que tengan su guerra civil
[Caleb Carr] Invocando siniestras justificaciones religiosas, el autor propone que Estados Unidos permita la guerra civil en Iraq, para que chiíes y kurdos ajusten cuentas con los sunníes.
A medida que aumenta la violencia en Iraq, los analistas han empezado a preguntarse si acaso estamos, formalmente, ante el principio de una guerra civil iraquí. Pero mucho más importante, cuando pensamos qué papel deben jugar nuestras tropas en la guerra, es la pregunta de si Estados Unidos tiene algún derecho a impedir forzosamente esa guerra, en caso de que empezara.
La guerra civil, tal como ha sido definida por varias generaciones de teóricos militares, comparte algunas características con las insurgencias y revoluciones, pero también presenta diferencias distintivas. Aunque las insurgencias son conflictos entre grupos rivales, los insurgentes no necesitan controlar ningún territorio significativo para ser efectivos. Las guerras civiles, por otro lado, involucran a dos o más grupos armados, cada uno con el control de una parte del territorio. Y aunque las guerras civiles, como las revoluciones, pueden ser influidas desde el exterior, así como por consideraciones ideológicas, a veces son simplemente luchas por el poder. Otras -como la Guerra Civil estadounidense- se libran no solamente por el poder o por política, sino también por principios morales.
Esos principios no parecen ser importantes en Iraq, porque una de las más manifiestas deficiencias de la insurgencia ha sido desde el principio su ausencia de una ideología coherente que compartan todos los iraquíes. En contraste, su objetivo ha sido simple: la recuperación del poder de la minoría sunní que dominó durante el régimen de Saddam Hussein, o, en su defecto, el tipo de interminable anarquía que haría imposible cualquier otro tipo de gobierno. Los insurgentes han logrado lo último: Aunque han creado y elegido una Asamblea Permanente y un poder ejecutivo iraquíes, la asamblea se ha reunido, y brevemente, una sola vez, y el primer ministro Ibrahim al-Jafari es considerado por amplios sectores como inefectivo y corrupto. Entretanto, los estadounidenses están expresando aplastantes condenas de la guerra, creando una brecha quizás infranqueable entre ellos mismos y el gobierno de Bush. Esta ha sido siempre una definición básica del éxito de las insurgencias, ya que tienden a limitar severamente el marco temporal de las operaciones contrainsurgentes.
Así, todo el arrojo que se necesitó para organizar y llevar a cabo las elecciones iraquíes han, aparentemente, producido un gobierno que no se merece los sacrificios que se hicieron para darle vida. La frustración resultante está clara en las palabras y en las acciones cada vez más mortíferas de muchos iraquíes que parecen haber renunciado a una solución política de los problemas de su país. "Muchos iraquíes" quiere decir aquí principalmente los chiíes (que están mostrando peligrosos signos de fragmentación entre subgrupos rivales) y los kurdos que fueron perseguidos en el pasado.
Mientras más exijan, el gobierno iraquí y sus defensores estadounidenses, ‘justicia’ para la minoría sunní, más aumenta la violencia. Los insurgentes no quieren que su gente sea seducida para que participe en el nuevo Iraq, y los kurdos y chiíes se muestran reluctantes a otorgar poder nacional a la gente que no solamente hizo posible el genocida gobierno de Hussein, sino que también dirigen la resistencia.
Este puede no ser el libro de texto de la guerra civil, pero ciertamente se está convirtiendo en uno.
Si los estadounidenses tuvieron alguna vez el poder de evitar este conflicto, los últimos tres años de equivocada estrategia militar lo han agotado. Pero la capacidad militar de impedir una guerra civil no es un problema clave. Tampoco nuestra preocupación por nuestra propia seguridad nacional debiese enturbiar nuestras decisiones estratégicas: Las primeras bajas de cualquier conflicto mayor serán ciertamente Saddam Hussein (que sigue con vida gracias a la insistencia de Estados Unidos de que sea sometido a juicio, y gracias a los guardias estadounidenses) y Abu Musab al-Zarqawi, que ahora es todavía más despreciado que Hussein por muchos iraquíes. No, el asunto realmente importante para los estadounidenses con respecto a una inminente guerra civil iraquí es si se justifica éticamente que tratemos de impedirla.
