salvando reliquias en berlín
[Nicolai Ouroussoff] Arquitectos tratan de salvar los viejos monumentos alemanes de la era comunista.
Berlín, Alemania. Algunos edificios son más difíciles de apreciar que otros. No importa cuántos ciudadanos salten en su defensa, no se pueden desprender de su mala reputación.
Pero no importa cómo se lo juzgue, el Palacio de la República aquí es un caso particularmente difícil. Inaugurado en 1976 como la sede del Parlamento de Alemania del Este, el enorme edificio de acero y concreto, revestido con ventanas de color bronce, se ha convertido en un emblema de una ideología fracasada. El gobierno lo cerró con candado en 1990 poco después de la reunificación de las dos Alemanias, destripo sus interiores hacia el fin de la década y ha estado tratando desde entonces de desmantelar lo que quedaba de él.
Ahora, después de años de retraso, la demolición podría empezar tan pronto como este mes mismo. Sin embargo, en el último año un creciente coro de voces se ha elevado en defensa del edificio. No son viejos y canosos comunistas esperando el retorno de los días de gloria del socialismo. Son activistas de la arquitectura, la mayoría en la treintena y cuarentena, que se niegan a ver el Palacio solamente en términos ideológicos. Menos dogmáticos que sus mayores, han destacado elementos de la belleza del edificio que muchos alemanes -condicionados por décadas de oratoria de la guerra fría- encuentran difícil de ver.
Su causa es más amplia que un solo edificio: es una revuelta contra la censura histórica. Como los preservacionistas luchando por salvar la Colombus Circle 2 de Nueva York o los monumentos históricos del último período soviético en Moscú, están peleando contra los que insisten en poner la historia contra la modernidad, como gente que busca limar las asperezas de las contradicciones históricas a favor de una explicación más simple. Su campo de batalla es el mundo que les dejaron sus padres: los a menudo difamados edificios modernistas de los años sesenta y setenta.
Pocos edificios están tan políticamente cargados como el Palacio. Fue construido sobre la tumba de la Stadtschloss, un palacio barroco que los alemanes del Este demolieron en 1950 después de definirlo como un grotesco símbolo del orgullo nacionalista. Después de la reunificación alemana, los interiores del edificio fueron desmantelados cuando se descubrió que su estructura de acero estaba revestida con el peligroso asbesto. Sus famosas lámparas en forma de estrellas, cientos de ellas, fueron arrancadas brutalmente. Entretanto, había nacido un movimiento para remplazarlo con una nueva versión de lo que se llama comúnmente el Schloss -una cohibida recreación de fachadas históricas con un interior convencional.
Philipp Oswalt, arquitecto de 41 años que ayudó a organizar la campaña para salvar el Palacio, no se hace ilusiones sobre su historia. No ignora los pecados del antiguo gobierno de Alemania del Este. Tratar de reproducir sus habitaciones originales, admite, sería tan falso como tratar de reconstruir el Schloss: una parodia de la historia real.
Pero Oswalt no desecha el Palacio como una vergüenza arquitectónica, como han hecho muchos arquitectos conservadores más viejos. Junto con el parlamento, incluía una sala de conciertos que era, tecnológicamente, una de las más avanzadas de su época; su platea podía ser configurada mecánicamente para ajustarse a diferentes eventos. El deslumbrante vestíbulo del edificio, rodeado de varias hileras de restaurantes, fue una vez considerado el centro de la vida social de Berlín del Este. Con sus innumerables lámparas colgando del cielo raso, era tan opulento como el Centro Lincoln, un complejo cultural que también es considerado por algunos estetas como de mal gusto. Y muchos recuerdan haber bailado alguna noche en su discoteca subterránea.
