el lado oscuro de la humanidad
[Alma Guillermoprieto] Una mujer valiente que sobrevivió una masacre.
La semana pasada murió Rufina Amaya, la mujer que fue a menudo identificada como la última o única sobreviviente de la masacre en el pueblo de El Mozote. Estrictamente hablando, no fue la única sobreviviente de ese atroz acontecimiento, pero parece haber sido la única que emergió conservando su sano juicio, un recuerdo claro de lo que pasó, y la voluntad de contar cómo cientos de personas, incluyendo a su marido y cuatro de sus hijos, fueron masacrados sistemáticamente el 11 de diciembre de 1981, en un mísero rincón de El Salvador.
La masacre ocurrió durante los primeros días de la intervención de Estados Unidos en El Salvador. En ese conflicto, guerrilleros de la izquierda radical intentaron derrocar al gobierno establecido que era profundamente resistido por la población en general por su corrupción y sus brutales violaciones de los derechos humanos. El gobierno de Reagan intervino para adiestrar y equipar al ejército salvadoreño, y para apuntalar al gobierno contra lo que temía que fuera una marea roja de comunismo tocando las riberas mismas del Río Grande.
Los artículos de prensa en los que se describe la carnicería cometida por el ejército en un lugar llamado El Mozote fueron escritos por mí y mi amigo y colega Ray Bonner. A principios de enero de 1982, Bonner, que estaba trabajando para el New York Times, me contó que él y la fotógrafo Susan Meiselas habían sido invitados por los jefes de la guerrilla para visitar la accidentada provincia de Morazán, un área de El Salvador en la frontera con Honduras, controlada por los guerrilleros y que los periodistas habían querido visitar ansiosamente. Después de frenéticos y suplicantes llamadas a mis propios contactos con la guerrilla en Ciudad de México, también me incluyeron en el viaje. El Washington Post, para el que yo trabajaba como corresponsal independiente, aprobó el viaje. No sospechaba que se me dejaría entrar a territorio controlado por la guerrilla para informar sobre una masacre.
Viajando de noche, a pie, por territorio controlado por el gobierno, llegué a la región controlada por la guerrilla, El Mozote, cuando Bonner y Meiselas se marchaban. Mi cámara se había estropeado en el cruce de un río, así que al día siguiente vi, pero no pude fotografiar, una capilla en ruinas y tres casas aledañas donde los restos carbonizados de varias decenas de víctimas -era imposible saber cuántas- yacían semi-ocultas entre los escombros. Entre los senderos que conectaban a El Mozote con villorrios más pequeños, había cuerpos resecos bajo el sol abrasador. Había cuerpos en los trigales abandonados, en las casas de un cuarto donde una máquina de cocer a pedales era un signo de gran riqueza, en los limonares donde todavía trinaban las aves. De hecho, había cuerpos en todas partes -de niños, hombres, mujeres, animales de tiro-, y el aire apestaba.
Me llevaron a ver a Rufina Amaya, una mujer menuda en sus treinta, vestida como cualquier campesina con una falda y una blusa de manga corta, un delantal con volantes y sandalias de plástico, y un rostro que parecía que se había convertido en piedra. Me contó con precisos detalles la misma historia que repetiría en el curso de los años posteriores, y que las evidencias forenses confirmarían diez años más tarde.
A principios de diciembre, un oficial del ejército que era amigo de su marido, contó, le había dicho que los campesinos no tenían nada de que preocuparse sobre la inminente ofensiva contra los guerrilleros, porque El Mozote, que tenía una abundante población evangélica, no era conocido como un pueblo subversivo.
Las tropas llegaron al día siguiente y, después de un violento allanamiento inicial, les dijeron a los campesinos que podían volver a sus casas. "Entonces estábamos felices", recordó la señora Amaya. "‘Ya pasó la represión', dijimos".
