el horror de las torturas
[Philip Kennicott] Siguen apareciendo espeluznantes fotografías de torturas de sospechosos en cárceles estadounidenses.
Desde el principio del escándalo de Abu Ghraib, cuando aparecieron las primeras imágenes de las torturas y humillaciones de la cárcel iraquí, sabíamos que había más. Y ahora, dos años después, han empezado a aparecer. Un canal de televisión australiano ha puesto en circulación todavía más escenas de sangre y barbarie, eludiendo tanto los intentos del gobierno estadounidense de mantener lejos del público las imágenes de Abu Ghraib y a las organizaciones de prensa (incluyendo a este diario), que no han publicado un número substancial de fotografías que están en su poder.
Tan ciertamente como que causarán la furia del mundo árabe y musulmán, plantearán la pregunta de si es responsable que las organizaciones de prensa occidentales las difundan. Y que los blogueros las publiquen. Y que los expertos debatan sobre ellas. ¿Agregan algo nuevo o sólo abren viejas heridas? ¿Echan por tierra el trabajo de investigación, juicio y castigo que puso a hombres como Charles Graner, uno de los hechores originales, tras las rejas? ¿O sacan a relucir lo inadecuado de ese proceso, tanto en lo que se refiere a su limitado alcance en cuanto a los que han sido castigados, y al efecto disuasivo aparentemente limitado del escándalo? Los informes sobre los maltratos continúan llegando desde cárceles en Afganistán y Bahía Guantánamo, y los líderes estadounidenses que denuncian la tortura han sido acusados de mantener la puerta abierta para maltratos que son tortura sólo de nombre.
Los diarios que han adquirido estas imágenes se han constreñido, en gran parte, por la brutalidad de ellas, especialmente los desnudos. Otras imágenes son difíciles de interpretar y muestran cosas que son difíciles de identificar. En la última categoría hay una fotografía que ha comenzado a aparecer ayer en algunos sitios en la red de lo que parece ser el suelo de un retrete cubierto de sangre y basura, enmarcado por un fugaz vistazo de paredes de azulejos. Parece ser una sala de baño convertida en celda, o quizás una escena de un hospital o un centro de evaluación o una cámara de torturas. La sangre en el suelo sugiere instantáneamente las pinturas con salpiques y goteos de los expresionistas abstractos.
Los diarios a menudo han recurrido a imágenes de sangre como substituto de la violencia, mostrando fotografías de la sangre que queda en la calle durante largo tiempo después de que los cadáveres -demasiado explícitos como para ser mostrados- han sido retirados. Aquí, una foto que no contiene ninguna información particular, ni nombres, ni certidumbre en cuanto a si muestra lo que parece mostrar, es la imagen de la sangre bajo una nueva forma. No es un substituto ni un eufemismo educado de lo que no se puede mostrar. La sangre como substituto de la muerte desvía el horror; esta sangre exige respuestas.
Comparar la sangre con la pintura, la violencia con el arte, es peligroso, incluso repugnante. Pero en cierto sentido, la sangre en el suelo es exactamente como las gotas de pintura de Jackson Pollock, que captó las trazas visibles de la acción, la memoria visual de los gestos. En la pintura de Pollock, los gestos fijados en la tela eran a menudo elegantes, incluso melódicos, y la pintura obedecía la ley de gravedad con una gentil aceptación. Si esto es sangre, sólo podemos imaginar qué gestos eran.
Lo que es impactante, e infinitamente triste sobre este suelo ensangrentado es el silencio. Sea lo que sea lo que pasó en este cuarto, estará seguramente acompañado por la cacofonía del dolor. Eso ya no está. Como ninguno de los que estuvieron ahí. La basura en la puerta, la taza del retrete, sugieren seres humanos reducidos a basura. El anonimato de esos que pueden haber sufrido es absoluto. Han aparecido otras fotografías con caras decorosamente borradas, un reconocimiento de quienes las publicaron de la dignidad de las víctimas. Aquí, todo ha sido obliterado, y, extrañamente, la dignidad es completa.
La víctima ahora es simplemente sangre, ya no hay ninguna cara que ponerle a él o ella, nada que podamos decir sobre cómo o dónde estaban las heridas, y cómo ocurrió. Y en esta abstracción de lo identificable, la víctima se convierte en completamente, finalmente en Hombre, no una mujer u hombre en particular, de cierto color de piel, o corte de pelo, o ropa que lo ubique o la ubique en cierta categoría que podamos entender de lo remoto, lo ajeno o lo terrible. La abstracción de la sangre deja un espacio abierto para cualquiera que contemple la imagen para que se imagine en la fotografía, para imaginar, digamos, que la sangre que corre por el suelo como cera antes de escurrir hacia la apertura de un retrete fétido es nuestra propia sangre. Y que esos apagados azulejos industriales, con su insidiosa repetición de un motivo, son las últimas cosas que recordábamos antes de que se apagaran las luces.
Los que deploran la publicación de estas imágenes tienen razón en que no agregan nuevas evidencias específicas al debate forense o político o periodístico. Y nos llevan -no, nos arrebatan- más lejos todavía de lo que los americanos piensan como ‘cierre’, la clausura o el fin de la vergüenza, el final de una discusión. Pero esta simple imagen, apenas una mancha oscura en una tela de cemento y azulejos, está abierta para todo el mundo, porque ¿quién puede mirar sin entrar ahí? Si las fotografías originales de Abu Ghraib nos obligaron a darnos cuenta de la nuestra conexión con sus perpetradores -nuestros soldados peleando nuestra guerra-, esta aciaga y silenciosa imagen, nos suplica que al menos imaginemos que estamos conectados, en un sentido humano más profundo, a las víctimas.