Antes de responder los estadounidenses deberían considerar algunos hechos de nuestra propia experiencia nacional. Nuestra Guerra Civil fue vista como un ejercicio en un suicidio nacional terriblemente destructivo por la mayoría de los países europeos, y, además, una guerra cara, porque privó a las fábricas europeas del algodón sureño. Gran Bretaña y uno o dos de sus colegas en la balanza de poder europea consideraron la intervención -pero la intervención fue evitada, en gran parte a través de las cuidadosas advertencias del presidente Abraham Lincoln y su cuerpo diplomático. Enfatizaron que la guerra civil en Estados Unidos era moralmente más compleja que las usuales luchas por el poder en Europa. Era, en el fondo, una contienda para terminar con la institución de la esclavitud.
Que los europeos pensaran que su violencia era deplorable y horrible, dijo Lincoln, era comprensible; también lo veía él así. Pero como explicó en su segundo discurso inaugural, en palabras que veneramos tan profundamente que las hemos tallado en su memorial:
"Si hemos de suponer que la esclavitud en Norteamérica es una de esas ofensas que debían estar en la providencia divina, pero que, habiendo pasado su tiempo, Dios desea ahora eliminar, y que por ello nos da al norte y al sur esta guerra terrible como castigo propio para aquellos quienes trajeron esta ofensa, debemos ver en esto algún cambio de los atributos divinos que los creyentes le atribuyen a su Dios vivo. Y tal como fue dicho hace tres mil años debe ser repetido ahora: ‘Los designios del señor son tanto justos como verdaderos’".
Los iraquíes pueden referirse a su Señor bajo un nombre diferente, pero en su caso el principio es el mismo. No estamos tratando con varios grupos de experiencias recientes relativamente iguales; estamos tratando con una minoría extrema, los sunníes, muchos de los cuales durante años, bajo el liderazgo del peor tirano internacional desde Pol Pot, persiguieron y asesinaron a los otros dos -a una escala genocida.
Como estadounidenses no podemos condonar los asesinatos masivos como una forma de venganza. Pero cada vez que un funcionario americano trata de decirles a los chiíes y kurdos (y las otras muchas minorías de Iraq) que no tienen derecho a los mismos juicios y justicia que nosotros mismos recibimos y ejecutamos entre 1861 y 1865, hacen la guerra civil en ese país más -que no menos- probable. Esas declaraciones revelan la opinión flagrantemente paternalista e incluso racista, de que lo que fue necesario para la experiencia estadounidense no es algo para lo que los iraquíes tengan los requisitos o capacidades.
En realidad, si ha de confiarse en las encuestas en Iraq (y parece que lo han sido, hasta el momento), entonces la presencia estadounidense allá sólo está acrecentando la posibilidad de que si estalla la guerra civil, esta será todavía más cruenta. La presencia de tropas americanas, por más nobles que puedan ser sus esfuerzos por controlar la situación, sólo genera más rabia, ya que mantienen a raya a kurdos y chiíes, al mismo tiempo que no impiden que los sunníes sigan matando día tras día.
¿Y dónde está la justicia para estos asesinatos? No emana ni de una asamblea que se ha reunido una vez en tres meses ni de la coalición estadounidense que continúa exhibiendo un extraordinario nivel de preocupación por los sunníes. Al final la justicia podría venir de que se permita que kurdos y chiíes luchen contra los sunníes, aunque se trate de ajustes de cuentas sangrientos.
No sólo es imposible para los estadounidenses colocarse en el camino de un ajuste de cuentas interno en Iraq, sino también huele a hipocresía. Fuimos a Iraq, según nuestro presidente, para liberar a los iraquíes. Si es así, y si su primera decisión como pueblo libre es declararse la guerra unos contra otros, como lo hicieron los estadounidenses en el pasado, ¿de dónde sacamos el derecho a decirles que ellos no pueden? No podemos, repito, condonar el genocidio (podemos limitarlo manteniendo unidades terrestres y aéreas en la región); pero tampoco podemos postergar la justicia -incluso si se dispensa violentamente.
Sí, ahora mismo esa parece ser la poco envidiable posición en que el gobierno de Bush y los insurgentes iraquíes han colocado a nuestras tropas. Esas tropas han cumplido con la principal misión de derrocar el régimen de Hussein, y lo han hecho bien, a pesar de que no puedan crear ni implantar la paz en un país extranjero -como nos enseña una lista de intentos recientes fallidos en otros países.
Si los iraquíes quieren intentarlo por sí solos, es mejor que les permitamos que usen una mezcla de sus propias milicias y fuerzas convencionales -el tipo de combinación con que hicimos nuestra Guerra Civil. De ese modo al menos les trataremos como a iguales. Ellos mismos hasta lo podrían recordar, algún día. Y ese recuerdo podría, con el tiempo, mitigar la amargura creada por la ocupación.