Pero las tropas volvieron. Obedeciendo órdenes, separaron a los campesinos en grupos de hombres, muchachas, y mujeres con niños. Rufina Amaya logró escabullirse y ocultarse detrás de unos árboles cuando su grupo estaba siendo llevado hacia el terreno donde serían ejecutados, y desde ahí presenció los asesinatos, que continuaron hasta tarde en la noche. Un oficial del ejército, al que un subalterno le había dicho que un soldado se negaba a matar a un niño, dijo: "¿Dónde está el hijo de puta que dijo eso? Lo voy a matar", y le clavó una bayoneta al niño ahí mismo. Ella oyó gritar a sus propios hijos, llamándola, cuando estaban siendo asesinados. Los soldados reunieron a la gente en la iglesia y en las casas junto a un terreno de hierba que hacía las veces de plaza del pueblo. Dispararon contra los campesinos y a otros los desmembraron con sus machetes; luego prendieron fuego a las estructuras. Al final, creyendo que habían matado a todos los ciudadanos de El Mozote y los villorrios adyacentes, las tropas se retiraron.
Mi artículo apareció en la primera edición del Washington Post, y el de Ray Bonner fue publicado en la segunda edición del Times el 27 de enero de 1982.
Ahora que se han desenterrado los huesos de las víctimas, que han sido lavados y contados, y enterrados propiamente, es asombroso pensar que Rufina Amaya fue durante años acusada de mentir. Después de todo, lo que describió era el brutal asesinato de sus propios hijos de sus vecinos y sus compañeros de fe en la capilla. ¿Por qué iba a mentir sobre esas cosas?
El problema era que los campesinos pobres que murieron en El Mozote y en las aldeas adyacentes fueron simplemente carne de cañón de una de las últimas batallas de la Guerra Fría. Lo que estaba en juego al creer el testimonio de Rufina Amaya, junto con las fotografías de Susan Meiselas y nuestros reportajes de primera mano, era el continuado apoyo del gobierno de Reagan al gobierno salvadoreño. Debido a que este apoyo era tan controvertido en casa, dependía de la comprobación del congreso, dos veces al año, de que los salvadoreños estaban realmente haciendo progresos en cuanto a los derechos humanos.
En las audiencias del congreso y ante la prensa, funcionarios de gobierno de alto rango negaron tajantemente que hubiese ocurrido alguna atrocidad. A Bonner lo llamaron mentiroso en un editorial del Wall Street Journal. A mí no me acusaron de mentir. Releyendo nuestros reportajes de ese día, pensé que me habían ignorado gracias a la torturada y bien intencionada redacción de mi artículo original en el Post, que, publicado, estaba lleno de frases como Rufina Amaya "se quebró cuando habló de lo que dijo que había sido la muerte de sus propios hijos". ¿De lo que dijo que eran sus hijos, o de lo que dijo que eran sus muertes? Incluso la sintaxis estaba mal.
Menciono esto simplemente para señalar que incluso organizaciones de prensa poderosas y decididas pueden ser intimidadas por la Casa Blanca. El gobierno de Reagan continuó certificando que el ejército en realidad estaba mejorando su actuación en cuanto al respeto de los derechos humanos.
La masacre de El Mozote siguió siendo un hecho disputado hasta que se firmó el tratado de paz entre el gobierno y las guerrillas de El Salvador en 1992. Frente a una fuerte oposición del gobierno, los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense fueron nombrados por una comisión de verdad de Naciones Unidas para excavar el sitio, y los trabajos de exhumación se prolongaron hasta 2004. En esa época, de los principales terrenos de ejecución se recuperaron los restos de más de trescientos hombres, mujeres, niños e infantes, pero la lista de víctimas de la aldea y de villorrios en las cercanías incluye más de ochocientos nombres. Por lo que sé, esta fue la masacre más grande que ha tomado lugar en la historia moderna de este hemisferio.
Los sucesos en El Mozote ya no están en discusión, pero después de un cuarto de siglo tampoco son recordados por la mayoría de los salvadoreños, la mayoría de los cuales no habían nacido el día que esas niñas eran arrastradas a las montañas para ser violadas, y los bebés gritaban llamando a sus madres cuando era asesinados. En este país [Estados Unidos], la gente que en el pasado argumentaba apasionadamente sobre El Salvador se verían en dificultades a la hora de recordar cuando hablaron la última vez -o siquiera pensaron- sobre el destino de este pequeño país. Después de pompear decenas de millones de dólares a las fuerzas armadas salvadoreñas, el gobierno de Estados Unidos pagó una pequeña fracción de esa suma para los proyectos de reconstrucción una vez que terminó la guerra. Y Rufina Amaya, la pequeña mujer campesina de piel oscura, no que tenía otro arma que su férrea voluntad de sobrevivir y mantener viva la memoria de lo que vio ese terrible día, murió de un derrame a los 64 años. Todavía será recordada en El Salvador porque ahora hace parte de la historia. Pero también es parte de la historia de este país.
