el iraq del procónsul bremer
[Michiko Kakutani] En la pesadilla iraquí.
Cuando el embajador L. Paul Bremer III llegó a Bagdad en mayo de 2003 como el procónsul estadounidense en Iraq, asumió el cargo en el extranjero más importante ocupado por algún estadounidense desde el general Douglas MacArthur en Japón. Aunque cuando fue nombrado por el presidente Bush sabía poco sobre Iraq, Bremer se convirtió, como escribe en su nueva y reveladora memoria, "la única figura de autoridad absoluta -aparte del dictador Saddan Hussein- que la mayoría de los iraquíes conocían". Su mandato era tan amplio como sus poderes: supervisar la reconstrucción de todo un país, desde sus instituciones políticas hasta su maquinaria económica y su infraestructura de seguridad.
Cuando Bremer partió 14 meses más tarde, tras traspasar su autoridad a un gobierno interino, muchos críticos -en Washington, en las fuerzas armadas y en la prensa- fueron mordaces en su evaluación de su actuación. La resistencia había florecido, la violencia y las bajas estaban aumentando, y las esperanzas de un Iraq democrático rápidamente estabilizado se estaban desvaneciendo. Bremer fue acusado de permitir que la situación de violencia se deteriorase. En particular, se lo acusaba de desbandar el viejo ejército iraquí, una medida que muchos detractores dijeron que había contribuido al vacío de seguridad y puso a varios cientos de miles de iraquíes armados en las calles, sin trabajo y sin salario, como ha argumentado George Packer, escritor del New Yorker. Bremer fue también acusado de emitir una orden que excluía a miles de funcionarios del Partido Baaz de sus puestos en la administración, privándose con ello de administradores iraquíes con experiencia.
‘My Year in Iraq’, una amalgama de cuentos y sinceridad, es parcialmente una explicación (o racionalización) de las medidas que tomó Bremer como el hombre de Estados Unidos en Bagdad, parcialmente un intento de entregar una advertencia ("Se los dije") a sus colegas en el gobierno, y parcialmente un intento de dispersar (o reasignar) la responsabilidad (o culpa), identificando a quiénes en la Casa Blanca, el Pentágono o el Departamento de Estado autorizaron o tomaron decisiones críticas hechas durante su mandato.
Bremer trata algunos temas, como el de las torturas a los prisioneros en Abu Ghraib, de una manera extremadamente superficial, mientras explica otras, como el debate sobre el calendario para la devolución de la soberanía, en considerable detalle, y desecha arrogantemente el Proyecto Futuro de Iraq del Departamento de Estado, el que según muchos críticos, fue dejado de lado debido a las tensiones con el Pentágono, por no ofrecer un plan práctico para el Iraq de posguerra.
Mientras el libro rebosa de argumentos conocidos del gobierno sobre la importancia de deponer a Hussein, hace un retrato inquietante de la conducción de la ocupación por el gobierno. Es un retrato que en muchos respectos ratifica lo que los críticos de la guerra y de la posguerra han dicho todo el rato: que no habían suficientes tropas norteamericanas para proporcionar seguridad y contener la creciente resistencia; que, como dijo Bremer al vice-presidente Dick Cheney en el otoño de 2003, Estados Unidos no tenía una "estrategia para la victoria" viable en la posguerra; y que, como dijo a Condoleezza Rice en mayo de 2004, Estados Unidos se había convertido "en lo peor de todo: un ocupante ineficaz".
Al mismo tiempo, ‘My Year in Iraq’ sugiere que el proceso de toma de decisiones dentro del gobierno fue frecuentemente caótico y contraproducente, llevando, por ejemplo, a la dilación en cuanto al agitador y clérigo chií Moqtada al-Sáder, en lugar de tomar medidas decisivas contra él (como Bremer había pedido) antes de que su militante movimiento se descontrolara.
El libro subraya el grado en que ciertas ideas fijas de miembros del gobierno entorpecieron la planificación de posguerra, tales como la noción de que Estados Unidos podía "entregar rápidamente toda la autoridad a un grupo de selectos exiliados iraquíes", como Ahmad Chalabi, aunque, señala Bremer, esos exiliados carecían de credibilidad para amplios sectores de la población.
