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temor y engaño en bagdad


[Megan K. Stack] En una ciudad donde la violencia desafía a la lógica y casi todo el mundo podría estar en una lista negra, pretender ser otro tiene sentido.
Bagdad, Iraq. No quieres llamar la atención, así que conservas tu coche abollado, incluso si puedes permitirte un modelo más elegante. No lo lavas; dejas que el polvo se acumule en las ventanillas. La puesta de sol anuncia el toque de queda, y en la capital todos esos sucios coches viejos retoman el camino de regreso a casa. Los siguen los ojos de los vecinos.
¿De dónde vienen los conductores? Algunos trabajan para el gobierno. Algunos luchan con los rebeldes o son miembros de escuadrones de la muerte. Algunos trabajan para los estadounidenses. Nadie pregunta nada; nadie dice nada; nadie sabe quién es quién.
El derramamiento de sangre ha convertido a Iraq en un país definido por el disfraz y el bluf. La violencia en las calles ha empezado a desafiar toda lógica, y es parte de la desintegración: Una ciudad animada donde la gente acostumbraba a meterse alegremente en los asuntos de los demás, se ha convertido en un laberinto de disfraces, un lugar donde los vecinos pasan silenciosos como bailarines en una macabra fiesta de disfraces.
"Entre los iraquíes todo se oculta; la gente sospecha una de otra", dice Hayawi Mahdi Abaasi, 66, un exitoso abogado que dice que no repara su destartalada casa ni remplaza su Toyota de 1982 por miedo a que se entere la gente equivocada.
"¿Para qué llamar la atención de los terroristas? Yo trato de verme como todos los demás", dice.
La gente rica oculta sus joyas y sacan ropas deshilachadas de sus armarios para eludir a los secuestradores que piden rescates. Los musulmanes afirman ser sunníes o chiíes, dependiendo de las circunstancias. Los cristianos se hacen pasar por musulmanes. Mentir sobre el empleo es de rigor. Los agentes de policía en las calles ocultan sus caras con máscaras, para que nadie los reconozca.
Todos, aparentemente, pretenden ser otros, adoptando una identidad falsa con la estupefacta esperanza de seguir sano y salvo. Los habitantes de Bagdad piensan que no importa quién seas, probablemente estás en la lista negra de alguien.
"No se trata de mentir o no mentir", dice Ali Abdullah. "Es un asunto de vida o muerte".
Abdullah es un sunní de 31 años, de piel oscura, robusto y con un tupido bigote. Como la mayoría de la gente en Bagdad, es un hombre de secretos.
Fue preparado como ingeniero en el Iraq de Saddam Hussein, pero ahora trabaja para una organización estadounidense sin fines de lucro. Lo han amenazado de muerte y su mujer le ruega que renuncie, pero él dice que no puede -le pagan bien y tiene que pensar en su hijo de tres años.
Abdullah va a su trabajo en taxi, de modo que su coche no sea reconocido. Usa diferentes calles cada vez, y cambia su número de teléfono cada tantos meses.
Derrochó cien dólares en un reloj Swatch en la vecina Jordania, pero ahora tiene miedo de llevarlo en público. Cuando la gente le pregunta sobre su trabajo, miente y dice que es dueño de una tienda de ordenadores.
La regla número uno, dice, es, en este barrio predominantemente sunní, no contar a los vecinos nunca, bajo ninguna circunstancia, dónde trabajas.
"Sería mi fin si mis vecinos se enteraran de dónde trabajo", dice. "Es lo primero que hay que ocultar: mis vecinos no deben saber qué hago".
Para Abdullah y su familia, eso significa aislamiento. Evita posibles conversaciones, no se queda nunca colgando en la entrada, evita el contacto de ojo o las charlas de buena vecindad. Cuando divisó a un viejo amigo de la universidad en un atestado restaurante hace poco, dio media vuelta y se alejó a toda prisa para evitar una conversación.
Cuando hablan sobre la pérdida de la intimidad, muchos iraquíes suenan afligidos. Como miembros de la mayoría de las sociedades de Oriente Medio, los iraquíes, tradicionalmente, aprecian la calidez y valoran el intercambio social sobre lo que los occidentales consideran íntimo. En el viejo Iraq, era mejor pecar de prudente en el lado del fisgoneo, que parecer frío o distante. Era perfectamente normal interrogar a desconocidos sobre su situación marital y el valor de sus posesiones.
Poco a poco, esa calidez ha muerto desangrada por la guerra. Ahora se acrecientan las tensiones en la ciudad. La atmósfera está llena de intrigas, como una película de terror, de capa y espada. Excepto que es de verdad, y mortífera.
"La conducta ha pasado de la conducta racional a la instintiva, animal", dice Ehsan Mohammed Hassan, uno de los sociólogos más reputados de Iraq y profesor en la Universidad de Bagdad. "El individuo no tiene confianza en otros. Tiene que ocultarse. Lo quiere que lo vea la gente porque piensa que la gente es mala".
Entre el temor y el odio, una antigua tradición tribal ha desaparecido.
La etiqueta exigía que los hombres se preguntaran por sus trabajos; era un modo de mostrar interés por el sustento de un amigo y demostrar la disposición de ayudarle si atravesaba tiempos difíciles.
Sin embargo, en estos días preguntar por el trabajo es grosero -incluso hasta peligroso. En lugar de eso, los hombres hacen otras preguntas: ¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?
"A un montón de gente la han matado sin motivo. ¿Qué cree usted que harían si descubrieran que usted trabaja para los americanos?", pregunta Abdullah. "Así es. Pensarían que usted es un traidor".

