el agente y los terroristas 2
[Mark Arax] Durante 35 años, James Wedick fue una estrella del FBI. Cuando sus ex colegas procesaron a un sospechoso de terrorismo, tomó partido por la defensa y fue tildado de traidor.
En un pequeño cuarto en el décimo piso del tribunal federal en el centro de Sacramento, se reunieron la mañana del 8 de junio de 2005 tres funcionarios federales para informar al público sobre el nido de terroristas que habían descubierto al otro lado del río y en los campos de Lodi. "Queremos enfatizar que esta investigación está literalmente en curso en este momento", dijo McGregor W. Scott, el fiscal jefe del Distrito Oriental de California. "Todos los pasos que hemos dado -y que daremos- han sido examinados, reexaminados y aprobados por los más altos niveles del ministerio de Justicia".
El Destacamento Conjunto Antiterrorista [Joint Terrorism Task Force] -más de una decena de agencias federales, del estado y locales- estaba trabajando día y noche para desbaratar una célula durmiente que tenía por objetivo "matar a estadounidenses". Los agentes habían allanado las residencias de los Hayat y de dos clérigos musulmanes locales, Mohammed Adil Khan y Shabbir Ahmed. Los imanes fueron entregados a Inmigración y Aduanas.
Algunos periodistas tomaron nota de que el gobierno ya se había retractado de algunos detalles de la investigación que se habían filtrado el día anterior. En una declaración jurada revisada, el fiscal federal había retirado toda mención de hospitales y supermercados como los blancos potenciales de los terroristas. También había borrado la afirmación de que el abuelo de Hamid Hayat en Pakistán, un prominente clérigo musulmán, estaba relacionado con un hombre que dirigía un campamento terrorista en Afganistán. Se descubrió que su amigo en realidad era otro hombre que sólo compartía con el terrorista el apellido Rehman. Es el equivalente paquistaní de Jones o Johnson.
"Errores burocráticos", según los calificó el ministerio de Justicia, aunque esto apenas si importó a los equipos de los telediarios que llegaron en tropel a Lodi buscando cualquier cosa que oliera a islam: el taller mecánico de S. Khan, el supermercado The Park India. El templo de los Testigos de Jehová convertido a medias en mezquita. Y en la diminuta guarida junto al bosque donde Hamid Hayat había alimentado su odio contra Estados Unidos.
¿Cómo fue que el FBI se había fijado en Lodi? ¿Cómo fue que unos miles de paquistaníes llegaron a vivir en medio del ‘Sueño Americano de la Uva', una ciudad construida por granjeros alemanes que cultivaban trigo, cuyos descendientes todavía vivían en pulcras casas de ladrillo y estuco bordeadas de robles y azaleas y que, los martes, todavía disfrutaban de un cuenco de cremosa sopa de remolacha por 2.89 dólares en Richmaid?
Realmente, era una historia conocida. Como los chinos y los japoneses y los mexicanos antes que ellos, los campesinos del gran Valle del Indo habían emigrado a California a principios del siglo 20 para trabajar en la tierra. Habían cultivado algodón, trigo y caña de azúcar y aunque la tierra en casa era fértil y el agua abundante, estaba atrapados en el último escalón del estricto sistema de castas. Viajaron miles de kilómetros sólo para aterrizar de golpe en la misma antigua línea de latitud -el sol de Punjab era el valle del sol- y encontrarse con un nuevo sistema de castas, donde los grupos eran azuzados unos contra otros para mantener bajos los salarios.
Umer Hayat tenía 18 años y era un niño de campo con pocas perspectivas cuando dejó Pakistán en 1976. No tenía nada que mostrarle a una futura esposa. No tenía una granja familiar. No tenía educación más allá del octavo. Como su padre y abuelo, podía casarse con una niña de la aldea, pero tenía otros planes. Vendría a Lodi, se convertiría en ciudadano estadounidense y usaría sus papeles para seducir a una chica urbana de Pakistán. Todo resultó mejor de lo que hubiera imaginado nunca: Ella era la hija de Qari Saeed-ur-Rehman, un venerado clérigo musulmán que dirigía una escuela religiosa, madrassa, en Rawalpindi. Los papeles de su naturalización que el joven pretendiente apretaba en su mano -la posibilidad de que su hija y sus futuros nietos prosperaran en Estados Unidos- era todo lo que necesitaba el viejo.
