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la carga de la prueba 1


[Glenn Frankel] Jim McCloskey quería desesperadamente salvar a Roger Coleman de la silla eléctrica. Quizás un poco demasiado desesperadamente.
Es una glacial mañana de enero y Jim McCloskey está junto al teléfono en el cuarto de un hotel de Richmond esperando cumplir la solemne promesa que le hizo, hace catorce años, a un hombre condenado.
Una hora antes, cuando Roger Keith Coleman era ejecutado por violación y homicidio, McCloskey lo había mirado a los ojos a través de los barrotes de su celda, a unos metros de la silla eléctrica, y había prometido que algún día probaría la inocencia de Coleman. McCloskey es un hombre fuerte -orgulloso, poderoso, seguro de sí mismo-, pero esa noche de mayo de 1992 salió del corredor de la muerte agotado y frágil, repitiendo su juramento ante decenas de periodistas y cámaras de televisión, para leer en voz alta las últimas palabras de Coleman:
"Esta noche vais a asesinar a un hombre inocente. Cuando se pruebe mi inocencia, espero que los americanos, como ha ocurrido en otros países civilizados, se den cuenta de la injusticia que representa la pena de muerte".
Ministro presbiteriano no ordenado y auto-ordenado buscador de la verdad, McCloskey dirige una pequeña organización que investiga casos de reclusos que reclaman que han sido acusados injustamente. En el curso de los años, él y su dedicada banda de colaboradores han logrado la libertad de 36 personas, muchos de los cuales habían pasado décadas tras las rejas por crímenes que nunca cometieron. Fue demasiado tarde para Roger Coleman -la silla eléctrica no tiene botón para rebobinar-, pero no demasiado tarde para demostrar su inocencia. Pues en un congelador de evidencias en un laboratorio de California, había un poco de semen recogido en el cuerpo de una muerta.
McCloskey había solicitado al gobernador de Virginia, Mark Warner, permiso para hacer un nuevo análisis de una muestra de ADN. Ningún gobernador en funciones había permitido nunca hacer un análisis de ADN de un hombre ya ejecutado. Y no se había demostrado nunca que, desde que se reimplantara la pena de muerte en 1976, se hubiese ejecutado a un hombre definitivamente inocente.
Ahora, mientras espera que suene el teléfono con los resultados del análisis de ADN, McCloskey está consciente de que la historia está mirando por sobre su hombro. Ha alquilado un pequeño salón de conferencias en el Hotel Berkeley de Richmond para recibir la llamada telefónica del laboratorio de criminalística y un salón más grande para una rueda de prensa después. Incluso ha accedido a que asista un equipo del programa ‘Nightline' de ABC para que filme sus reacciones ante la noticia. Ha escrito dos declaraciones -una para el caso de que Coleman sea exonerado, otro para el caso de que no lo sea. Pero McCloskey tiene confianza en que sólo necesitará la primera. Finalmente, a las 10:45 de la mañana, suena el teléfono. "Jim, tenemos los resultados", dice Ray Prime, director del Centro de Ciencias Forenses en Toronto, uno de los laboratorios de criminología más reputados del mundo.
La cámara de ‘Nightline' capta el resto."Uh, uh, és es la fuente", dice McCloskey. "Uh, uh, uno en diecinueve millones". Un pesado suspiro. "Oh, boy. Está bien. Chao".
Cuelga y se vuelve hacia Paul Enzinna, el abogado de Washington que lo ayudó en su petición de hacer un nuevo análisis de ADN. "Es culpable".