Trabajar para el gobierno iraquí no es mejor -todos, desde profesores universitarios hasta atletas nacionales y agentes del tránsito han sido matados por rebeldes determinados a paralizar la vida cívica y social.
Iraq puede ser el único país en el mundo donde los milicianos y los rebeldes andan por la calle a cara descubierta, mientras que empleados de gobierno, soldados y polis se agazapan detrás de máscaras.
"Llevo una máscara porque no quiero que la gente sepa que trabajo para la policía", dijo una tarde hace poco un agente de 34 años llamado Ahmed Ali. Era la hora de almuerzo, y él y algunos de sus colegas habían cruzado Bagdad con 43 grados Celsius para engullirse unos kebabs de cordero en un barrio donde conocían a poca gente.
Los hombres están estacionados en la volátil zona de Dora, al sur del centro de la ciudad y uno de los campos de batalla religiosos más sangrientos de Bagdad. Vestidos con camisas de botones y pantalones azul marino, con sus pistolas metidas en las pistoleras a la cintura, dijeron que no se atreven a llevar sus chapas o uniformes a casa, ni siquiera para lavarlos.
Dijeron que salían de casa silenciosamente vestidos de paisano, se subían sigilosamente a sus furgonetas y se cambiaban rápidamente de ropa.
"En Dora me conocen todos", dijo Ali. "Tengo que usar máscara y gafas de sol". Mientras hablaba, se oyeron disparos a unas cuadras de distancia, pero ninguno de los agentes siquiera miró en esa dirección.
El temor beneficia a algunos. A los falsificadores de documentos, por ejemplo.
Assad Kheldoun, 29, que opera en la barrio mixto de Shaab, prepara tarjetas de identidad falsas por unos treinta dólares cada uno. "Exactamente como el original", se fanfarronea. Pero con una diferencia: un nombre falso.
No le vende a chaperos ni a delincuentes. La mayoría de sus clientes son conductores de bus, trabajadores de la carretera y mecánicos de coches: gente obligada a ganarse la vida en las violentas calles de Iraq.
Los apellidos delatan en Iraq la identidad religiosa, y se derivan a menudo de tribus conocidas por ser sunníes o chiíes. Jaabour o Dulaimi, por ejemplo, quiere decir ‘sunní' para los iraquíes; lo mismo el nombre de pila Omar.
Bayati es un popular apodo de los iraquíes que se ocultan detrás de un nombre adoptado. Lo mismo Obeidi y Saadi. Esos nombres son deliberadamente ambiguos, corrientes entre sunníes y chiíes. Con un nombre que se puede usar entre las dos confesiones, los iraquíes afinan sus apuestas.
"A la gente la matan debido a sus nombres" , dice Kheldoun. "En los últimos meses, todo el mundo ha estado pidiendo carnés de identidad falsos. Es un fenómeno ahora. La gente tiene miedo".
En la desierta concesionaria de automóviles Abu Tariq cerca de allí, los dueños holgazaneaban hastiados entre sus brillantes modelos una tarde hace poco. El negocio no marcha muy bien para los vendedores de automóviles -incluso los iraquíes con suficiente dinero como para mimarse con coches nuevos se muestran aterrados de que su consumo pueda llamar la atención.
"Un coche como este puede provocar que te maten", dijo el dueño de la concesionaria, Abu Tariq, de 60 años.
Su socio, Faiq Ubaidi, 48, apunta con su dedo un Toyota Avalon de 19 mil dólares, y un Toyota Super Saloon de 11 mil dólares. Los coches se han estado cubriendo de polvo este último año, sin que nadie pregunte por ellos, refunfuña.
"La gente dice que si compran hoy un coche como este, que mañana los matan", dice. "A mí me gustaría salir al centro con mi familia y disfrutar de su aire acondicionado, pero no me atrevo".
Hoy en Bagdad el temor es fundamental: La mujer cristiana con pañuelo musulmán se niega a dar su nombre por miedo a que la maten. Tiene 33 años, vive con sus padres en una calle dominada por musulmanes y arriesga su vida todas las mañanas después del desayuno, cuando se desliza hacia su trabajo en la Zona Verde.
Vive aterrada de que sus vecinos descubran en qué trabaja -ni sus primos saben que trabaja en el corazón del gobierno iraquí.
"Niego todo", dice.
Pero el aislamiento religioso ha sido lo más doloroso de todo. Ella y su familia ya no se atreven a ir a la iglesia los domingos. Y se ha visto obligada a ocultar su identidad llevando ropas musulmanas: un pañuelo de cabeza, o hijab, y una túnica, o abaya.
"Me asusta: Hay gente que cree que todos los cristianos apoyan a los americanos", dice. "No podemos confiar unos en otros. Tengo que guardarme todos mis secretos, porque no sé con qué gente estoy tratando".

Suhail Ahmad contribuyó a este reportaje.

28 de junio de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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