palomas en los tejados de kabul
[Griff Witte] En Afganistán, la crianza de palomas fue un deporte prohibido por los talibames.
Kabul, Afganistán. A las cuatro y media de la mañana, se abren las puertas de la jaula y el aire se llena repentinamente de palomas.
No son sus palomas comunes grises. Sino un desfile de palomas rojas, negras, azules y blancas -todas diferentes.
Algunas de estas palomas son la envidia del vecindario. Algunas de ellas han estado siendo adiestradas durante años. Todas ellas son de Faqir Mohammed. Y lo saben.
Mohammed, 41, es un tendero de ojos azul metálico y rostro demacrado que, como muchos afganos de su generación, se ve más viejo de lo que es. Ha estado criando palomas toda su vida. En Afganistán, es un modo popular de pasar la tarde. Es también un deporte ferozmente competitivo, con dueños que compiten por los pájaros de otros.
Mohammed aprendió a adiestrar palomas de su papá, que acostumbraba a hacerlas volar en el mismo tejado del vecindario más antiguo de la ciudad, donde el único color en la paleta es el marrón.
"Los tejados son los mismos. Las jaulas son las mismas. Todas están hechas de barro", dice Mohammed Ismail, 32, mientras mira trabajar a su hermano mayor. "Pero, de algún modo, los pájaros saben tan bien como nosotros cuáles son las suyas".
La rutina varía poco de día en día. Después de pasar la mañana en su tienda, Mohammed retorna a casa y suelta su bandada de 28 palomas. Al principio simplemente las deja sobrevolar, y luego toca el silbato. Es un graznido penetrante, lo suficientemente alto como para que un niño al otro lado del tejado se cubra las orejas con las manos. Mohammed vuelve a tocar el silbato. Y otra vez. Luego se encamina hacia su red.
Agita la red, que se extiende desde el extremo de un poste de 1 metro 82, como si fuera un pescador. Pero el objetivo no es coger a las palomas. Es ampliar la espiral, para enviarlas a volar un poco más lejos de casa.
Y las palomas parten. Más allá de la mezquita más cercana, donde está sonando el llamado a la oración. Cerca del palacio presidencial, donde una bandera afgana ondea en la brisa. Arriba en las áridas colinas, que hacen las veces de preludio de los picos cubiertos de nieve que hay más allá.
Hay al menos seis bandadas de palomas volando en Kabul hoy, y a medida que las palomas de Mohammed vuelan más lejos de casa, se mezclan con las palomas de otros. Juntas, son apenas unas motas en el horizonte, volando directamente hacia el sol poniente.
Pero no han perdido la casa de vista. Como un rayo, Mohammed deja caer la red y coge a la única paloma que nunca vuela -una paloma blanca con cara negra que es, evidentemente, una gran captura. La sujeta hacia el cielo, y sus alas recortadas suenan como un cortacésped estropeado cuando aletea furiosa e inútilmente.
Toma tres segundos. La bandada, predominantemente masculina, emprende el viaje de retorno. La paloma corre hacia un rincón oscuro del tejado, aparentemente avergonzada.
Cuando la bandada se acerca, nacen esperanzas en los ojos de Mohammed. Todas sus 28 palomas están volviendo, más una. La paloma de otro se ha confundido, y se ha unido a la bandada de Mohammed. Reconoce de inmediato a la recién llegada.
"Conozco muy bien a mis palomas", dice.
Es por estos momentos que vive. Según el código no escrito de los dueños de palomas afganos, si un pájaro perdido llega a tu tejado, hay dos opciones. Mohammed puede quedarse con él, o lo puede vender de vuelta a su propietario original por el valor de la paloma -algunas llegan a costar 500 dólares- más una comisión para el que la encontró.
Mientras las palomas arquean sus alas y se preparan para aterrizar, Mohammed arroja puñados de granos sobre el tejado. Con cada puñado, entona en un cariñoso murmullo: "Venid. Venid. Venid".
Descienden en espiral, y aterrizan en una oleada de suaves arrullos y cascabeles, varios de los cuales están enrollados a las patas de los pájaros. La paloma perdida también empieza a descender. Pero a último minuto se vuelve a elevar, y se aleja para reunirse con su bandada.
Si Mohammed se siente desilusionado, no lo deja ver.
Simplemente sacude su red, y las palomas vuelvan a elevarse. Esta tarde hará una docena de intentos más de atrapar a un nuevo pájaro, pero no lo logrará.
Cuando el sol desaparece en el horizonte, Mohammed arroja varias libras de semillas sobre una manta y deja que los pájaros se banqueteen. Uno está enfermo y ha perdido el apetito, así que Mohammed lo agarra por el pico y le sopla las semillas por su garganta.
Mohammed ha tratado de abandonar la crianza de palomas. Ha vendido quince veces su bandada, en quince años. Y siempre algunos de los pájaros vuelven. Mohammed compra más para que no sientan solos.
Durante un rato pareció que los talibanes le iban a ayudar a dejarlas: Prohibieron el deporte. Pero los pájaros de Mohammed siguieron volando, un poco más a hurtadillas
En este momento, es dudoso que Mohammed deje a las palomas. Ismail, su hermano menor, espera que no.
"Cuando veo a las palomas", dice, "me siento rejuvenecer. Son bonitas".