Seis semanas más tarde, en su oficina eternamente desordenada en Princeton, Nueva Jersey, Jim McCloskey está todavía perplejo. "Yo no discuto con los resultados de un análisis de ADN", dice. "Pero hay elementos en este caso que todavía son un misterio".
Parte del enigma son las circunstancias del crimen. McCloskey todavía ve perturbadores agujeros en la acusación de la fiscalía. El más importante es el tiempo: No puede imaginar cómo ha tenido Coleman suficiente tiempo como para violar y asesinar a su cuñada Wanda McCoy y ser todavía visto en varios otros lugares por varias personas ese tarde de marzo de 1981. Todavía sospecha de un vecino de la víctima que cree que tenía la personalidad, el motivo y la oportunidad para cometer ese crimen.
Y parte del enigma es el condenado por el asesinato. Roger Coleman, de voz suave y pensativo, había presentado su versión de manera calmada y articulada, con explicaciones lógicas y aparente sinceridad. También fue un recluso modelo que había iniciado un proyecto para asesorar a jóvenes con problemas. Convenció no solamente a McCloskey, un investigador autodidacta y experimentado con un escéptico olfato. También se ganó el admiración y el cariño de tres mujeres fuertes e inteligentes.
Se destacaba entre ellas Kathleen Behan, una abogado de Arnold & Porter, el importante bufete de Washington que se ocupó de la apelación de Coleman durante ocho años sin cobrar un centavo. También estaba Marie Deans, que encabezaba una pequeña organización que ofrecía asesoría y consuelo a los reclusos del corredor de la muerte de Virginia y que había llegado a considerar a Coleman como a un hijo. Y Sharon Paul, una ex maestra de primaria que, cuando estudiaba en la universidad, inició una relación epistolar con Coleman y finalmente se enamoró de él.
Todas terminaron creyendo en la inocencia de Coleman. Y todas colaboraron para ayudarle a demostrar su razón. McCloskey y Behan hicieron más de una docena de viajes a Grundy, la ciudad minera al sudoeste de Virginia donde ocurrió el asesinato, entrevistando a decenas de personas. Concluyeron que a Coleman policías y fiscales le habían tendido una trampa, que había sido defendido por abogados incompetentes y condenado a muerte por un jurado de pueblo chico empecinado en vengarse. Pidieron un nuevo análisis de sangre de las evidencias y cuando el análisis implicó a Coleman como el asesino, trataron de desacreditar a su propio experto. Y acusaron a un hombre de la ciudad de ser el "verdadero asesino", una aseveración a la que se aferraron incluso después de haber sido informados de que tenía el tipo equivocado de sangre.
Cuando fracasaron sus intentos de retrasar la ejecución, realizaron una campaña en la prensa, altamente publicitada, para forzar al entonces gobernador L. Douglas Wilder a conmutar, o al menos retrasar la sentencia. En las semanas previas a la ejecución de Coleman, su fotografía apareció en la portada de la revista Time ("Este Hombre Puede Ser Inocente. Este Hombre Está Condenado A Muerte"). Fue entrevistado en el corredor de la muerte por ‘Larry King Live', por el programa ‘Today', ‘Primetime Live', ‘Good Morning America' y ‘The Phill Donahue Show'.
Los detractores de la pena de muerte también se unieron al caso, montando vigilas frente a la mansión del gobernador en Richmond y en el Centro Correccional de Greensville, donde debía efectuarse la ejecución. El Papa Juan Pablo II hizo una súplica pública de piedad, y la Madre Teresa telefoneó personalmente al asesor del gobernador. Lo que empezó como un espeluznante crimen en un remoto rincón de Virginia, se convirtió en una causa célebre internacional.
"El movimiento contra la pena de muerte nunca tuvo tanto bajo la forma de símbolos visuales", dice Richard Dieter, director ejecutivo del Centro de Información sobre la Pena de Muerte en Washington. "Otros movimientos tienen árboles y ballenas, imágenes positivas. Bueno, una persona inocente es una imagen positiva".
De vuelta en Grundy, una tenaz comunidad de mil quinientos habitantes en el corazón de Appalachia, mucha gente estaba horrorizada. Veían a los partidarios de Coleman como a un poderoso grupo de abogados, activistas y periodistas que estaban cegados por su aborrecimiento de la pena de muerte y engañados por un psicópata inteligente. "Estaban tratando de probar la inocencia de Roger y no les importaba a quién estaban arrojando a los perros", dice Pat Hatfield, víctima de un incidente previo, en el que Coleman se había exhibido a sí mismo y masturbado frente a ella en la biblioteca pública. "No les importó a quién destruían con tal de salvar a Roger".
Dos años después de la ejecución de Coleman, Arnold & Porter pagaron una fuerte suma para satisfacer una demanda de injurias interpuesta por el hombre al que habían acusado de ser el "verdadero asesino". Después de eso. Behan y el bufete dejaron de hacer comentarios públicos sobre el caso. Se negaron a discutirlo para este artículo, excepto por una breve declaración emitida por la firma: "Nosotros reafirmamos nuestra responsabilidad profesional y seguimos representando a Roger Coleman".
Jim McCloskey ha adoptado un enfoque muy diferente. A las horas de conocerse los resultados del análisis de ADN en enero, dijo en una rueda de prensa que se había equivocado y que Roger Coleman había traicionado su confianza. Como un paciente determinado a administrarse su propia medicina, respondió todas las preguntas, proclamó el resultado del análisis como una victoria de la verdad -"incluso aunque esta verdad en particular sea como una patada en el estómago". Y pasó horas revisando el caso con un periodista, examinando las pistas, reconociendo los errores de juicio.
Acepta que alguien mirando desde fuera, con el beneficio de la retrospección, pregunte: "¿Cómo pudo McCloskey creer que Coleman era inocente, sabiendo lo que sabemos hoy?"
"Me sigo preguntando a mí mismo: ¿Dónde me equivoqué? ¿Dónde perdí la orientación?" Y así empieza una vez más todo de nuevo, empezando con esa noche hace veinticinco años cuando una joven mujer fue brutalmente violada y asesinada.

14 de mayo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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