Que Umer Hayat terminara despilfarrando esta oportunidad debe haber sido su verdadero delito. No era tanto lo que hubiera decidido hacer con su propia vida. Después de todo, había encontrado un trabajo fuera del campo y de las envasadoras, y conducía una camioneta beige en la que vendía helados, que llevaba las palabras Homer Simpson pintadas atrás, estaba aprendiendo a hablar español y se había rebautizado como ‘Mike' para atender mejor a los niños de los barrios. Y tampoco era que tuviera lazos tan estrechos con Pakistán. Era como muchos otros inmigrantes que se hicieron camino hacia Estados Unidos ya de adultos, que nunca aceptarían realmente al país como si fuese el propio, todavía miraban hacia atrás y vivían con la idea de volver a casa algún día. Más bien, el problema era su insistencia en que sus cuatro hijos, todos nacidos en Estados Unidos, hicieran lo mismo.
Mantener a Estados Unidos al otro lado de la puerta de la pequeña casa de madera amarilla fue una tarea monumental. Debido a que las escuelas públicas no segregan a niños de niñas, y no había aulas en la mezquita donde enviar a sus hijas, insistió en que abandonaran los estudios a los trece años. Estaba sobre todo preocupado por su primogénito, Hamid, y quería desesperadamente que se convirtiera en un clérigo musulmán, como su suegro. Con ese fin en mente, lo sacó de la escuela en el sexto y lo envió a Pakistán a vivir con sus abuelos. El niño estuvo allá durante más de una década y se memorizó el Corán entero. Pero una vez que volvió a casa, fue demasiado holgazán como para conseguir la posición de clérigo en formación en la mezquita de Lodi. Así que vivía con su padre y achacosa madre y otros once parientes, durmiendo todo el día y despertando para engullir seis hamburguesas de pescado de McDonald's y mirar lucha libre y al equipo nacional paquistaní de cricket en la televisión por satélite. Tarde por la noche, solo, se metía a la autopista 99 en dirección a ninguna parte. "Me gusta la velocidad", se fanfarroneaba. "Ciento diez kilómetros por hora, man".
Aprisionado entre los dos países, guardaba en su cuarto un álbum de recortes con artículos que sacaba de un diario paquistaní que denostaba contra Estados Unidos y ‘Bush, el Gusano'. No tenía amigos que pudiera mencionar y ninguna chica paquistaní en Estados Unidos lo miraría dos veces. Se ponía a sangrar de la nariz en los momentos más inoportunos y estaba convencido de que un hechizo de magia negra, que le había hecho un enemigo, había gafado su vida amorosa. Quizás las cosas cambiaran si dejara de fumar y bebiera menos té y ahorrara dinero de su trabajo en la envasadora de cerezas.
Entonces, en el verano de 2002, un amigo de verdad entró en su mundo, un hombre que era diez años su mayor, un tipo pulcro con pantalones bien planchados y camisas que llevaba siempre dentro del pantalón y el pelo negro ondulado echado hacia atrás. Tenía un chollo de trabajo en una compañía informática y conducía un brillante todoterrenos y hablaba perfecto inglés y era fluido en pashto y urdu, dos de los principales idiomas de Pakistán. Se llamaba Naseem Khan, y había llegado a Estados Unidos con su madre a fines de los años ochenta, y estaba viviendo por un tiempo en Lodi.
Umer Hayat no estaba muy seguro sobre el extranjero que comía bife al curry en su casa, pero Hamid le dijo que no se preocupara. Khan había trabado amistad con los imanes y pasaba la noche en sus casas, trabajando en la página web del futuro Centro Islámico Farooqia. Era, sobre todo, un musulmán apasionado que creía que "venimos de Dios y a Dios volvemos".