Cuando te deshaces de tus prejuicios, el edificio se aprecia mejor como una obra de arquitectura. El Palacio se ve feo cuando se lo aproxima desde el poniente, a lo largo de Unter der Linden. Perpendicular a la calle, su pesada forma es una ducha de agua fría junto a los imponentes monumentos del siglo 19 al otro lado de la calle, incluyendo el Viejo Museo de Karl Friedich Schinkel, cuya fachada de clásicas proporciones es uno de los grandes logros de la arquitectura alemana. La fachada comparativamente uniforme del Palacio es mucho menos elegante. Y, lamentablemente, la mayoría de sus ventanas de bronce están agrietadas y cubiertas de polvo. (La última vez que lo visité, había frente a la fachada principal del Palacio una destartalada noria -parte de una ordinaria kermes navideña-, que empeoraba la sensación de indignidad).
Sin embargo, muchos de los problemas del Palacio podrían ser resueltos repensando el área yerma justo hacia el poniente, donde un nuevo edificio diseñado sensiblemente podría empezar a soldar al Palacio y sus vecinos decimonónicos en una composición urbana coherente. Y el Palacio tiene una relación harmoniosa con las estructuras de los años sesenta y setenta hacia el este. Visto desde la base de la elevada torre de televisión de 1969, por ejemplo, su fachada de cristales reflectantes es un sereno telón de fondo para la vacuidad de la Plaza Marx-Engels. La uniforme franja de edificios de la era comunista que enmarca el lado norte de la plaza le da al área un inesperada unidad.
De hecho, la relación del Palacio con su contexto evoca la de la Biblioteca Estatal de Hans Scharoun, de 1979, un reconocido monumento que es de muchos modos la contraparte occidental del Palacio. Ambos fueron construidos en los momentos más álgidos de la guerra fría como los supuestos emblemas de los valores progresistas del gobierno. Tal como el Palacio da su espalda a la ciudad del siglo 19, la biblioteca de Scharoun da la suya a la Postdamer Platz, la antigua zona de la muerte que separaba al Este del Oeste después de la guerra, ahora el sitio de un conjunto de nuevas torres comerciales.
Y luego está el interior del Palacio, que es mucho más probable que despierte el interés de algún joven arquitecto que las fachadas. Dividido en tres áreas distintas, con el parlamento y la sala de conciertos flanqueando el vestíbulo principal, el interior ha sido reducido a una rejilla de oxidadas vigas de acero. Aún así, muchas de estas áreas conservan su carácter original. Para los neoyorquinos, la enorme escalera del vestíbulo, rodeado de hileras de balcones, puede evocar el gran vestíbulo del Museo Metropolitano de Arte. Y aquí y allá, todavía puedes imaginar la lustrosa luz que se filtraba a través de las ventanas de bronce en las hileras de corredores que rodean el edificio.
Incrustados en su estructura de acero, los tres espacios adyacentes evocan una inmensa colmena rebosante de actividades urbanas.
Ese dinamismo llevó a Oswalt y otros a comparar el Palacio con un antiguo favorito de la vanguardia arquitectónica: el Palacio Lúdico de Cedric Price, de 1961, para el Londres del Este. Un diseño teórico que no fue construido nunca, el Palacio de Price fue concebido como una gama constantemente variable de actividades culturales enganchadas en una gigantesca estructura de acero. Sin paredes, pisos ni techo, descansaba en un elaborado sistema de mecanismos que debían permitir que el público se moviera libremente a través del espacio. Los ‘salones’ al aire libre serían enmarcados por gigantescas pantallas de proyección de videos y cortinas de aire caliente.
El hueco casco del Palacio de la República también trae a la memoria proyectos más recientes, como el Congrexpo de 1994 de Rem Koolhaas, un salón de exposiciones y congresos en Lille, Francia, que fue proyectado como una colección de fragmentos urbanos envueltos en una estructura gigantesca con la forma de una cáscara de huevo.
Lo que estos proyectos comparten es la resolución de empaquetar la caótica intensidad de una ciudad en un solo edificio. Y ese es el espíritu en el que muchos jóvenes arquitectos de hoy esperan inspirarse para revivir el Palacio. Inclusive en su estado de decadencia, exuda un espíritu que de momento ha escapado a la gente que está enceguecida por prejuicios anti-modernistas y temerosa de todo lo que surgió en el Este comunista después de la guerra.