La masacre ocurrió durante los primeros días de la intervención de Estados Unidos en El Salvador. En ese conflicto, guerrilleros de la izquierda radical intentaron derrocar al gobierno establecido que era profundamente resistido por la población en general por su corrupción y sus brutales violaciones de los derechos humanos. El gobierno de Reagan intervino para adiestrar y equipar al ejército salvadoreño, y para apuntalar al gobierno contra lo que temía que fuera una marea roja de comunismo tocando las riberas mismas del Río Grande.
Los artículos de prensa en los que se describe la carnicería cometida por el ejército en un lugar llamado El Mozote fueron escritos por mí y mi amigo y colega Ray Bonner. A principios de enero de 1982, Bonner, que estaba trabajando para el New York Times, me contó que él y la fotógrafo Susan Meiselas habían sido invitados por los jefes de la guerrilla para visitar la accidentada provincia de Morazán, un área de El Salvador en la frontera con Honduras, controlada por los guerrilleros y que los periodistas habían querido visitar ansiosamente. Después de frenéticos y suplicantes llamadas a mis propios contactos con la guerrilla en Ciudad de México, también me incluyeron en el viaje. El Washington Post, para el que yo trabajaba como corresponsal independiente, aprobó el viaje. No sospechaba que se me dejaría entrar a territorio controlado por la guerrilla para informar sobre una masacre.
Viajando de noche, a pie, por territorio controlado por el gobierno, llegué a la región controlada por la guerrilla, El Mozote, cuando Bonner y Meiselas se marchaban. Mi cámara se había estropeado en el cruce de un río, así que al día siguiente vi, pero no pude fotografiar, una capilla en ruinas y tres casas aledañas donde los restos carbonizados de varias decenas de víctimas -era imposible saber cuántas- yacían semi-ocultas entre los escombros. Entre los senderos que conectaban a El Mozote con villorrios más pequeños, había cuerpos resecos bajo el sol abrasador. Había cuerpos en los trigales abandonados, en las casas de un cuarto donde una máquina de cocer a pedales era un signo de gran riqueza, en los limonares donde todavía trinaban las aves. De hecho, había cuerpos en todas partes -de niños, hombres, mujeres, animales de tiro-, y el aire apestaba.
Me llevaron a ver a Rufina Amaya, una mujer menuda en sus treinta, vestida como cualquier campesina con una falda y una blusa de manga corta, un delantal con volantes y sandalias de plástico, y un rostro que parecía que se había convertido en piedra. Me contó con precisos detalles la misma historia que repetiría en el curso de los años posteriores, y que las evidencias forenses confirmarían diez años más tarde.
A principios de diciembre, un oficial del ejército que era amigo de su marido, contó, le había dicho que los campesinos no tenían nada de que preocuparse sobre la inminente ofensiva contra los guerrilleros, porque El Mozote, que tenía una abundante población evangélica, no era conocido como un pueblo subversivo.
Las tropas llegaron al día siguiente y, después de un violento allanamiento inicial, les dijeron a los campesinos que podían volver a sus casas. "Entonces estábamos felices", recordó la señora Amaya. "‘Ya pasó la represión', dijimos".
Pero las tropas volvieron. Obedeciendo órdenes, separaron a los campesinos en grupos de hombres, muchachas, y mujeres con niños. Rufina Amaya logró escabullirse y ocultarse detrás de unos árboles cuando su grupo estaba siendo llevado hacia el terreno donde serían ejecutados, y desde ahí presenció los asesinatos, que continuaron hasta tarde en la noche. Un oficial del ejército, al que un subalterno le había dicho que un soldado se negaba a matar a un niño, dijo: "¿Dónde está el hijo de puta que dijo eso? Lo voy a matar", y le clavó una bayoneta al niño ahí mismo. Ella oyó gritar a sus propios hijos, llamándola, cuando estaban siendo asesinados. Los soldados reunieron a la gente en la iglesia y en las casas junto a un terreno de hierba que hacía las veces de plaza del pueblo. Dispararon contra los campesinos y a otros los desmembraron con sus machetes; luego prendieron fuego a las estructuras. Al final, creyendo que habían matado a todos los ciudadanos de El Mozote y los villorrios adyacentes, las tropas se retiraron.