La guerra civil, tal como ha sido definida por varias generaciones de teóricos militares, comparte algunas características con las insurgencias y revoluciones, pero también presenta diferencias distintivas. Aunque las insurgencias son conflictos entre grupos rivales, los insurgentes no necesitan controlar ningún territorio significativo para ser efectivos. Las guerras civiles, por otro lado, involucran a dos o más grupos armados, cada uno con el control de una parte del territorio. Y aunque las guerras civiles, como las revoluciones, pueden ser influidas desde el exterior, así como por consideraciones ideológicas, a veces son simplemente luchas por el poder. Otras -como la Guerra Civil estadounidense- se libran no solamente por el poder o por política, sino también por principios morales.
Esos principios no parecen ser importantes en Iraq, porque una de las más manifiestas deficiencias de la insurgencia ha sido desde el principio su ausencia de una ideología coherente que compartan todos los iraquíes. En contraste, su objetivo ha sido simple: la recuperación del poder de la minoría sunní que dominó durante el régimen de Saddam Hussein, o, en su defecto, el tipo de interminable anarquía que haría imposible cualquier otro tipo de gobierno. Los insurgentes han logrado lo último: Aunque han creado y elegido una Asamblea Permanente y un poder ejecutivo iraquíes, la asamblea se ha reunido, y brevemente, una sola vez, y el primer ministro Ibrahim al-Jafari es considerado por amplios sectores como inefectivo y corrupto. Entretanto, los estadounidenses están expresando aplastantes condenas de la guerra, creando una brecha quizás infranqueable entre ellos mismos y el gobierno de Bush. Esta ha sido siempre una definición básica del éxito de las insurgencias, ya que tienden a limitar severamente el marco temporal de las operaciones contrainsurgentes.
Así, todo el arrojo que se necesitó para organizar y llevar a cabo las elecciones iraquíes han, aparentemente, producido un gobierno que no se merece los sacrificios que se hicieron para darle vida. La frustración resultante está clara en las palabras y en las acciones cada vez más mortíferas de muchos iraquíes que parecen haber renunciado a una solución política de los problemas de su país. "Muchos iraquíes" quiere decir aquí principalmente los chiíes (que están mostrando peligrosos signos de fragmentación entre subgrupos rivales) y los kurdos que fueron perseguidos en el pasado.
Mientras más exijan, el gobierno iraquí y sus defensores estadounidenses, ‘justicia’ para la minoría sunní, más aumenta la violencia. Los insurgentes no quieren que su gente sea seducida para que participe en el nuevo Iraq, y los kurdos y chiíes se muestran reluctantes a otorgar poder nacional a la gente que no solamente hizo posible el genocida gobierno de Hussein, sino que también dirigen la resistencia.
Este puede no ser el libro de texto de la guerra civil, pero ciertamente se está convirtiendo en uno.
Si los estadounidenses tuvieron alguna vez el poder de evitar este conflicto, los últimos tres años de equivocada estrategia militar lo han agotado. Pero la capacidad militar de impedir una guerra civil no es un problema clave. Tampoco nuestra preocupación por nuestra propia seguridad nacional debiese enturbiar nuestras decisiones estratégicas: Las primeras bajas de cualquier conflicto mayor serán ciertamente Saddam Hussein (que sigue con vida gracias a la insistencia de Estados Unidos de que sea sometido a juicio, y gracias a los guardias estadounidenses) y Abu Musab al-Zarqawi, que ahora es todavía más despreciado que Hussein por muchos iraquíes. No, el asunto realmente importante para los estadounidenses con respecto a una inminente guerra civil iraquí es si se justifica éticamente que tratemos de impedirla.
Antes de responder los estadounidenses deberían considerar algunos hechos de nuestra propia experiencia nacional. Nuestra Guerra Civil fue vista como un ejercicio en un suicidio nacional terriblemente destructivo por la mayoría de los países europeos, y, además, una guerra cara, porque privó a las fábricas europeas del algodón sureño. Gran Bretaña y uno o dos de sus colegas en la balanza de poder europea consideraron la intervención -pero la intervención fue evitada, en gran parte a través de las cuidadosas advertencias del presidente Abraham Lincoln y su cuerpo diplomático. Enfatizaron que la guerra civil en Estados Unidos era moralmente más compleja que las usuales luchas por el poder en Europa. Era, en el fondo, una contienda para terminar con la institución de la esclavitud.
