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el agente y los terroristas 1


[Mark Arax] Durante 35 años, James Wedick fue una estrella del FBI. Cuando sus ex colegas procesaron a un sospechoso de terrorismo, tomó partido por la defensa y fue tildado de traidor.
Antes de que se saquen las cuentas de las victorias y derrotas y la guerra contra el terrorismo entre en los libros como demencia, o tal vez prudencia, habrá de recordarse lo que pasó esta primavera en el decimotercer piso del tribunal federal de Sacramento. Allá, en una sala muy solemne, frente a fiscales, abogados defensores y juez, un hombre alto y demacrado llamado James Wedick Jr., estaba exigiendo que lo llamasen a declarar, para contar a los miembros del jurado sobre los 35 años que había pasado en el FBI y cómo ocurrió que estaba frente a ellos no del lado del gobierno de Estados Unidos, sino junto a dos musulmanes paquistaníes, padre e hijo, cuyos libros y oraciones y sueños de inmigrantes estaban siendo escudriñados en el primer juicio por terrorismo en California.
Wedick miró levantarse al fiscal de Washington y decir que era un asesino a sueldo de la defensa y que las críticas que tenía sobre la investigación no tenían otro propósito que confundir al jurado y hacer perder el tiempo al tribunal. Él quería replicar diciendo que había sido el agente del FBI más condecorado en la historia de la capital del estado y que durante años, fiscales, jueces y jurados no tenían para él más que elogios por el modo en que había arremetido contra senadores del estado pervertidos y contra mafiosos y por haber descubierto y desbaratado la más grande estafa en la historia de California. Sin embargo, sólo podía seguir sentado y escuchar cuando el juez resolvió que tenía que ser amordazado. En las ocho semanas del juicio, quince testigos de la fiscalía y siete de la defensa subieron al estrado, pero un testigo, cuyo testimonio podría haber cambiado todo, nunca pudo contar su versión. Nunca pudo contar su metamorfosis un domingo en la mañana, en junio pasado, cuando despertó pensando que había visto todo lo que podía haber de absurdo en una vida dedicada a luchar contra el crimen sólo para encontrar el video del FBI -la confesión se convertiría en el centro de la acusación de terrorismo- a la puerta de su casa.
Había llegado con bastante escándalo: Más abajo en la Autopista 99, los federales habían descubierto un célula durmiente de Al Qaeda en Lodi, un pequeño pueblo agrícola en el lado norte del Valle de San Joaquín, que había pasado de ser ‘la capital mundial de la sandía' en los años de 1880, a la ‘capital mundial de las uvas Tokay' en los años veinte y a la ‘capital mundial de las uvas Zinfandel' hoy. El pueblo se jactaba de sus sesenta vinerías, 36 salones de cata, un festival de la vendimia en mayo y su propia denominación: la Lodi-Woodbridge. De algún modo sumergido entre las 37 mil hectáreas de viñedos que se plegaban sobre la llana y rica marga de la cuenca del río Mokelumne, un joven musulmán radical llevaba su libro de oraciones en su cartera.
Acababa de volver a casa en Lodi desde un campamento terrorista en las colinas de su Pakistán ancestral. Había sido adiestrado allá en el uso de rifles Kalashnikov y en espadas curvas, utilizando como blancos muñecos de Bush y Rumsfeld. Estaba esperando instrucciones, que le llegarían a su correo electrónico, para colocar bombas en hospitales y supermercados en el corazón de California. Entretanto, estaba envasando cerezas Bing en las afueras de la ciudad. Los dos imanes de la pequeña mezquita dorada al otro lado de la calle del Club de Chicos y Chicas de Lodi, dirigían la célula durmiente por encargo de Osama bin Laden. Estaban construyendo un edificio de varios millones de dólares para difundir las semillas de la guerra santa islámica entre los hijos de inmigrantes paquistaníes arriba y abajo del cordón agrícola. Aunque la historia sonaba demasiado insólita como para ser verdad, el yihadista de 22 años, y su padre de 47, que vendía helados en los barrios, habían confesado todo ante las cámaras.
En casa en los suburbios de Gold River en Sacramento, Jim Wedick accedió a estudiar el video del FBI como un favor para uno de los abogados de la defensa. Pensaba que tendría que llamar al abogado y decirle que padre e hijo, culpables sin duda alguna, debían tratar de llegar a un acuerdo con la fiscalía. Es difícil obtener una confesión, pero en este caso los federales tenían no una, sino dos. Incluso así, Wedick había sido siempre el tipo de detective que necesitaba controlar él mismo todas las evidencias. Así que metió el video en su reproductor y se sentó a mirarlo en su sofá. Las imágenes eran borrosas, pero reconoció de inmediato el escenario. Era el viejo cuarto del detector de mentiras en la sede regional del FBI en el lado norte de la capital. También reconoció a varios de los agentes. En el año que había pasado desde su jubilación, se habían convertido en expertos de contraterrorismo. Ahora, dos a la vez, empezaban un interrogatorio de cinco horas que dejaría al descubierto a un terrorista suicida en ciernes.
