él no se ve como fumador hasta que enciende un cigarrillo. Un parroquiano habla despectivamente (entre pitadas) de la clase de gente que mata el tiempo en los aeropuertos en las salas de espera de fumadores. Pobretones, los llama. Signifique lo que signifique.
¿Qué, entonces, si el fumadero desaparece de los bares del distrito este enero?
El ayuntamiento del distrito capital ya aprobó la prohibición y parece contar con suficientes votos como para anular el veto del alcalde, si lo hubiera. ¿Se interrumpirán los ritos de cortejo? ¿Se verá la gente obligada a acercarse a otros con la excusa de prestar algo tan aburrido como un boli?
¿O se convertirán esos clubes de fumadores improvisados en las aceras, eventos sociales en sí mismos, como Ewart y sus amigos dicen que ha ocurrido en Nueva York? Fuera del bar está tranquilo y, francamente, huele mejor, y se nos garantiza que estamos entre gente como nosotros: colegas fumadores.
"La gente de Nueva York no habla cuando estás en un bar", dice Ewart. "Pero cuando estás fuera..."

7 de enero de 2006

©washington post
©traducción mQh

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