Con un frío ocaso a las 5:40, Mohammed abre el palomar, y los obedientes pájaros se encierran para la noche. En la oscura, solitaria noche, Mohammed baja por la desmoronada escalera, y hace lo mismo.
No son sus palomas comunes grises. Sino un desfile de palomas rojas, negras, azules y blancas -todas diferentes.
Algunas de estas palomas son la envidia del vecindario. Algunas de ellas han estado siendo adiestradas durante años. Todas ellas son de Faqir Mohammed. Y lo saben.
Mohammed, 41, es un tendero de ojos azul metálico y rostro demacrado que, como muchos afganos de su generación, se ve más viejo de lo que es. Ha estado criando palomas toda su vida. En Afganistán, es un modo popular de pasar la tarde. Es también un deporte ferozmente competitivo, con dueños que compiten por los pájaros de otros.
Mohammed aprendió a adiestrar palomas de su papá, que acostumbraba a hacerlas volar en el mismo tejado del vecindario más antiguo de la ciudad, donde el único color en la paleta es el marrón.
"Los tejados son los mismos. Las jaulas son las mismas. Todas están hechas de barro", dice Mohammed Ismail, 32, mientras mira trabajar a su hermano mayor. "Pero, de algún modo, los pájaros saben tan bien como nosotros cuáles son las suyas".
La rutina varía poco de día en día. Después de pasar la mañana en su tienda, Mohammed retorna a casa y suelta su bandada de 28 palomas. Al principio simplemente las deja sobrevolar, y luego toca el silbato. Es un graznido penetrante, lo suficientemente alto como para que un niño al otro lado del tejado se cubra las orejas con las manos. Mohammed vuelve a tocar el silbato. Y otra vez. Luego se encamina hacia su red.
Agita la red, que se extiende desde el extremo de un poste de 1 metro 82, como si fuera un pescador. Pero el objetivo no es coger a las palomas. Es ampliar la espiral, para enviarlas a volar un poco más lejos de casa.
Y las palomas parten. Más allá de la mezquita más cercana, donde está sonando el llamado a la oración. Cerca del palacio presidencial, donde una bandera afgana ondea en la brisa. Arriba en las áridas colinas, que hacen las veces de preludio de los picos cubiertos de nieve que hay más allá.
Hay al menos seis bandadas de palomas volando en Kabul hoy, y a medida que las palomas de Mohammed vuelan más lejos de casa, se mezclan con las palomas de otros. Juntas, son apenas unas motas en el horizonte, volando directamente hacia el sol poniente.
Pero no han perdido la casa de vista. Como un rayo, Mohammed deja caer la red y coge a la única paloma que nunca vuela -una paloma blanca con cara negra que es, evidentemente, una gran captura. La sujeta hacia el cielo, y sus alas recortadas suenan como un cortacésped estropeado cuando aletea furiosa e inútilmente.
Toma tres segundos. La bandada, predominantemente masculina, emprende el viaje de retorno. La paloma corre hacia un rincón oscuro del tejado, aparentemente avergonzada.
Cuando la bandada se acerca, nacen esperanzas en los ojos de Mohammed. Todas sus 28 palomas están volviendo, más una. La paloma de otro se ha confundido, y se ha unido a la bandada de Mohammed. Reconoce de inmediato a la recién llegada.
"Conozco muy bien a mis palomas", dice.
Es por estos momentos que vive. Según el código no escrito de los dueños de palomas afganos, si un pájaro perdido llega a tu tejado, hay dos opciones. Mohammed puede quedarse con él, o lo puede vender de vuelta a su propietario original por el valor de la paloma -algunas llegan a costar 500 dólares- más una comisión para el que la encontró.
Mientras las palomas arquean sus alas y se preparan para aterrizar, Mohammed arroja puñados de granos sobre el tejado. Con cada puñado, entona en un cariñoso murmullo: "Venid. Venid. Venid".
Descienden en espiral, y aterrizan en una oleada de suaves arrullos y cascabeles, varios de los cuales están enrollados a las patas de los pájaros. La paloma perdida también empieza a descender. Pero a último minuto se vuelve a elevar, y se aleja para reunirse con su bandada.
Si Mohammed se siente desilusionado, no lo deja ver.
Simplemente sacude su red, y las palomas vuelvan a elevarse. Esta tarde hará una docena de intentos más de atrapar a un nuevo pájaro, pero no lo logrará.
Cuando el sol desaparece en el horizonte, Mohammed arroja varias libras de semillas sobre una manta y deja que los pájaros se banqueteen. Uno está enfermo y ha perdido el apetito, así que Mohammed lo agarra por el pico y le sopla las semillas por su garganta.
Mohammed ha tratado de abandonar la crianza de palomas. Ha vendido quince veces su bandada, en quince años. Y siempre algunos de los pájaros vuelven. Mohammed compra más para que no sientan solos.
Durante un rato pareció que los talibanes le iban a ayudar a dejarlas: Prohibieron el deporte. Pero los pájaros de Mohammed siguieron volando, un poco más a hurtadillas
En este momento, es dudoso que Mohammed deje a las palomas. Ismail, su hermano menor, espera que no.
"Cuando veo a las palomas", dice, "me siento rejuvenecer. Son bonitas".
Con un frío ocaso a las 5:40, Mohammed abre el palomar, y los obedientes pájaros se encierran para la noche. En la oscura, solitaria noche, Mohammed baja por la desmoronada escalera, y hace lo mismo.
7 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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