Wedick pudo ver que Hamid Hayat tenía frío y estaba asustado. Para dejar de temblar, había metido las manos entre sus piernas, como un niño que no se quiere mear. Era muy flaco, con los ojos hundidos y las cejas tan prodigiosamente arqueadas que tenía una expresión de perpetuo asombro. Incluso con su larga barba negra, parecía más adolescente que hombre. Los agentes le pasaron una manta y acercaron sus sillas. Estamos aquí para escuchar, no para juzgar. Nada de lo que nos digas sobre el campamento nos sorprenderá. Tenemos aviones espías en todo Pakistán. Si te has propuesto mentirnos, piénsalo otra vez. Wedick conocía el juego que estaban jugando, el ir y venir entre la confianza y el temor. Podría tomar horas, pero si la confianza y el miedo eran maniobrados correctamente, terminaría confesando repentinamente. En un momento el sospechoso veía el mundo desde su perspectiva. Al siguiente, lo veía desde la tuya. Wedick lo llamaba la caída libre. La liberación que se producía rompía las mentiras más espesas. Ocurría incluso con los delincuentes más astutos.
Hayat se movía en su silla, y su voz adquirió un tono sumiso. Una hora, dos horas, bostezos, pausa para fumar, bostezos, pausa de caramelos, cansancio. La caída libre no llegó nunca. En lugar de eso, toda nueva revelación, todo giro dramático en su historia, venía en primer lugar de la boca de los agentes. Más que pedir a Hayat que describiera lo que había ocurrido, ellos describían para él lo que debía haber ocurrido y luego apuntaban sus "uh-huhs" y "um-hmms" como declaraciones solemnes. Estaba tan abierto a las sugerencias que el campamento mismo pasó de ser un villorrio de chozas de adobe a una ciudad con edificios del tamaño del Estadio Arco de Sacramento. Sus compañeros en el adiestramiento eran 35, 40, 50 y hasta 200. El campamento era dirigido por un grupo político, por un seminario teológico, por su tío, su abuelo, sí, por Al Qaeda. La ubicación del campamento era todo el mapa -se extendía desde Afganistán hasta Cachemira y hasta un pueblo en Pakistán llamado Balakot. En cuanto a las armas del campamento, había una pistola, dos rifles y un cuchillo para cortar verduras.
Wedick estaba inquieto por la incapacidad de los agentes de definir los contornos de una historia verosímil. Parecían no conocer el terreno en Pakistán ni el mes de Ramadán. No parecían darse cuenta completamente que estaban tratando con un hijo de inmigrantes de una modesta tribu pashtún cuya educación llegaba a sexto y tenía un pobre dominio del inglés -"¿Martirizado? ¿Qué significa eso, señor?"-, exigía un enfoque más escéptico. Y luego estaba el asunto de la confesión del padre. Umer Hayat dijo que había visitado a su hijo en el campamento y había visto a mil hombres con las máscaras negras de los Torturas Ninja y había hecho ejercicios de ‘salto con pértiga' en enormes cuartos subterráneos -a 160 kilómetros de Balakot. Los agentes que iban y venían entre los dos interrogatorios esa noche no intentaron nunca reconciliar las enormes diferencias entre las confesiones.
El video terminó y Wedick cogió el teléfono y llamó al abogado de la defensa Johnny L. Griffin. Cualquiera duda que hubiera tenido sobre si denunciar o no al FBI, donde su esposa todavía trabajaba como agente, había desaparecido. "Johnny, es el interrogatorio más malo, la confesión más mala que he visto en mi vida".
Especularon que el gobierno podía tener las mejores pruebas en la manga. "Tienen que tener una bala de plata, Johnny. Porque sin esa bala, no veo cómo el FBI o la fiscalía van a poder montar un caso".
Lo que no entendía completamente era que este era un ministerio de Justicia diferente, encargado de una tarea diferente a la que él conocía.

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Jim Wedick te puede contar todo sobre el FBI. Cuando crecía en el Bronx en los años cincuenta, no fantaseaba que era un DiMaggio dominando el medio campo, sino a Melvin Purvis, el G-man, pasándole por encima a John Dillinger y Baby Face Nelson.
Allá estaba el Enemigo Público Nº1, y escribió al FBI diciendo que quería trabajar en el buró. Un mes después un agente de Nueva York lo llamó por teléfono. Le preguntó si podría viajar para una entrevista. Wedick hizo una pausa y tartamudeó. Debía de haber olvidado mencionar que tenía 14 años.