Tan ciertamente como que causarán la furia del mundo árabe y musulmán, plantearán la pregunta de si es responsable que las organizaciones de prensa occidentales las difundan. Y que los blogueros las publiquen. Y que los expertos debatan sobre ellas. ¿Agregan algo nuevo o sólo abren viejas heridas? ¿Echan por tierra el trabajo de investigación, juicio y castigo que puso a hombres como Charles Graner, uno de los hechores originales, tras las rejas? ¿O sacan a relucir lo inadecuado de ese proceso, tanto en lo que se refiere a su limitado alcance en cuanto a los que han sido castigados, y al efecto disuasivo aparentemente limitado del escándalo? Los informes sobre los maltratos continúan llegando desde cárceles en Afganistán y Bahía Guantánamo, y los líderes estadounidenses que denuncian la tortura han sido acusados de mantener la puerta abierta para maltratos que son tortura sólo de nombre.
Los diarios que han adquirido estas imágenes se han constreñido, en gran parte, por la brutalidad de ellas, especialmente los desnudos. Otras imágenes son difíciles de interpretar y muestran cosas que son difíciles de identificar. En la última categoría hay una fotografía que ha comenzado a aparecer ayer en algunos sitios en la red de lo que parece ser el suelo de un retrete cubierto de sangre y basura, enmarcado por un fugaz vistazo de paredes de azulejos. Parece ser una sala de baño convertida en celda, o quizás una escena de un hospital o un centro de evaluación o una cámara de torturas. La sangre en el suelo sugiere instantáneamente las pinturas con salpiques y goteos de los expresionistas abstractos.
Los diarios a menudo han recurrido a imágenes de sangre como substituto de la violencia, mostrando fotografías de la sangre que queda en la calle durante largo tiempo después de que los cadáveres -demasiado explícitos como para ser mostrados- han sido retirados. Aquí, una foto que no contiene ninguna información particular, ni nombres, ni certidumbre en cuanto a si muestra lo que parece mostrar, es la imagen de la sangre bajo una nueva forma. No es un substituto ni un eufemismo educado de lo que no se puede mostrar. La sangre como substituto de la muerte desvía el horror; esta sangre exige respuestas.
Comparar la sangre con la pintura, la violencia con el arte, es peligroso, incluso repugnante. Pero en cierto sentido, la sangre en el suelo es exactamente como las gotas de pintura de Jackson Pollock, que captó las trazas visibles de la acción, la memoria visual de los gestos. En la pintura de Pollock, los gestos fijados en la tela eran a menudo elegantes, incluso melódicos, y la pintura obedecía la ley de gravedad con una gentil aceptación. Si esto es sangre, sólo podemos imaginar qué gestos eran.
Lo que es impactante, e infinitamente triste sobre este suelo ensangrentado es el silencio. Sea lo que sea lo que pasó en este cuarto, estará seguramente acompañado por la cacofonía del dolor. Eso ya no está. Como ninguno de los que estuvieron ahí. La basura en la puerta, la taza del retrete, sugieren seres humanos reducidos a basura. El anonimato de esos que pueden haber sufrido es absoluto. Han aparecido otras fotografías con caras decorosamente borradas, un reconocimiento de quienes las publicaron de la dignidad de las víctimas. Aquí, todo ha sido obliterado, y, extrañamente, la dignidad es completa.
La víctima ahora es simplemente sangre, ya no hay ninguna cara que ponerle a él o ella, nada que podamos decir sobre cómo o dónde estaban las heridas, y cómo ocurrió. Y en esta abstracción de lo identificable, la víctima se convierte en completamente, finalmente en Hombre, no una mujer u hombre en particular, de cierto color de piel, o corte de pelo, o ropa que lo ubique o la ubique en cierta categoría que podamos entender de lo remoto, lo ajeno o lo terrible. La abstracción de la sangre deja un espacio abierto para cualquiera que contemple la imagen para que se imagine en la fotografía, para imaginar, digamos, que la sangre que corre por el suelo como cera antes de escurrir hacia la apertura de un retrete fétido es nuestra propia sangre. Y que esos apagados azulejos industriales, con su insidiosa repetición de un motivo, son las últimas cosas que recordábamos antes de que se apagaran las luces.
Los que deploran la publicación de estas imágenes tienen razón en que no agregan nuevas evidencias específicas al debate forense o político o periodístico. Y nos llevan -no, nos arrebatan- más lejos todavía de lo que los americanos piensan como ‘cierre’, la clausura o el fin de la vergüenza, el final de una discusión. Pero esta simple imagen, apenas una mancha oscura en una tela de cemento y azulejos, está abierta para todo el mundo, porque ¿quién puede mirar sin entrar ahí? Si las fotografías originales de Abu Ghraib nos obligaron a darnos cuenta de la nuestra conexión con sus perpetradores -nuestros soldados peleando nuestra guerra-, esta aciaga y silenciosa imagen, nos suplica que al menos imaginemos que estamos conectados, en un sentido humano más profundo, a las víctimas.
16 de febrero de 2006
©traducción mQh
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