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arrogancia del poder


[David Ignatius] El gobierno hace lo que quiere; viola las leyes y la constitución, y nadie se lo impide.
Existe una tentación que se filtra en las almas de los políticos más correctos y los lleva a torcer las reglas, y finalmente la verdad, para que se ajusten a las necesidades políticas del momento. Esa arrogancia del poder la está exhibiendo el gobierno de Bush.
El ejemplo más vívido es el largo retraso en informar al país de que el vice-presidente Cheney había herido accidentalmente a un hombre el sábado pasado mientras cazaba en Texas. Para una Casa Blanca que nos informa sobre los más pequeños chichones y arañazos que sufre el presidente y el vice-presidente, la demora es inexplicable. Pero asumamos lo obvio: Fue un intento de retrasar y quizás suprimir la noticia embarazosa. Nunca sabremos si el despacho del vice-presidente habría anunciado el accidente si la anfitriona de la partida de caza, Katharine Armstrong no hubiese decidido por su propia cuenta informar, el domingo por la mañana, a su diario local.
Nadie murió en el Rancho Armstrong, pero este incidente me hace recordar un poco la demora del senador Edward Kennedy en informar a las autoridades de Massachusetts sobre su papel en el fatal accidente de automóvil en Chappaquiddick en 1969. Esa historia, y una docena más sobre la familia Kennedy, ilustra cómo la gente rica y poderosa se puede comportar como si estuvieran por sobre la ley. Para mi generación, la caída de Richard Nixon es la alegoría última sobre como puede el poder corromper y destruir. Comienza no con la venalidad, sino con la sensación de ser un enviado de Dios.
Yo me inclinaría a dejar a Cheney a merced de Jon Stewart y Jay Leno si no fuera por los otros signos de que su gobierno se ha salido del buen camino. Lo que más me preocupa es el mal uso que hace el gobierno de informaciones del servicio secreto para justificar su propio programa político. Para un país en guerra, eso es verdaderamente peligroso.
El ejemplo más reciente de informaciones politizadas fue la declaración del presidente Bush el 9 de febrero de que Estados Unidos habían "descarrilado" en 2002 un intento de secuestrar y estrellar un avión contra la Torre del Banco de Estados Unidos en Los Angeles. Bush mencionó a cuatro de los conspiradores de al Qaeda que habían planeado utilizar zapatos-bomba para abrir la puerta de la cabina del piloto. Pero un funcionario extranjero con conocimiento detallado de la inteligencia se burló de la versión de Bush diciendo que la información obtenida por Khalid Sheik Mohammed y un operativo indonesio conocido como Hambali era menos un plan operacional que la aspiración de destruir el edificio más alto de la Costa Oeste. Cuando pregunté a un ex alto funcionario de la inteligencia estadounidense sobre el comentario de Bush, dijo que Bush había exagerado.
Quizás el ejemplo más escandaloso de mal uso de la información de inteligencia fue el intento del gobierno de socavar a Paul Pillar y otros ex agentes de la CIA que trataron de advertir sobre los peligros en Iraq. No estoy hablando del chapucero trabajo de la agencia sobre las armas de destrucción masiva sino sobre sus advertencias de que el Iraq de posguerra sería caótico y peligroso. Pillar lo dijo en privado antes de la guerra, y ayudó a redactar en agosto de 2004 un aviso de la inteligencia nacional advirtiendo, correctamente, que la situación en Iraq se estaba deteriorando y deslizándose en el mejor de los casos hacia una "débil estabilidad".
No le agradaba a Bush esta recomendación negativa, lo mismo que refunfuñaba sobre los pesimistas informes de la estación de la CIA en Bagdad. Cuando Pillar hizo advertencias similares sobre Iraq durante una cena privada en septiembre de 2004, a la Casa Blanca se le pelaron los cables -y empezó a ver a Pillar como parte de una conspiración de la CIA para minar las políticas del presidente. Poco después, Bush nombró a un ex parlamentario republicano, Porter Gross, que empezó una purga en la agencia que se deshizo de toda una generación de administradores. Pillar y muchos, muchos otros se han jubilado, dejando al país sin algunos de sus mejores agentes de inteligencia cuando más los necesitamos.
Bush y Cheney están en el búnker. Eso es el único modo de entender sus acciones. Están echando humos en un caldo de informes de inteligencia diarios que resaltan las lúgubres amenazas terroristas a las que hace frente Estados Unidos. Han hecho juramentos de sangre de que defenderán a Estados Unidos de sus adversarios -no importa qué. Han hecho volar las reglas y restricciones usuales para entrar a territorios donde pocos presidentes se han atrevido: una región donde el presidente ordena interceptaciones sin contar con órdenes judiciales contra estadounidenses violando las leyes federales, donde autoriza duros métodos de interrogatorio que son equivalentes a técnicas de tortura.
Cuando los críticos ponen en duda la legalidad de las acciones del gobierno, Bush y Cheney reafirman el poder del comandante en jefe según el Artículo II de la Constitución. Cuando el Congreso aprueba una ley que prohíbe la tortura, la Casa Blanca le agrega una disposición insistiendo en que el Artículo II -el poder del comandante en jefe- es la carta de triunfo mayor. Digamóslo simplemente: Esto es arrogancia del poder, y en la Casa Blanca de Bush ya ha ido demasiado lejos.

davidignatius@washpost.com

15 de febrero de 2006

©washington post
©traducción mQh

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