Nueve años después, con un diploma de contabilidad de la Universidad de Fordham en su bolsillo trasero, estaba parado en la Academia del FBI donde recibió su primer destino: Indiana. "¿Cómo pasó eso?", quisieron saber sus colegas. Durante su formación, mientras los otros novatos ponían sus ojos en San Diego o Miami Beach, Wedick les contaba que su trabajo ideal sería Gary, Indiana, donde trabajaba Purvis. Ese es el territorio donde Dillinger sacó un arma de un pan de jabón para escapar de la cárcel. Es ahí donde la Dama de Rojo delató a Dillinger.
A una semana de llegar a Gary, Wedick estaba tras la pista de una banda de ladrones que estaban robando grandes camiones cargados de acero. Puso tanta presión sobre uno de los delicuentes, que la mafia local asumió que el tipo se estaba confesando con el nuevo agente de ojos azules. Para librar al tipo de problemas, Wedick fingió un enfrentamiento en un bar de los barrios bajos para demostrar que él y el tipo eran enemigos. El delincuente estaba tan agradecido de que su lealtad hacia la mafia se hubiese restaurado, que accedió a convertirse en informante. Al día siguiente, llevó a Wedick a un silo gigante en las afueras de la ciudad donde los camiones robados y sus cargas estaban siendo cortadas como ganado para el mercado.
Su trasiego llamó la atención de la estrella de la oficina, y viajaron por el país como agentes encubiertos. Cualquiera fuera el caso -la Operación Estilográfica que metió en la cárcel a decenas de criminales de cuello blanco y mafiosos o la Estafa de las Gambas, que resultó en 17 condenas por corrupción política en California y terminó las carreras de cuatro senadores del estado y un presidente de la Asamblea-, Wedick mostraba la misma loca devoción por los detalles. Se saltaba comidas y noches y el día que volvió a casa por un tiempo más largo, fue sólo para ver como su primera mujer lo abandonaba. "Estaba tan inmerso en el trabajo que no lo vi venir. Estaba empacando y no me di cuenta. Se fue con otro y eso casi me destruyó. Mantuve la casa exactamente como ella la había dejado durante casi dos años. Las mismas fotografías, los mismos calendarios, las mismas notas pegadas en la puerta de la nevera".
Durante los años noventa, mientras dirigía la brigada anti-corrupción en la oficina regional de Sacramento, Wedick y sus agentes continuaron destapando grandes casos y llegando a las primeras planas. En Fresno, sorprendieron a agentes inmobiliarios comprando votos de los concejales de la ciudad, para proyectos de urbanización, por una miseria: un juego de llantas, una reparación de los frenos, un traje azul nuevo. Pillaron a proveedores médicos desfalcando al estado en 228 millones de dólares en pagos de salud. Tan extraordinario fue su éxito que el director del FBI entonces, Louis Freeh, lo citó en Washington para recibir la Medalla del Director como el investigador criminal del año.
Su carrera, como otras muchas cosas, llegó a un abrupto fin el 11 de septiembre de 2001. Wedick estaba pasando las vacaciones con su esposa, Nancy, paseando en bicicleta en las tierras altas escocesas, cuando los aviones secuestrados impactaron contra el World Trade Center. Lo primero que se le vino a la cabeza fue su difunto padre, James, jefe de una compañía de bomberos que había librado su propia guerra personal para impedir la construcción de las torres gemelas. Si las chocaba un avión advertía, se convertirían en una trampa mortal para los bomberos. "¿Qué pensaría papá ahora?", murmuraba.
Volvió a casa con un imperativo diferente. La guerra contra la delincuencia de cuello banco, su trabajo principal, se convirtió de repente en un pasatiempo. En las oficinas del FBI en todo el país, el cambio hacia el contraterrorismo fue rápido e inequívoco. Solamente en Sacramento, decenas de agentes de las brigadas anti-corrupción y otras estaban trabajando ahora en contraespionaje, terrorismo doméstico y terrorismo internacional. "Ahora que todos andan buscado a bin Laden", dijo Wedick a sus amigos fuera del FBI, "los delincuentes están en el mejor de los mundos". Había votado dos veces por George W. Bush, pero se preguntaba si acaso la guerra contra el terrorismo no había sido exagerada, basada en la falsa premisa de una amenaza permanente. Vio cómo el país lanzaba las libertades civiles al viento y pensaba sobre los japoneses que, hacía más de medio siglo, habían sido internados en campamentos en el desierto.
Y luego, un día de primavera de 2004, agentes federales, fiscales y jueces se reunieron en un restaurante de la localidad para rendirle tributo. Le leyeron una carta del ministro de Justicia John Ashcroft, elogiando su destacada carrera y calificando sus casos de "modelos que los otros agentes deben emular". Le dieron la mano y le desearon lo mejor en su nueva vida como detective privado. Se dieran cuenta o no, estaban despidiendo no sólo a su agente más celebrado, sino también el viejo FBI.

28 de mayo de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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