los verdaderos apaciguadores
[Peter W. Galbraith] Trataron de apaciguar a Saddam Hussein, enviándole señales erróneas que condujeron a su invasión de Kuwait.
En su más reciente justificación de su dirección del Pentágono, el ministro de Defensa Donald Rumsfeld se remontó a los años treinta, comparando a los críticos del gobierno de Bush con los que, como el embajador estadounidense en Gran Bretaña, Joseph P. Kennedy, eran partidarios de apaciguar a Adolfo Hitler. Rumsfeld evitó una comparación más reciente: el apaciguamiento de Saddam Hussein por los gobiernos, de Reagan primero, y del primer Bush. Las razones de su selectividad son obvias, ya que muchos de los apaciguadores de Hussein en los años ochenta fueron los principales actores de la guerra contra Iraq de 2003, incluyendo a Rumsfeld mismo.
En 1983, el presidente Reagen inició una apertura estratégica con respecto a Iraq, entonces en el tercer año de una guerra de desgaste con el vecino Irán. Aunque Iraq había empezado la guerra con un ataque rápido y sorpresivo en 1980, hacia 1982 la marea estaba a favor de Irán y el gobierno de Reagan tenía miedo de que Iraq en realidad pudiera perder. Reagan nombró a Rumsfeld como su emisario ante Hussein, al que visitó en diciembre de 1983 y marzo de 1984. Lamentablemente, Iraq había empezado a usar armas químicas contra Irán en noviembre de 1983, el primer uso sostenido de gas venenoso desde un tratado de 1925 que prohibía justamente eso.
Rumsfeld no mencionó nunca ante Hussein las descaradas violaciones al derecho internacional, concentrándose en cambio en la compartida hostilidad hacia Irán y en el oleoducto que cruzaría Jordania. Rumsfeld, aparentemente, se lo mencionó a Tariq Azis, el ministro de relaciones exteriores de Iraq, pero no al no plantear el problema al jefe supremo, dio a entender que para Estados Unidos era más importante mantener buenas relaciones que el uso de gas venenoso.
Este mensaje fue reforzado por la conducta de Estados Unidos después de las misiones de Rumsfeld. El gobierno de Reagan ofreció a Hussein créditos financieros que eventualmente convirtieron a Iraq en el tercer mayor receptor de ayuda norteamericana. Normalizó las relaciones diplomáticas y, lo que es todavía más significativo, empezó a proveer a Iraq de inteligencia sobre el campo de batalla. Iraq uso esta información para atacar a las tropas iraníes con armas químicas. Y cuando Iraq utilizó las armas químicas contra los kurdos en 1988, matando a cinco mil personas en el poblado de Halabja, el gobierno de Reagan trató de oscurecer la responsabilidad sugiriendo falsamente que Irán también era responsable.
El 25 de agosto de 1988 -cinco días después del término de la Guerra Iraq-Irán-, Iraq atacó 48 pueblos kurdos a más de 160 kilómetros de Irán. En días, el Senado norteamericano aprobó un proyecto de ley, patrocinado por Claiborne Pell, demócrata de Rhode Island, que ponía fin al apoyo económico a Hussein e imponía sanciones comerciales. Para aumentar las posibilidades de que Reagan firmara su proyecto de ley, Pell me envió al este de Turquía a entrevistarme con sobrevivientes kurdos que habían huido cruzando la frontera. Como resultó luego, el gobierno de Reagan reconoció que Iraq había gaseado a los kurdos, pero se oponía fuertemente a las sanciones, o incluso a reducir la ayuda económica. Colin Powell, entonces asesor de seguridad nacional, coordinó la oposición al gobierno de Reagan.
El proyecto de ley de Pell murió al final de la temporada parlamentaria de 1988, a pesar de los heroicos esfuerzos del senador Edward M. Kennedy, de Massachusetts, de imponerlo tratando de retrasar varias nominaciones del gobierno.
Al año siguiente, el gobierno del presidente George H.W. Bush en realidad duplicó los créditos financieros estadounidenses para Iraq. Una semana antes de que Hussein invadiera Kuwait, el gobierno se opuso vociferantemente a una ley que habría condicionado la ayuda norteamericana a Iraq a su compromiso a no usar armas químicas y a parar el genocidio contra los kurdos. En esa época, Dick Cheney, ahora vice-presidente, era ministro de Defensa y miembro reglamentario del Consejo de Seguridad Nacional que estudiaba la política exterior con respecto a Iraq. Según se cuenta, apoyaba la política de apaciguamiento del gobierno.
En 2003, Cheney, Powell y Rumsfeld mencionaron todos el uso de armas químicas de parte de Hussein 15 años antes como uno de los motivos de la guerra. Pero en la época en que Hussein estaba utilizando gas venenoso -incluso contra su propio pueblo-, consideraron que su uso de armas químicas era un tema secundario.
Los gobiernos de Reagan y del primer Bush creían que Hussein podía ser un socio estratégico de Estados Unidos, un contrapeso de Irán, una fuerza moderadora en la región y que posiblemente ayudaría al proceso de paz árabe-israelí. Eso era, por supuesto, una ilusión. Un dictador despiadado que lanzó un ataque contra su vecino Irán, que utilizó armas químicas, que cometió actos de genocidio contra sus propios kurdos no sería nunca un aliado fiable de los estadounidenses. Hussein, tras observar a Estados Unidos pasar por alto sus crímenes en la guerra contra Irán y en casa, concluyó que podía invadir Kuwait sin preocuparse de las consecuencias.