La división entre esas fuerzas también conoce una lectura edípica. Como la mayoría de nosotros, muchos alemanes se sienten más cómodos con el pasado distante, sin importar su carga. En los últimos años, por ejemplo, Berlín ha renovado graciosamente muchos de los monumentos históricos de la época nazi, como el Estadio Olímpico de 1936, de Werner March, un edificio cuyas rígidas formas geométricas fueron la escueta expresión del conformismo nazi. (Será la seda del Campeonato Mundial de Fútbol de 2006).
En comparación, la generación que construyó el Palacio está todavía viva. Para muchos alemanes, eso quiere decir sus padres. Para mucha gente, el tema puede tener una carga psicológica demasiado pesada como para poder juzgar racionalmente. Se podría ver el resentimiento contra el Palacio como una forma de parricidio, el inevitable rompimiento del sagrado vínculo entre padre e hijo.
A fines de los años setenta, el analista Hans Loewald dijo que este rompimiento no es nunca completo; cuando se lo reprime, sólo tiende a resurgir bajo otras formas. Los jóvenes arquitectos más considerados activos hoy, parecen haber entendido el mensaje. Son más tolerantes de las contradicciones del pasado, y más interesados en hacer las paces con su propia historia. Reconocen que los edificios cargados de significados emocionales a menudo necesitan protección, y que plantean las preguntas más interesantes sobre cómo damos forma a la historia arquitectónica.
De hecho, el futuro más promisorio para el Palacio puede ser aprovechar su estructura como marco para nuevas ideas. A este respecto, el diseño de Price ofrece una guía. Yo también imagino una comisión en la que cada área de las tres zonas sea re-diseñada por un arquitecto diferente. Dado que el gobierno alemán no ha invitado nunca a arquitectos a estudiar seriamente futuros alternativos para el edificio, todavía no sabemos qué será posible.
¿Cuántos sitios presentan una oportunidad tan rica para investigar cómo una sociedad puede avanzar sin cercenar las partes más sensibles de su historia?
A este respecto, el apoyo del gobierno a un castillo de mal gusto debe ser considerado como la peor clase de crimen arquitectónico: un acto de parricidio cultural que anula la posibilidad de redención.
Pero no importa cómo se lo juzgue, el Palacio de la República aquí es un caso particularmente difícil. Inaugurado en 1976 como la sede del Parlamento de Alemania del Este, el enorme edificio de acero y concreto, revestido con ventanas de color bronce, se ha convertido en un emblema de una ideología fracasada. El gobierno lo cerró con candado en 1990 poco después de la reunificación de las dos Alemanias, destripo sus interiores hacia el fin de la década y ha estado tratando desde entonces de desmantelar lo que quedaba de él.
Ahora, después de años de retraso, la demolición podría empezar tan pronto como este mes mismo. Sin embargo, en el último año un creciente coro de voces se ha elevado en defensa del edificio. No son viejos y canosos comunistas esperando el retorno de los días de gloria del socialismo. Son activistas de la arquitectura, la mayoría en la treintena y cuarentena, que se niegan a ver el Palacio solamente en términos ideológicos. Menos dogmáticos que sus mayores, han destacado elementos de la belleza del edificio que muchos alemanes -condicionados por décadas de oratoria de la guerra fría- encuentran difícil de ver.
Su causa es más amplia que un solo edificio: es una revuelta contra la censura histórica. Como los preservacionistas luchando por salvar la Colombus Circle 2 de Nueva York o los monumentos históricos del último período soviético en Moscú, están peleando contra los que insisten en poner la historia contra la modernidad, como gente que busca limar las asperezas de las contradicciones históricas a favor de una explicación más simple. Su campo de batalla es el mundo que les dejaron sus padres: los a menudo difamados edificios modernistas de los años sesenta y setenta.
