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la muerte en el barrio


[Patrick J. McDonnell] Escuadrones de la muerte atacan a los vecinos. Un padre, un tendero, un pinto de casas, sunníes y chiíes, son las últimas víctimas.
Bagdad, Iraq. Esa abrasadora tarde del mes pasado, Ahmed Kamel estaba jugando al fútbol con sus dos hijos frente a su casa cuando aparecieron tres hombres en un Chevy Caprice, lo apuntaron con sus armas y se lo llevaron.
"A tu padre lo encontrarás mañana detrás del dique", le dijo uno de los hombres a Mustafa, el hijo de trece años de Kamel, cuando el niño se aferraba desesperadamente al coche.
Cuatro horas más tarde la familia se enteró de que la policía había encontrado el cuerpo de Kamel donde los secuestradores habían dicho que lo encontrarían: un infame vertedero para cadáveres al nordeste de Bagdad. ¿Su delito? Había servido en el ejército iraquí durante más de diez años y vivía en un barrio donde las milicias musulmanas chiíes están erradicando a sunníes como él.
Es una prueba suficiente en los fríos cálculos sobre la vida y la muerte en esta capital del miedo. Una curva equivocada, un desvío, una mirada hostil, un dedo que te señala, una denuncia anónima, un asentimiento de cabeza -estos gestos pueden llevar, y llevan a menudo a la muerte.
Los escuadrones de la muerte de milicias religiosas sacan a las víctimas de la calle o de sus coches, de sus casas o de sus oficinas, de mezquitas y hospitales. Los asesinos aparecen de día y de noche. Se aparecen vestidos de paisano o en uniforme.
"Dicen que es la voluntad de Dios, pero no lo es", dice Nisreen Yaseri, llorando el asesinato, la semana pasada, de su primo Mohammed Jabbar, 26. "Es la voluntad de gente. No tiene nada que ver con Dios".
¿El error de Jabbar? Era un pintor de casas chií que pasaba en un taxi por un barrio predominantemente sunní al oeste de Bagdad cuando, el lunes pasado, un grupo de hombres armados hicieron parar el coche en un puesto de control improvisado. Él y cuatro colegas, todos chiíes, fueron aprehendidos.
Sus cuerpos agujereados de bala, maniatados y con signos de haber sido torturados, fueron hallados el martes en las calles del mismo barrio de Adil donde habían parado el taxi en que viajaban.
Sus familiares los volvieron a ver en la morgue del Hospital Kadhimiya.
‘Hamoodi', como era conocido Jabbar, había tomado precauciones: Hace poco había conseguido un nuevo carné de identidad que omitía su nombre tribal -y así borraba su secta, al menos en teoría. "Si me quieren ver como sunní, que me hagan un Duleimi si quieren", decía Jabbar a sus amigos, refiriéndose a un importante clan sunní, recordó su primo.
"Puedo ser chií. Cualquier cosa".
Otros trataron de borrar sus nombres; los diarios de aquí publican anuncios legales de hombres que quieren cambiar su nombre de pila Omar, un típico nombre sunní.
"Pero si te paran, te hacen preguntas: ¿De qué tribu eres? ¿Cómo se llama tu tío? Escapar es imposible", se lamenta Omar Hirmizi, un tendero en el barrio sunní de Adhamiya que ha contemplado el truco y decidió que no era la solución.
Algunos tienen una falsa sensación de seguridad. Ese fue aparentemente el caso de Muatiz Qaisi, un sunní que fue durante largo tiempo dueño de una tienda en el enclave chií de Ciudad Sáder. Tenía muchos amigos y conocidos chiíes y era apreciado. En la primavera pasada un grupo de hombres armados se lo llevó después del atentado contra la mezquita chií en Samarra, el suceso que desencadenó la actual oleada de violencia.
Fue metido en el maletero de un sedán, pero los secuestradores olvidaron quitarle el celular.
"Me cogieron unos hombres armados, y estoy metido en el maletero de su coche", dijo a sus familiares cuando llamó por teléfono, cuenta uno de sus sobrinos.
Más tarde ese día, los secuestradores usaron el celular para llamar al sobrino, diciendo que eran de la "oficina central de homicidios", aunque el sobrino no había oído hablar nunca de la agencia y dudaba de su existencia.
"Tenemos informaciones de que su tío se dedicaba a matar chiíes durante la época" de Saddam Hussein, dijeron los secuestradores al sobrino, de acuerdo a la versión del sobrino.
"¿Cómo podía mi tío tener tiempo para dedicarse a matar a esa gente?", respondió el sobrino. "Mi tío tuvo durante quince años una tienda que abría de siete de la mañana o ocho y media de la noche".
El cuerpo del tío apareció a la mañana siguiente, junto a otros cuatro. Las balas habían desfigurado sus caras, como si hubiesen sido mutilados.