Y finalmente el libro destaca la gran brecha entre la realidad en el terreno en Iraq y las ilusiones y la mala inteligencia que conformaba el pensamiento conservador del gobierno. Afirmaciones, por ejemplo, de que las exportaciones de petróleo pagarían la reconstrucción del país, cuando, de hecho, el sabotaje de los oleoductos y la decrépita infraestructura industrial significaban enormes gastos simplemente para mantener funcionando la industria del petróleo iraquí. Y subestimación de los rebeldes como meros "bolsones de perdedores", cuando, de hecho, Bremer dice que leyó en el verano de 2003 un documento de los servicios de inteligencia antes de la invasión que mencionaba la estrategia de una resistencia organizada para que sería iniciada cuando y si colapsaba el régimen de Saddam.
La escasez estadounidense de inteligencia práctica sobre "la naturaleza del enemigo" se derivaba en parte, dice Bremer, de las prioridades de Washington fijadas por la estación de Bagdad de la CIA -"localizar las armas de destrucción masiva y capturar a los fugitivos baazistas de alto nivel dados a conocer notoriamente por la baraja de cartas de la lista de Buscados del Comando Central", en lugar de concentrarse en "los tipos que están volando Humvees y matando a nuestros soldados". La situación fue exacerbada por el hecho de que la Autoridad Provisional de la Coalición estaba crónicamente con falta de personal: en julio de 2003, observa Bremer, no había llegado ninguna de las 250 personas que había solicitado semanas antes, y "el papeleo en Washington retrasaría los fondos de construcción y el personal por casi un año".
Aunque Bremer no pidió públicamente más tropas americanas mientras estuvo en Iraq, dijo en el otoño de 2004, antes de la elección presidencial, que los niveles de las tropas inadecuados habían obstaculizado la ocupación al permitir antes el saqueo general para crear "una atmósfera de caos". En este libro, Bremer enfatiza mucho más convincentemente su creencia, durante su mandato en Iraq, de que se necesitaban más tropas para proporcionar seguridad al país y su temor a que el Pentágono -adhiriendo a la teoría del ministro de Defensa, Donald H. Rumsfeld de modernizar las fuerzas armadas- estuviera ansioso de "remplazar a las tropas estadounidenses con una policía iraquí no preparada", con agentes que habían sido sometidos a toda prisa "a cursos de adiestramiento truncados".
Bremer menciona un memorándum de septiembre de 2003 en el que Rumsfeld declaraba que "nuestro objetivo será incrementar las cifras iraquíes, tratar de obtener fuerzas internacionales adicionales" y "reducir el papel de Estados Unidos". Y escribe que Colin L. Powell dijo que esta visión estaba relacionada con preocupaciones de que el presidente tuviera que movilizar más unidades de la Guardia Nacional, incluyendo algunas de estados cruciales en un año de elecciones.
Rumsfeld parece haber ignorado las súplicas de Bremer. Antes de partir hacia Iraq en mayo de 2003, Bremer envió al ministro de Defensa una copia de un informe de la RAND que calculaba que se necesitarían 500 mil hombres para estabilizar el Iraq de posguerra -más de tres veces más que las cifras mostradas entonces. "Creo que deberías considerar esto", escribió Bremer en la cubierta del memorándum. Dice que Rumsfeld nunca se comunicó con él sobre el asunto.
Lo mismo pasó un año después, cuenta Bremer, cuando envió a Rumsfeld un mensaje observando "que el deterioro de la situación de seguridad desde abril deja en claro, al menos para mí, que estamos tratando de cubrir demasiados frentes con muy pocos recursos". Recomendó que el Pentágono "considere si la coalición debe desplegar uno o dos divisiones adicionales durante el año". Nuevamente, dice, nunca volvió a oír de Rumsfeld.
En cuanto al presidente Bush, Bremer dice que habló con él sobre el informe de la RAND en mayo de 2003 y tocó el problema de los niveles de tropas nuevamente al mes siguiente en una video-conferencia con el Consejo de Seguridad Nacional, presidido por Bush.