Pocos edificios están tan políticamente cargados como el Palacio. Fue construido sobre la tumba de la Stadtschloss, un palacio barroco que los alemanes del Este demolieron en 1950 después de definirlo como un grotesco símbolo del orgullo nacionalista. Después de la reunificación alemana, los interiores del edificio fueron desmantelados cuando se descubrió que su estructura de acero estaba revestida con el peligroso asbesto. Sus famosas lámparas en forma de estrellas, cientos de ellas, fueron arrancadas brutalmente. Entretanto, había nacido un movimiento para remplazarlo con una nueva versión de lo que se llama comúnmente el Schloss -una cohibida recreación de fachadas históricas con un interior convencional.
Philipp Oswalt, arquitecto de 41 años que ayudó a organizar la campaña para salvar el Palacio, no se hace ilusiones sobre su historia. No ignora los pecados del antiguo gobierno de Alemania del Este. Tratar de reproducir sus habitaciones originales, admite, sería tan falso como tratar de reconstruir el Schloss: una parodia de la historia real.
Pero Oswalt no desecha el Palacio como una vergüenza arquitectónica, como han hecho muchos arquitectos conservadores más viejos. Junto con el parlamento, incluía una sala de conciertos que era, tecnológicamente, una de las más avanzadas de su época; su platea podía ser configurada mecánicamente para ajustarse a diferentes eventos. El deslumbrante vestíbulo del edificio, rodeado de varias hileras de restaurantes, fue una vez considerado el centro de la vida social de Berlín del Este. Con sus innumerables lámparas colgando del cielo raso, era tan opulento como el Centro Lincoln, un complejo cultural que también es considerado por algunos estetas como de mal gusto. Y muchos recuerdan haber bailado alguna noche en su discoteca subterránea.
Cuando te deshaces de tus prejuicios, el edificio se aprecia mejor como una obra de arquitectura. El Palacio se ve feo cuando se lo aproxima desde el poniente, a lo largo de Unter der Linden. Perpendicular a la calle, su pesada forma es una ducha de agua fría junto a los imponentes monumentos del siglo 19 al otro lado de la calle, incluyendo el Viejo Museo de Karl Friedich Schinkel, cuya fachada de clásicas proporciones es uno de los grandes logros de la arquitectura alemana. La fachada comparativamente uniforme del Palacio es mucho menos elegante. Y, lamentablemente, la mayoría de sus ventanas de bronce están agrietadas y cubiertas de polvo. (La última vez que lo visité, había frente a la fachada principal del Palacio una destartalada noria -parte de una ordinaria kermes navideña-, que empeoraba la sensación de indignidad).
Sin embargo, muchos de los problemas del Palacio podrían ser resueltos repensando el área yerma justo hacia el poniente, donde un nuevo edificio diseñado sensiblemente podría empezar a soldar al Palacio y sus vecinos decimonónicos en una composición urbana coherente. Y el Palacio tiene una relación harmoniosa con las estructuras de los años sesenta y setenta hacia el este. Visto desde la base de la elevada torre de televisión de 1969, por ejemplo, su fachada de cristales reflectantes es un sereno telón de fondo para la vacuidad de la Plaza Marx-Engels. La uniforme franja de edificios de la era comunista que enmarca el lado norte de la plaza le da al área un inesperada unidad.
De hecho, la relación del Palacio con su contexto evoca la de la Biblioteca Estatal de Hans Scharoun, de 1979, un reconocido monumento que es de muchos modos la contraparte occidental del Palacio. Ambos fueron construidos en los momentos más álgidos de la guerra fría como los supuestos emblemas de los valores progresistas del gobierno. Tal como el Palacio da su espalda a la ciudad del siglo 19, la biblioteca de Scharoun da la suya a la Postdamer Platz, la antigua zona de la muerte que separaba al Este del Oeste después de la guerra, ahora el sitio de un conjunto de nuevas torres comerciales.
Y luego está el interior del Palacio, que es mucho más probable que despierte el interés de algún joven arquitecto que las fachadas. Dividido en tres áreas distintas, con el parlamento y la sala de conciertos flanqueando el vestíbulo principal, el interior ha sido reducido a una rejilla de oxidadas vigas de acero. Aún así, muchas de estas áreas conservan su carácter original. Para los neoyorquinos, la enorme escalera del vestíbulo, rodeado de hileras de balcones, puede evocar el gran vestíbulo del Museo Metropolitano de Arte. Y aquí y allá, todavía puedes imaginar la lustrosa luz que se filtraba a través de las ventanas de bronce en las hileras de corredores que rodean el edificio.