Para Hamid, por supuesto, era mucho más que eso. Khan era el primer amigo que realmente quería ver su álbum de recortes y oír sus historias sobre los combatientes muyahedines que asistían a la escuela religiosa de su abuelo antes de marcharse a Afganistán a combatir a los soviéticos.
"¿Has oído las noticias?", le preguntó Khan una tarde en marzo de 2003.
"No. ¿Sobre qué? ¿Lo de Al Qaeda?... Al Qaeda es un grupo chévere, man. Son más listos que el FBI, amigo".
Khan se echó a reír. "Ya, mejores que el FBI, ¿ah?"
Hablaban en su lengua nativa y en inglés, pero Khan no era muy hablador. Que se sentía considerablemente más cómodo haciendo preguntas debió haber sido la primera clave de Hamid. Sin embargo, el chico estaba tan ansioso de que alguien lo tomara en serio que no se dio cuenta de que Khan siempre llevaba la conversación hacia el mismo lugar.
"Me voy a meter en la yihad", declaró Khan. "¿Tú no crees en eso, eh?"
"No, man, en estos días eso no tiene sentido. Escucha, ahora no podemos ir a Afganistán... Está la CIA allá".
En cuanto a los campos de adiestramiento, Hamid dijo que había visto uno en un video, y que exigían mucho de sus alumnos. Cuarenta días de adiestramiento. Guardias toda la noche. Flexiones en el frío de la mañana. Prácticas de bazuca. "Man, si tuviera un arma, amigo, no sería capaz de disparar con ella", dijo.
Durante los siguientes seis meses, Khan grabaría más de cuarenta horas de conversaciones con Hamid y su padre, la mayor parte de las veces en la intimidad de su hogar. Como trabajo, ser testigo secreto en la guerra del FBI contra el terrorismo está bien pagado -más de 225 mil dólares- y Khan se arrojó a él con tanto entusiasmo que parecía más FBI que los agentes mismos. Sin embargo, no era fácil hacerlo con tu propia gente, especialmente con un niño que te llama siempre "mi hermano mayor" y un padre que ahora llamaba a Khan su "otro hijo". Khan replicó con la misma moneda: "Usted me trata como su hijo y usted es como un padre para mí".
El Destacamento Conjunto Antiterrorista [Joint Terrorism Task Force] -más de una decena de agencias federales, del estado y locales- estaba trabajando día y noche para desbaratar una célula durmiente que tenía por objetivo "matar a estadounidenses". Los agentes habían allanado las residencias de los Hayat y de dos clérigos musulmanes locales, Mohammed Adil Khan y Shabbir Ahmed. Los imanes fueron entregados a Inmigración y Aduanas.
Algunos periodistas tomaron nota de que el gobierno ya se había retractado de algunos detalles de la investigación que se habían filtrado el día anterior. En una declaración jurada revisada, el fiscal federal había retirado toda mención de hospitales y supermercados como los blancos potenciales de los terroristas. También había borrado la afirmación de que el abuelo de Hamid Hayat en Pakistán, un prominente clérigo musulmán, estaba relacionado con un hombre que dirigía un campamento terrorista en Afganistán. Se descubrió que su amigo en realidad era otro hombre que sólo compartía con el terrorista el apellido Rehman. Es el equivalente paquistaní de Jones o Johnson.
"Errores burocráticos", según los calificó el ministerio de Justicia, aunque esto apenas si importó a los equipos de los telediarios que llegaron en tropel a Lodi buscando cualquier cosa que oliera a islam: el taller mecánico de S. Khan, el supermercado The Park India. El templo de los Testigos de Jehová convertido a medias en mezquita. Y en la diminuta guarida junto al bosque donde Hamid Hayat había alimentado su odio contra Estados Unidos.