Sobre el polémico asunto de desbandar al ejército iraquí, Bremer argumenta, como lo hace en entrevistas, que "el antiguo ejército había desaparecido hace tiempo" para cuando él llegó a Iraq: "cuando los reclutas iraquíes vieron el curso que tomaba la guerra en 2003, simplemente desertaron y volvieron a sus casas y granjas". La decisión de disolver formalmente el ejército de Hussein, contiende Bremer, tenía por objetivo "demostrar al pueblo iraquí" que Estados Unidos había destruido "las bases del régimen de Saddam". Esa decisión, agrega Bremer, no fue solamente suya, sino que tomada en consultas con el vice-ministro de Defensa, Paul Wolfowitz y el subsecretario de Defensa, Douglas Feith, y fue autorizada por Rumsfeld.
La exclusión de los antiguos baazistas de funciones de la administración fue más complicada. Bremer escribe que incluso antes de que él llegara a Bagdad, Feith le mostró el borrador de un decreto sobre la "debaazificación de la sociedad iraquí" y dijo que estaba pensando en hacer que el predecesor de Bremer en Bagdad, Jay Garner, emitiera la orden antes de su nombramiento.
Pero convencieron a Feith de que dejara que la orden la decretara Bremer mismo, cuando llegara a Bagdad. Su implementación, escribe Bremer, fue dejada en gran parte en manos de iraquíes del Consejo de Gobierno, como Chalabi, que era cercano a Feith y otros neo-conservadores en el Pentágono. "Nuestra política de debaazificación se atacaba solamente al uno por ciento superior de los miembros del partido", escribe, "pero bajo la dirección de Chalabi, el Consejo para la Debaazificación iraquí amplió la medida, por ejemplo, privando a miles de maestros de sus trabajos". Retrospectivamente, agrega Bremer, se había "equivocado en dejar en manos de un organismo político como el Consejo de Gobierno la responsabilidad de supervisar la política de debaazificación".
En un punto, hablando sobre el Consejo de Gobierno iraquí, Bremer dijo a Wolfowitz: "Esa gente ni siquiera puede organizar una parada; muchos menos podrán dirigir un país".
Como este libro deja en claro, las agendas secretas y no tan secretas de funcionarios de Washington y exiliados como Chalabi, junto con los conflictivos intereses de varios representantes chiíes, sunníes y kurdos, convirtieron muchas de las 18 horas diarias de Bremer en maratones de frustrantes resoluciones de conflictos. Junto con las exigencias diarias de supervisar un país que amenazaba con deslizarse en el caos y los exasperantes problemas burocráticos a la hora de poner en marcha los planes más sencillos, le dan un significado enteramente nuevo al concepto "manejo de crisis" y dan al lector una razonable impresión de las asombrosas dificultades de la situación en Iraq.
Cuando Bremer partió 14 meses más tarde, tras traspasar su autoridad a un gobierno interino, muchos críticos -en Washington, en las fuerzas armadas y en la prensa- fueron mordaces en su evaluación de su actuación. La resistencia había florecido, la violencia y las bajas estaban aumentando, y las esperanzas de un Iraq democrático rápidamente estabilizado se estaban desvaneciendo. Bremer fue acusado de permitir que la situación de violencia se deteriorase. En particular, se lo acusaba de desbandar el viejo ejército iraquí, una medida que muchos detractores dijeron que había contribuido al vacío de seguridad y puso a varios cientos de miles de iraquíes armados en las calles, sin trabajo y sin salario, como ha argumentado George Packer, escritor del New Yorker. Bremer fue también acusado de emitir una orden que excluía a miles de funcionarios del Partido Baaz de sus puestos en la administración, privándose con ello de administradores iraquíes con experiencia.
‘My Year in Iraq’, una amalgama de cuentos y sinceridad, es parcialmente una explicación (o racionalización) de las medidas que tomó Bremer como el hombre de Estados Unidos en Bagdad, parcialmente un intento de entregar una advertencia ("Se los dije") a sus colegas en el gobierno, y parcialmente un intento de dispersar (o reasignar) la responsabilidad (o culpa), identificando a quiénes en la Casa Blanca, el Pentágono o el Departamento de Estado autorizaron o tomaron decisiones críticas hechas durante su mandato.
Bremer trata algunos temas, como el de las torturas a los prisioneros en Abu Ghraib, de una manera extremadamente superficial, mientras explica otras, como el debate sobre el calendario para la devolución de la soberanía, en considerable detalle, y desecha arrogantemente el Proyecto Futuro de Iraq del Departamento de Estado, el que según muchos críticos, fue dejado de lado debido a las tensiones con el Pentágono, por no ofrecer un plan práctico para el Iraq de posguerra.