Incrustados en su estructura de acero, los tres espacios adyacentes evocan una inmensa colmena rebosante de actividades urbanas.
Ese dinamismo llevó a Oswalt y otros a comparar el Palacio con un antiguo favorito de la vanguardia arquitectónica: el Palacio Lúdico de Cedric Price, de 1961, para el Londres del Este. Un diseño teórico que no fue construido nunca, el Palacio de Price fue concebido como una gama constantemente variable de actividades culturales enganchadas en una gigantesca estructura de acero. Sin paredes, pisos ni techo, descansaba en un elaborado sistema de mecanismos que debían permitir que el público se moviera libremente a través del espacio. Los ‘salones’ al aire libre serían enmarcados por gigantescas pantallas de proyección de videos y cortinas de aire caliente.
El hueco casco del Palacio de la República también trae a la memoria proyectos más recientes, como el Congrexpo de 1994 de Rem Koolhaas, un salón de exposiciones y congresos en Lille, Francia, que fue proyectado como una colección de fragmentos urbanos envueltos en una estructura gigantesca con la forma de una cáscara de huevo.
Lo que estos proyectos comparten es la resolución de empaquetar la caótica intensidad de una ciudad en un solo edificio. Y ese es el espíritu en el que muchos jóvenes arquitectos de hoy esperan inspirarse para revivir el Palacio. Inclusive en su estado de decadencia, exuda un espíritu que de momento ha escapado a la gente que está enceguecida por prejuicios anti-modernistas y temerosa de todo lo que surgió en el Este comunista después de la guerra.
La división entre esas fuerzas también conoce una lectura edípica. Como la mayoría de nosotros, muchos alemanes se sienten más cómodos con el pasado distante, sin importar su carga. En los últimos años, por ejemplo, Berlín ha renovado graciosamente muchos de los monumentos históricos de la época nazi, como el Estadio Olímpico de 1936, de Werner March, un edificio cuyas rígidas formas geométricas fueron la escueta expresión del conformismo nazi. (Será la seda del Campeonato Mundial de Fútbol de 2006).
En comparación, la generación que construyó el Palacio está todavía viva. Para muchos alemanes, eso quiere decir sus padres. Para mucha gente, el tema puede tener una carga psicológica demasiado pesada como para poder juzgar racionalmente. Se podría ver el resentimiento contra el Palacio como una forma de parricidio, el inevitable rompimiento del sagrado vínculo entre padre e hijo.
A fines de los años setenta, el analista Hans Loewald dijo que este rompimiento no es nunca completo; cuando se lo reprime, sólo tiende a resurgir bajo otras formas. Los jóvenes arquitectos más considerados activos hoy, parecen haber entendido el mensaje. Son más tolerantes de las contradicciones del pasado, y más interesados en hacer las paces con su propia historia. Reconocen que los edificios cargados de significados emocionales a menudo necesitan protección, y que plantean las preguntas más interesantes sobre cómo damos forma a la historia arquitectónica.
De hecho, el futuro más promisorio para el Palacio puede ser aprovechar su estructura como marco para nuevas ideas. A este respecto, el diseño de Price ofrece una guía. Yo también imagino una comisión en la que cada área de las tres zonas sea re-diseñada por un arquitecto diferente. Dado que el gobierno alemán no ha invitado nunca a arquitectos a estudiar seriamente futuros alternativos para el edificio, todavía no sabemos qué será posible.
¿Cuántos sitios presentan una oportunidad tan rica para investigar cómo una sociedad puede avanzar sin cercenar las partes más sensibles de su historia?
A este respecto, el apoyo del gobierno a un castillo de mal gusto debe ser considerado como la peor clase de crimen arquitectónico: un acto de parricidio cultural que anula la posibilidad de redención.
9 de enero de 2006
©new york times
©traducción mQh
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