Fue un error que le salió caro a él mismo, a su país y finalmente a Estados Unidos, que tiene ahora la mayor parte de sus militares atascados en el atolladero que es Iraq. Entretanto, los arquitectos de la anterior política de apaciguamiento mantienen ahora la ilusión de que podrían salir victoriosos, sólo si sus críticos se quedaran callados.
En 1983, el presidente Reagen inició una apertura estratégica con respecto a Iraq, entonces en el tercer año de una guerra de desgaste con el vecino Irán. Aunque Iraq había empezado la guerra con un ataque rápido y sorpresivo en 1980, hacia 1982 la marea estaba a favor de Irán y el gobierno de Reagan tenía miedo de que Iraq en realidad pudiera perder. Reagan nombró a Rumsfeld como su emisario ante Hussein, al que visitó en diciembre de 1983 y marzo de 1984. Lamentablemente, Iraq había empezado a usar armas químicas contra Irán en noviembre de 1983, el primer uso sostenido de gas venenoso desde un tratado de 1925 que prohibía justamente eso.
Rumsfeld no mencionó nunca ante Hussein las descaradas violaciones al derecho internacional, concentrándose en cambio en la compartida hostilidad hacia Irán y en el oleoducto que cruzaría Jordania. Rumsfeld, aparentemente, se lo mencionó a Tariq Azis, el ministro de relaciones exteriores de Iraq, pero no al no plantear el problema al jefe supremo, dio a entender que para Estados Unidos era más importante mantener buenas relaciones que el uso de gas venenoso.
Este mensaje fue reforzado por la conducta de Estados Unidos después de las misiones de Rumsfeld. El gobierno de Reagan ofreció a Hussein créditos financieros que eventualmente convirtieron a Iraq en el tercer mayor receptor de ayuda norteamericana. Normalizó las relaciones diplomáticas y, lo que es todavía más significativo, empezó a proveer a Iraq de inteligencia sobre el campo de batalla. Iraq uso esta información para atacar a las tropas iraníes con armas químicas. Y cuando Iraq utilizó las armas químicas contra los kurdos en 1988, matando a cinco mil personas en el poblado de Halabja, el gobierno de Reagan trató de oscurecer la responsabilidad sugiriendo falsamente que Irán también era responsable.
El 25 de agosto de 1988 -cinco días después del término de la Guerra Iraq-Irán-, Iraq atacó 48 pueblos kurdos a más de 160 kilómetros de Irán. En días, el Senado norteamericano aprobó un proyecto de ley, patrocinado por Claiborne Pell, demócrata de Rhode Island, que ponía fin al apoyo económico a Hussein e imponía sanciones comerciales. Para aumentar las posibilidades de que Reagan firmara su proyecto de ley, Pell me envió al este de Turquía a entrevistarme con sobrevivientes kurdos que habían huido cruzando la frontera. Como resultó luego, el gobierno de Reagan reconoció que Iraq había gaseado a los kurdos, pero se oponía fuertemente a las sanciones, o incluso a reducir la ayuda económica. Colin Powell, entonces asesor de seguridad nacional, coordinó la oposición al gobierno de Reagan.
El proyecto de ley de Pell murió al final de la temporada parlamentaria de 1988, a pesar de los heroicos esfuerzos del senador Edward M. Kennedy, de Massachusetts, de imponerlo tratando de retrasar varias nominaciones del gobierno.
Al año siguiente, el gobierno del presidente George H.W. Bush en realidad duplicó los créditos financieros estadounidenses para Iraq. Una semana antes de que Hussein invadiera Kuwait, el gobierno se opuso vociferantemente a una ley que habría condicionado la ayuda norteamericana a Iraq a su compromiso a no usar armas químicas y a parar el genocidio contra los kurdos. En esa época, Dick Cheney, ahora vice-presidente, era ministro de Defensa y miembro reglamentario del Consejo de Seguridad Nacional que estudiaba la política exterior con respecto a Iraq. Según se cuenta, apoyaba la política de apaciguamiento del gobierno.
En 2003, Cheney, Powell y Rumsfeld mencionaron todos el uso de armas químicas de parte de Hussein 15 años antes como uno de los motivos de la guerra. Pero en la época en que Hussein estaba utilizando gas venenoso -incluso contra su propio pueblo-, consideraron que su uso de armas químicas era un tema secundario.
Los gobiernos de Reagan y del primer Bush creían que Hussein podía ser un socio estratégico de Estados Unidos, un contrapeso de Irán, una fuerza moderadora en la región y que posiblemente ayudaría al proceso de paz árabe-israelí. Eso era, por supuesto, una ilusión. Un dictador despiadado que lanzó un ataque contra su vecino Irán, que utilizó armas químicas, que cometió actos de genocidio contra sus propios kurdos no sería nunca un aliado fiable de los estadounidenses. Hussein, tras observar a Estados Unidos pasar por alto sus crímenes en la guerra contra Irán y en casa, concluyó que podía invadir Kuwait sin preocuparse de las consecuencias.
Fue un error que le salió caro a él mismo, a su país y finalmente a Estados Unidos, que tiene ahora la mayor parte de sus militares atascados en el atolladero que es Iraq. Entretanto, los arquitectos de la anterior política de apaciguamiento mantienen ahora la ilusión de que podrían salir victoriosos, sólo si sus críticos se quedaran callados.
Peter W. Galbraith, ex embajador de Estados Unidos ante Croacia, es el autor`The End of Iraq: How American Incompetence Created a War Without End'.
31 de agosto de 2006
©boston globe
©traducción mQh
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