Mientras el libro rebosa de argumentos conocidos del gobierno sobre la importancia de deponer a Hussein, hace un retrato inquietante de la conducción de la ocupación por el gobierno. Es un retrato que en muchos respectos ratifica lo que los críticos de la guerra y de la posguerra han dicho todo el rato: que no habían suficientes tropas norteamericanas para proporcionar seguridad y contener la creciente resistencia; que, como dijo Bremer al vice-presidente Dick Cheney en el otoño de 2003, Estados Unidos no tenía una "estrategia para la victoria" viable en la posguerra; y que, como dijo a Condoleezza Rice en mayo de 2004, Estados Unidos se había convertido "en lo peor de todo: un ocupante ineficaz".
Al mismo tiempo, ‘My Year in Iraq’ sugiere que el proceso de toma de decisiones dentro del gobierno fue frecuentemente caótico y contraproducente, llevando, por ejemplo, a la dilación en cuanto al agitador y clérigo chií Moqtada al-Sáder, en lugar de tomar medidas decisivas contra él (como Bremer había pedido) antes de que su militante movimiento se descontrolara.
El libro subraya el grado en que ciertas ideas fijas de miembros del gobierno entorpecieron la planificación de posguerra, tales como la noción de que Estados Unidos podía "entregar rápidamente toda la autoridad a un grupo de selectos exiliados iraquíes", como Ahmad Chalabi, aunque, señala Bremer, esos exiliados carecían de credibilidad para amplios sectores de la población.
Y finalmente el libro destaca la gran brecha entre la realidad en el terreno en Iraq y las ilusiones y la mala inteligencia que conformaba el pensamiento conservador del gobierno. Afirmaciones, por ejemplo, de que las exportaciones de petróleo pagarían la reconstrucción del país, cuando, de hecho, el sabotaje de los oleoductos y la decrépita infraestructura industrial significaban enormes gastos simplemente para mantener funcionando la industria del petróleo iraquí. Y subestimación de los rebeldes como meros "bolsones de perdedores", cuando, de hecho, Bremer dice que leyó en el verano de 2003 un documento de los servicios de inteligencia antes de la invasión que mencionaba la estrategia de una resistencia organizada para que sería iniciada cuando y si colapsaba el régimen de Saddam.
La escasez estadounidense de inteligencia práctica sobre "la naturaleza del enemigo" se derivaba en parte, dice Bremer, de las prioridades de Washington fijadas por la estación de Bagdad de la CIA -"localizar las armas de destrucción masiva y capturar a los fugitivos baazistas de alto nivel dados a conocer notoriamente por la baraja de cartas de la lista de Buscados del Comando Central", en lugar de concentrarse en "los tipos que están volando Humvees y matando a nuestros soldados". La situación fue exacerbada por el hecho de que la Autoridad Provisional de la Coalición estaba crónicamente con falta de personal: en julio de 2003, observa Bremer, no había llegado ninguna de las 250 personas que había solicitado semanas antes, y "el papeleo en Washington retrasaría los fondos de construcción y el personal por casi un año".
Aunque Bremer no pidió públicamente más tropas americanas mientras estuvo en Iraq, dijo en el otoño de 2004, antes de la elección presidencial, que los niveles de las tropas inadecuados habían obstaculizado la ocupación al permitir antes el saqueo general para crear "una atmósfera de caos". En este libro, Bremer enfatiza mucho más convincentemente su creencia, durante su mandato en Iraq, de que se necesitaban más tropas para proporcionar seguridad al país y su temor a que el Pentágono -adhiriendo a la teoría del ministro de Defensa, Donald H. Rumsfeld de modernizar las fuerzas armadas- estuviera ansioso de "remplazar a las tropas estadounidenses con una policía iraquí no preparada", con agentes que habían sido sometidos a toda prisa "a cursos de adiestramiento truncados".
Bremer menciona un memorándum de septiembre de 2003 en el que Rumsfeld declaraba que "nuestro objetivo será incrementar las cifras iraquíes, tratar de obtener fuerzas internacionales adicionales" y "reducir el papel de Estados Unidos". Y escribe que Colin L. Powell dijo que esta visión estaba relacionada con preocupaciones de que el presidente tuviera que movilizar más unidades de la Guardia Nacional, incluyendo algunas de estados cruciales en un año de elecciones.