¿Cómo fue que el FBI se había fijado en Lodi? ¿Cómo fue que unos miles de paquistaníes llegaron a vivir en medio del ‘Sueño Americano de la Uva', una ciudad construida por granjeros alemanes que cultivaban trigo, cuyos descendientes todavía vivían en pulcras casas de ladrillo y estuco bordeadas de robles y azaleas y que, los martes, todavía disfrutaban de un cuenco de cremosa sopa de remolacha por 2.89 dólares en Richmaid?
Realmente, era una historia conocida. Como los chinos y los japoneses y los mexicanos antes que ellos, los campesinos del gran Valle del Indo habían emigrado a California a principios del siglo 20 para trabajar en la tierra. Habían cultivado algodón, trigo y caña de azúcar y aunque la tierra en casa era fértil y el agua abundante, estaba atrapados en el último escalón del estricto sistema de castas. Viajaron miles de kilómetros sólo para aterrizar de golpe en la misma antigua línea de latitud -el sol de Punjab era el valle del sol- y encontrarse con un nuevo sistema de castas, donde los grupos eran azuzados unos contra otros para mantener bajos los salarios.
Umer Hayat tenía 18 años y era un niño de campo con pocas perspectivas cuando dejó Pakistán en 1976. No tenía nada que mostrarle a una futura esposa. No tenía una granja familiar. No tenía educación más allá del octavo. Como su padre y abuelo, podía casarse con una niña de la aldea, pero tenía otros planes. Vendría a Lodi, se convertiría en ciudadano estadounidense y usaría sus papeles para seducir a una chica urbana de Pakistán. Todo resultó mejor de lo que hubiera imaginado nunca: Ella era la hija de Qari Saeed-ur-Rehman, un venerado clérigo musulmán que dirigía una escuela religiosa, madrassa, en Rawalpindi. Los papeles de su naturalización que el joven pretendiente apretaba en su mano -la posibilidad de que su hija y sus futuros nietos prosperaran en Estados Unidos- era todo lo que necesitaba el viejo.
Que Umer Hayat terminara despilfarrando esta oportunidad debe haber sido su verdadero delito. No era tanto lo que hubiera decidido hacer con su propia vida. Después de todo, había encontrado un trabajo fuera del campo y de las envasadoras, y conducía una camioneta beige en la que vendía helados, que llevaba las palabras Homer Simpson pintadas atrás, estaba aprendiendo a hablar español y se había rebautizado como ‘Mike' para atender mejor a los niños de los barrios. Y tampoco era que tuviera lazos tan estrechos con Pakistán. Era como muchos otros inmigrantes que se hicieron camino hacia Estados Unidos ya de adultos, que nunca aceptarían realmente al país como si fuese el propio, todavía miraban hacia atrás y vivían con la idea de volver a casa algún día. Más bien, el problema era su insistencia en que sus cuatro hijos, todos nacidos en Estados Unidos, hicieran lo mismo.
Mantener a Estados Unidos al otro lado de la puerta de la pequeña casa de madera amarilla fue una tarea monumental. Debido a que las escuelas públicas no segregan a niños de niñas, y no había aulas en la mezquita donde enviar a sus hijas, insistió en que abandonaran los estudios a los trece años. Estaba sobre todo preocupado por su primogénito, Hamid, y quería desesperadamente que se convirtiera en un clérigo musulmán, como su suegro. Con ese fin en mente, lo sacó de la escuela en el sexto y lo envió a Pakistán a vivir con sus abuelos. El niño estuvo allá durante más de una década y se memorizó el Corán entero. Pero una vez que volvió a casa, fue demasiado holgazán como para conseguir la posición de clérigo en formación en la mezquita de Lodi. Así que vivía con su padre y achacosa madre y otros once parientes, durmiendo todo el día y despertando para engullir seis hamburguesas de pescado de McDonald's y mirar lucha libre y al equipo nacional paquistaní de cricket en la televisión por satélite. Tarde por la noche, solo, se metía a la autopista 99 en dirección a ninguna parte. "Me gusta la velocidad", se fanfarroneaba. "Ciento diez kilómetros por hora, man".