Que los europeos pensaran que su violencia era deplorable y horrible, dijo Lincoln, era comprensible; también lo veía él así. Pero como explicó en su segundo discurso inaugural, en palabras que veneramos tan profundamente que las hemos tallado en su memorial:
"Si hemos de suponer que la esclavitud en Norteamérica es una de esas ofensas que debían estar en la providencia divina, pero que, habiendo pasado su tiempo, Dios desea ahora eliminar, y que por ello nos da al norte y al sur esta guerra terrible como castigo propio para aquellos quienes trajeron esta ofensa, debemos ver en esto algún cambio de los atributos divinos que los creyentes le atribuyen a su Dios vivo. Y tal como fue dicho hace tres mil años debe ser repetido ahora: ‘Los designios del señor son tanto justos como verdaderos’".
Los iraquíes pueden referirse a su Señor bajo un nombre diferente, pero en su caso el principio es el mismo. No estamos tratando con varios grupos de experiencias recientes relativamente iguales; estamos tratando con una minoría extrema, los sunníes, muchos de los cuales durante años, bajo el liderazgo del peor tirano internacional desde Pol Pot, persiguieron y asesinaron a los otros dos -a una escala genocida.
Como estadounidenses no podemos condonar los asesinatos masivos como una forma de venganza. Pero cada vez que un funcionario americano trata de decirles a los chiíes y kurdos (y las otras muchas minorías de Iraq) que no tienen derecho a los mismos juicios y justicia que nosotros mismos recibimos y ejecutamos entre 1861 y 1865, hacen la guerra civil en ese país más -que no menos- probable. Esas declaraciones revelan la opinión flagrantemente paternalista e incluso racista, de que lo que fue necesario para la experiencia estadounidense no es algo para lo que los iraquíes tengan los requisitos o capacidades.
En realidad, si ha de confiarse en las encuestas en Iraq (y parece que lo han sido, hasta el momento), entonces la presencia estadounidense allá sólo está acrecentando la posibilidad de que si estalla la guerra civil, esta será todavía más cruenta. La presencia de tropas americanas, por más nobles que puedan ser sus esfuerzos por controlar la situación, sólo genera más rabia, ya que mantienen a raya a kurdos y chiíes, al mismo tiempo que no impiden que los sunníes sigan matando día tras día.
¿Y dónde está la justicia para estos asesinatos? No emana ni de una asamblea que se ha reunido una vez en tres meses ni de la coalición estadounidense que continúa exhibiendo un extraordinario nivel de preocupación por los sunníes. Al final la justicia podría venir de que se permita que kurdos y chiíes luchen contra los sunníes, aunque se trate de ajustes de cuentas sangrientos.
No sólo es imposible para los estadounidenses colocarse en el camino de un ajuste de cuentas interno en Iraq, sino también huele a hipocresía. Fuimos a Iraq, según nuestro presidente, para liberar a los iraquíes. Si es así, y si su primera decisión como pueblo libre es declararse la guerra unos contra otros, como lo hicieron los estadounidenses en el pasado, ¿de dónde sacamos el derecho a decirles que ellos no pueden? No podemos, repito, condonar el genocidio (podemos limitarlo manteniendo unidades terrestres y aéreas en la región); pero tampoco podemos postergar la justicia -incluso si se dispensa violentamente.
Sí, ahora mismo esa parece ser la poco envidiable posición en que el gobierno de Bush y los insurgentes iraquíes han colocado a nuestras tropas. Esas tropas han cumplido con la principal misión de derrocar el régimen de Hussein, y lo han hecho bien, a pesar de que no puedan crear ni implantar la paz en un país extranjero -como nos enseña una lista de intentos recientes fallidos en otros países.
Si los iraquíes quieren intentarlo por sí solos, es mejor que les permitamos que usen una mezcla de sus propias milicias y fuerzas convencionales -el tipo de combinación con que hicimos nuestra Guerra Civil. De ese modo al menos les trataremos como a iguales. Ellos mismos hasta lo podrían recordar, algún día. Y ese recuerdo podría, con el tiempo, mitigar la amargura creada por la ocupación.
Caleb Carr es el autor de ‘The Lessons of Terror: A History of Warfare Against Civilians’ (Random House). Es profesor de estudios militares en el Bard College.
9 de abril de 2006
©washington post
©traducción mQh
1 comentario
dkdkkd -