Rumsfeld parece haber ignorado las súplicas de Bremer. Antes de partir hacia Iraq en mayo de 2003, Bremer envió al ministro de Defensa una copia de un informe de la RAND que calculaba que se necesitarían 500 mil hombres para estabilizar el Iraq de posguerra -más de tres veces más que las cifras mostradas entonces. "Creo que deberías considerar esto", escribió Bremer en la cubierta del memorándum. Dice que Rumsfeld nunca se comunicó con él sobre el asunto.
Lo mismo pasó un año después, cuenta Bremer, cuando envió a Rumsfeld un mensaje observando "que el deterioro de la situación de seguridad desde abril deja en claro, al menos para mí, que estamos tratando de cubrir demasiados frentes con muy pocos recursos". Recomendó que el Pentágono "considere si la coalición debe desplegar uno o dos divisiones adicionales durante el año". Nuevamente, dice, nunca volvió a oír de Rumsfeld.
En cuanto al presidente Bush, Bremer dice que habló con él sobre el informe de la RAND en mayo de 2003 y tocó el problema de los niveles de tropas nuevamente al mes siguiente en una video-conferencia con el Consejo de Seguridad Nacional, presidido por Bush.
Sobre el polémico asunto de desbandar al ejército iraquí, Bremer argumenta, como lo hace en entrevistas, que "el antiguo ejército había desaparecido hace tiempo" para cuando él llegó a Iraq: "cuando los reclutas iraquíes vieron el curso que tomaba la guerra en 2003, simplemente desertaron y volvieron a sus casas y granjas". La decisión de disolver formalmente el ejército de Hussein, contiende Bremer, tenía por objetivo "demostrar al pueblo iraquí" que Estados Unidos había destruido "las bases del régimen de Saddam". Esa decisión, agrega Bremer, no fue solamente suya, sino que tomada en consultas con el vice-ministro de Defensa, Paul Wolfowitz y el subsecretario de Defensa, Douglas Feith, y fue autorizada por Rumsfeld.
La exclusión de los antiguos baazistas de funciones de la administración fue más complicada. Bremer escribe que incluso antes de que él llegara a Bagdad, Feith le mostró el borrador de un decreto sobre la "debaazificación de la sociedad iraquí" y dijo que estaba pensando en hacer que el predecesor de Bremer en Bagdad, Jay Garner, emitiera la orden antes de su nombramiento.
Pero convencieron a Feith de que dejara que la orden la decretara Bremer mismo, cuando llegara a Bagdad. Su implementación, escribe Bremer, fue dejada en gran parte en manos de iraquíes del Consejo de Gobierno, como Chalabi, que era cercano a Feith y otros neo-conservadores en el Pentágono. "Nuestra política de debaazificación se atacaba solamente al uno por ciento superior de los miembros del partido", escribe, "pero bajo la dirección de Chalabi, el Consejo para la Debaazificación iraquí amplió la medida, por ejemplo, privando a miles de maestros de sus trabajos". Retrospectivamente, agrega Bremer, se había "equivocado en dejar en manos de un organismo político como el Consejo de Gobierno la responsabilidad de supervisar la política de debaazificación".
En un punto, hablando sobre el Consejo de Gobierno iraquí, Bremer dijo a Wolfowitz: "Esa gente ni siquiera puede organizar una parada; muchos menos podrán dirigir un país".
Como este libro deja en claro, las agendas secretas y no tan secretas de funcionarios de Washington y exiliados como Chalabi, junto con los conflictivos intereses de varios representantes chiíes, sunníes y kurdos, convirtieron muchas de las 18 horas diarias de Bremer en maratones de frustrantes resoluciones de conflictos. Junto con las exigencias diarias de supervisar un país que amenazaba con deslizarse en el caos y los exasperantes problemas burocráticos a la hora de poner en marcha los planes más sencillos, le dan un significado enteramente nuevo al concepto "manejo de crisis" y dan al lector una razonable impresión de las asombrosas dificultades de la situación en Iraq.
Libro reseñado:
My Year In Iraq. The Struggle to Build a Future of Hope
L. Paul Bremer III with Malcolm McConnell
Ilustrado
417 páginas
Simon & Schuster
$27
12 de enero de 2006
©new york times
©traducción mQh
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