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fascismo nada serio


[David Schoenbaum] La Italia de Mussolini, donde el fascismo era elegante, vicioso y poco efectivo.
Todos saben que Gertrude Stein se estaba refiriendo a su nativa Oakland, California, cuando dijo su famosa frase: "No hay un dónde, allí". Pero si uno lee al historiador australiano R.J.B. Bosworth, pudo haber estado hablando sobre el fascismo italiano, la principal fuente e inspiración del minúsculo movimiento político, estilo e ideología que se convertiría en una presencia global, que sigue siendo.
Precedido por sus estudios de la dictadura italiana y su dictador, Benito Mussolini, la retrospectiva de Bosworth de la experiencia del país es a la vez perspicaz, lúcida, exhaustivamente documentada y completamente desprovista de sentimentalismos. Pero entre sus grandes virtudes es su ojo por lo que caracterizó al fascismo italiano.
Apologistas nativos y italófilos extranjeros han argumentado durante décadas que los italianos son demasiado amables como para ser fascistas serios. Bosworth no es un convencido. Al contrario, como recuerda implacablemente a los lectores, su fascismo era tan mortífero, opresivo, corrupto, manipulador, racista y misógino como cualquier otro -o al menos, tenía la intención de serlo.
Pero, irónicamente, la misma italianità que hizo posible la dictadura, también la hizo relativamente soportable. Por supuesto, ninguna dictadura a este lado de Moscú podía ser otra cosa que más soportable que el monstruo marrón al otro lado de los Alpes que intimidó y horrorizó a su aliado italiano antes de llevárselo con él al abismo. Sin embargo, comparado con los clones y metástasis de Iberia y Hungría de la preguerra al Oriente Medio de postguerra, la casa que construyó Mussolini al menos se ve mejor que muchas.
De hecho, como señala Bosworth desde el comienzo, gran parte del fascismo se remontaba a los orígenes del moderno estado-nación italiano. Como sus colegas del siglo 19 desde Bélgica a Romania, los liberales italianos anhelaban una bandera, un parlamento, una economía, una identidad e incluso un imperio común. Para ese fin, las verdades que eran evidentes al norte de los Alpes también funcionaron en Italia. Pero la transición hacia el gobierno constitucional era un trabajo que exigía tiempo, donde el progreso necesitaba todo el tiempo que pudiera reunir.
Hacia 1914, estaba claro que tomaría más que una monarquía constitucional, una línea férrea, una moneda basada en el oro y las colonias africanas para superar los límites impuestos por la geografía, la cultura y la historia. Ansiosos de estar a la par con las grandes potencias, los italianos eran no solamente pobres, analfabetos y económicamente subdesarrollados, sino también alérgicos a cualquier estado, moderno o no. Eso incluía las dictaduras.
El producto nacional bruto per cápita era un 80 por ciento del de Francia, y la mitad del de Gran Bretaña. En vísperas de la Primera Guerra Mundia, más de tres por ciento de los italianos, la mayoría de ellos del centro y norte más desarrollados, se marcharon a trabajar en el extranjero o emigraron.
Pero se necesitó la guerra para convertir la disfunción nacional en un fascismo organizado. Para la siguiente generación, la tóxica cuvée de chovinismo, oportunismo, ansiedad de posición, violencia gratuita y herido orgullo nacional, sería el más notable producto italiano de exportación.
Catalizada por espantosas bajas, frustradas aspiraciones nacionales y el fantasma de una revolución roja, una cohorte de veteranos de clase media resolvió juntar sus cabezas, fuesen respetables o proletarias. En 1918 la palabra fascio, en su acepción de comité de acción política ad hoc, se convirtió en genérico de cualquiera que quisiera usarla. Hacia 1920, a pesar de una debacle electoral en las primeras elecciones a las que se presentaron los fascistas, se había convertido en una marca.
Dos años más tarde, Mussolini, un insólito y carismático ex socialista, aspirante a intelectual y violinista amateur, fue nombrado primer ministro por una clase política resignada ante su inevitabilidad. Durante un breve momento, su magia deslumbró a Arturo Toscanini y Maria Montessori, así como a un número de notables de origen judío. Millones de ciudadanos concluyeron entretanto que, si no exactamente el hombre que debía terminar el gran trabajo que había comenzado la unificación nacional de Italia, Mussolini al menos era el mal menor.
En 1924, hubo un claro quiebre cuando los fascistas asesinaron a Giacomo Matteoti, un diputado socialista. Bosworth supone que estaba a punto de revelar las relaciones sospechosas de una compañía refinadora de Estados Unidos. Mussolini salió de las crisis declarándose dictador. Luego mantuvo un horario de oficina regular, y tenía su escritorio ostentosamente limpio. Hacia 1930, las miembros del partido se acercaban a los cinco millones y la participación en una u otra afiliación fascista se extendía a casi la mitad de la población.
Sin embargo, a pesar del culto a la personalidad, el logro más notable del régimen, como lo ve Bosworth, fue que sobrevivió tanto tiempo. Independientemente dónde uno fije la vista -en la cultura, la ciencia, la economía, las fuerzas armadas-, sus logros fueron persistentemente menores que los de sus desprestigiados predecesores liberales.
Las campañas imperialistas en Libia y Etiopía, como su activo respaldo de los insurgentes franquistas en España, no fueron de gran ayuda. Como ocasiones de éxtasis de auto-celebraciones, el drenaje de los palúdicas pantanos pontinos fue reducido a la nada por una política exterior que convirtió al reino en un aliado de los nazis, y el área, como todo el país, en una zona de guerra.
Los italianos continuaron venerando a su rey y al Papa, y al Duce. La mafia continuó floreciendo. El patronaje y los favores en los negocios siguieron siendo la norma. Incluso se lanzó una campaña para remplazar el pronombre respetuoso.
La elección de Bosworth para el epígrafe es el discurso del arzobispo de Canterbury, de ‘Henry V’, de Shakespeare, sobre el estado de las abejas: "Criaturas que por una ley de la naturaleza enseñan / El acto del orden para un reino poblado". Pero las ‘Ozymandias’ de Shelley habrían estado igual bien.
Para la posteridad quedaron la espléndida Stazione Termini en Roma, de Pier Luigi Nervi; la calle Balbo, la conexión entre la avenida del Lake Shore y la avenida Michigan en Chicago, que conmemora a Italo Balbo, el piloto que fue la respuesta italiana a Lindbergh; la laurea, el grado que confiere los títulos de Dottore y Dottoressa a uno de cada tres estudiantes italianos que terminan la universidad; y una historia ejemplar que todos nosotros, italianos y no-italianos deberíamos recordar.

Libro reseñado:
Mussolini’s Italy. Life Under the Fascist Dictatorship, 1915-1945
R.J.B. Bosworth
Ilustrado
692 pp.
Penguin Press
$35


David Schoenbaum es autor de ‘Hitler’s Social Revolution’ y profesor de historia en la Universidad de Iowa.

3 de marzo de 2006
©new york times
©traducción mQh
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