Aprisionado entre los dos países, guardaba en su cuarto un álbum de recortes con artículos que sacaba de un diario paquistaní que denostaba contra Estados Unidos y ‘Bush, el Gusano'. No tenía amigos que pudiera mencionar y ninguna chica paquistaní en Estados Unidos lo miraría dos veces. Se ponía a sangrar de la nariz en los momentos más inoportunos y estaba convencido de que un hechizo de magia negra, que le había hecho un enemigo, había gafado su vida amorosa. Quizás las cosas cambiaran si dejara de fumar y bebiera menos té y ahorrara dinero de su trabajo en la envasadora de cerezas.
Entonces, en el verano de 2002, un amigo de verdad entró en su mundo, un hombre que era diez años su mayor, un tipo pulcro con pantalones bien planchados y camisas que llevaba siempre dentro del pantalón y el pelo negro ondulado echado hacia atrás. Tenía un chollo de trabajo en una compañía informática y conducía un brillante todoterrenos y hablaba perfecto inglés y era fluido en pashto y urdu, dos de los principales idiomas de Pakistán. Se llamaba Naseem Khan, y había llegado a Estados Unidos con su madre a fines de los años ochenta, y estaba viviendo por un tiempo en Lodi.
Umer Hayat no estaba muy seguro sobre el extranjero que comía bife al curry en su casa, pero Hamid le dijo que no se preocupara. Khan había trabado amistad con los imanes y pasaba la noche en sus casas, trabajando en la página web del futuro Centro Islámico Farooqia. Era, sobre todo, un musulmán apasionado que creía que "venimos de Dios y a Dios volvemos".
Para Hamid, por supuesto, era mucho más que eso. Khan era el primer amigo que realmente quería ver su álbum de recortes y oír sus historias sobre los combatientes muyahedines que asistían a la escuela religiosa de su abuelo antes de marcharse a Afganistán a combatir a los soviéticos.
"¿Has oído las noticias?", le preguntó Khan una tarde en marzo de 2003.
"No. ¿Sobre qué? ¿Lo de Al Qaeda?... Al Qaeda es un grupo chévere, man. Son más listos que el FBI, amigo".
Khan se echó a reír. "Ya, mejores que el FBI, ¿ah?"
Hablaban en su lengua nativa y en inglés, pero Khan no era muy hablador. Que se sentía considerablemente más cómodo haciendo preguntas debió haber sido la primera clave de Hamid. Sin embargo, el chico estaba tan ansioso de que alguien lo tomara en serio que no se dio cuenta de que Khan siempre llevaba la conversación hacia el mismo lugar.
"Me voy a meter en la yihad", declaró Khan. "¿Tú no crees en eso, eh?"
"No, man, en estos días eso no tiene sentido. Escucha, ahora no podemos ir a Afganistán... Está la CIA allá".
En cuanto a los campos de adiestramiento, Hamid dijo que había visto uno en un video, y que exigían mucho de sus alumnos. Cuarenta días de adiestramiento. Guardias toda la noche. Flexiones en el frío de la mañana. Prácticas de bazuca. "Man, si tuviera un arma, amigo, no sería capaz de disparar con ella", dijo.
Durante los siguientes seis meses, Khan grabaría más de cuarenta horas de conversaciones con Hamid y su padre, la mayor parte de las veces en la intimidad de su hogar. Como trabajo, ser testigo secreto en la guerra del FBI contra el terrorismo está bien pagado -más de 225 mil dólares- y Khan se arrojó a él con tanto entusiasmo que parecía más FBI que los agentes mismos. Sin embargo, no era fácil hacerlo con tu propia gente, especialmente con un niño que te llama siempre "mi hermano mayor" y un padre que ahora llamaba a Khan su "otro hijo". Khan replicó con la misma moneda: "Usted me trata como su hijo y usted es como un padre para mí".
28 de mayo de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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