En las angustiantes horas después de su desaparición, frenéticos familiares de los desaparecidos se embarcaron en una búsqueda ahora convertida en ritual: comisarías de policía, ministerios de gobierno, turbios contactos que pueden saber algo.
Cuando hombres en uniformes de faena detuvieron en su casa a Feraz Abbas Kubais, un electricista sunní, su primo hizo una llamada telefónica. El primo conocía a alguien cercano de la Brigada Sáder, una milicia chií adiestrada en Irán que tiene lazos con el ministerio del Interior.
"Veré qué puedo hacer", le dijeron, recordó un amigo. Dos horas después, el hombre de Báder devolvió la llamada. "Lo lamento. Fue demasiado tarde", le dijo al primo. "Lo encontrarás mañana en la morgue".
Algunos no son encontrados nunca. Quizás son arrojados en fosas clandestinas. O se descomponen y es imposible identificarlos, o son arrojados al río Tigris o a un canal de irrigación del que nunca vuelven a emerger.
Había tantos cadáveres obstruyendo la principal planta colectora de la capital en la primavera pasada que las autoridades empezaron una investigación, con ayuda técnica norteamericana. Los investigadores descubrieron un macabro esquema: Pozos que se hallaban a varios kilómetros de distancia habían sido usados como sitios para la eliminación de cadáveres, permitiendo que los restos fluyeran bajo tierra a través de grandes tubos de concreto, junto con los otros vertidos subterráneos de la ciudad.
"Es posible que algunos cuerpos fueran destrozados por el sistema de bombeo, y nunca nos enteramos", dice Ahmed Abdil Elah, subgerente general del sistema de alcantarillado de la ciudad. "No quedan huellas de ellos".
El ayuntamiento clausuró los pozos, y el macabro torrente cesó.
Otros restos son identificados después de haber sido enterrados como pertenecientes a desconocidos.
Ese fue el caso de Muayid Rahman Batawi, 28, un sunní que vive en el barrio de Al Khatib, donde los chiíes han desplazado a los sunníes como mayoría.
Batawi tenía miedo de salir de su casa a pie, aunque ocasionalmente se aventuraba fuera en su coche, recuerda su hermano. Ese fue su error. Desapareció después de parar en una gasolinera el 3 de julio, dijo su hermano. Su cuerpo apareció seis días después en el barrio chií de Shula, en Bagdad.
Los funcionarios de la morgue no entregan los cuerpos sin una carta de la policía. Para cuando la familia obtuvo el documento, era demasiado tarde. El cuerpo de Batawi había sido llevado con otros de ‘identidad desconocida' al cementerio chií de Nayaf, a 145 kilómetros al sur de la capital -que no es un lugar donde los sunníes optarían por enviar a sus familiares, especialmente en estos días de enemistad mutua.
"Mandamos de inmediato a nuestra madre, sola, a Nayaf, a recoger el cuerpo, porque pensamos que era más seguro que lo hiciera una mujer", recuerda su hermano. "Pero ellos no quisieron entregar su cuerpo".
El cuerpo de Batawi sigue estando enterrado en la gris tierra de Nayaf.
La semana pasada en el cementerio de Wadi al Salam (Valle de la Paz) de Nayaf, los sepultureros estaban cavando tumbas para 63 cuerpos más, las últimas víctimas desconocidas traídas desde la capital en un camión frigorífico.
"Siento una profunda tristeza. Los asesinados son nuestros hermanos", dice Mehdi Asadi, que se encarga de la disposición en el llamado Cementerio de los Desconocidos, una especie de campo de arcilla.
Los trabajadores pintan un número en la losa de cada tumba de los desconocidos, una referencia en caso de que alguien quiera reclamar los restos. Los familiares que identifican a los muertos en las fotografías digitales de la morgue piden que sus cuerpos sean desenterrados para trasladarlos a otros lugares.
Para las familias que quedan atrás, hay poco consuelo en el hallazgo de un cuerpo. Sólo mitiga una duda persistente.
Aunque la policía encontró el cuerpo de Kamel en el dique apenas horas después de su secuestro, sus familiares no se enteraron de su destino sino la semana pasada, porque su cuerpo no había sido identificado. Finalmente lo reconocieron en una foto de la morgue.
Los restos de Kamel fueron enviados para ser enterrados como ‘desconocidos' en la ciudad santa chií de Karbala.
Su familia sunní decidió dejarlo en paz allá. Sus familiares piensan hacer el peregrinaje hacia su tumba cuarenta días después de su muerte, respetando una venerada costumbre musulmana que transciende las divisiones confesionales.

patrick.mcdonnell@latimes.com

Shamil Aziz, Suhail Ahmad, Raheem Salman, Zainab Hussein, Mohammed Arrawi y Saif Rasheed en Bagdad y Saad Fakhrildeen en Najaf contribuyeron a este reportaje.

18 de septiembre de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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