Mi artículo apareció en la primera edición del Washington Post, y el de Ray Bonner fue publicado en la segunda edición del Times el 27 de enero de 1982.
Ahora que se han desenterrado los huesos de las víctimas, que han sido lavados y contados, y enterrados propiamente, es asombroso pensar que Rufina Amaya fue durante años acusada de mentir. Después de todo, lo que describió era el brutal asesinato de sus propios hijos de sus vecinos y sus compañeros de fe en la capilla. ¿Por qué iba a mentir sobre esas cosas?
El problema era que los campesinos pobres que murieron en El Mozote y en las aldeas adyacentes fueron simplemente carne de cañón de una de las últimas batallas de la Guerra Fría. Lo que estaba en juego al creer el testimonio de Rufina Amaya, junto con las fotografías de Susan Meiselas y nuestros reportajes de primera mano, era el continuado apoyo del gobierno de Reagan al gobierno salvadoreño. Debido a que este apoyo era tan controvertido en casa, dependía de la comprobación del congreso, dos veces al año, de que los salvadoreños estaban realmente haciendo progresos en cuanto a los derechos humanos.
En las audiencias del congreso y ante la prensa, funcionarios de gobierno de alto rango negaron tajantemente que hubiese ocurrido alguna atrocidad. A Bonner lo llamaron mentiroso en un editorial del Wall Street Journal. A mí no me acusaron de mentir. Releyendo nuestros reportajes de ese día, pensé que me habían ignorado gracias a la torturada y bien intencionada redacción de mi artículo original en el Post, que, publicado, estaba lleno de frases como Rufina Amaya "se quebró cuando habló de lo que dijo que había sido la muerte de sus propios hijos". ¿De lo que dijo que eran sus hijos, o de lo que dijo que eran sus muertes? Incluso la sintaxis estaba mal.
Menciono esto simplemente para señalar que incluso organizaciones de prensa poderosas y decididas pueden ser intimidadas por la Casa Blanca. El gobierno de Reagan continuó certificando que el ejército en realidad estaba mejorando su actuación en cuanto al respeto de los derechos humanos.
La masacre de El Mozote siguió siendo un hecho disputado hasta que se firmó el tratado de paz entre el gobierno y las guerrillas de El Salvador en 1992. Frente a una fuerte oposición del gobierno, los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense fueron nombrados por una comisión de verdad de Naciones Unidas para excavar el sitio, y los trabajos de exhumación se prolongaron hasta 2004. En esa época, de los principales terrenos de ejecución se recuperaron los restos de más de trescientos hombres, mujeres, niños e infantes, pero la lista de víctimas de la aldea y de villorrios en las cercanías incluye más de ochocientos nombres. Por lo que sé, esta fue la masacre más grande que ha tomado lugar en la historia moderna de este hemisferio.
Los sucesos en El Mozote ya no están en discusión, pero después de un cuarto de siglo tampoco son recordados por la mayoría de los salvadoreños, la mayoría de los cuales no habían nacido el día que esas niñas eran arrastradas a las montañas para ser violadas, y los bebés gritaban llamando a sus madres cuando era asesinados. En este país [Estados Unidos], la gente que en el pasado argumentaba apasionadamente sobre El Salvador se verían en dificultades a la hora de recordar cuando hablaron la última vez -o siquiera pensaron- sobre el destino de este pequeño país. Después de pompear decenas de millones de dólares a las fuerzas armadas salvadoreñas, el gobierno de Estados Unidos pagó una pequeña fracción de esa suma para los proyectos de reconstrucción una vez que terminó la guerra. Y Rufina Amaya, la pequeña mujer campesina de piel oscura, no que tenía otro arma que su férrea voluntad de sobrevivir y mantener viva la memoria de lo que vio ese terrible día, murió de un derrame a los 64 años. Todavía será recordada en El Salvador porque ahora hace parte de la historia. Pero también es parte de la historia de este país.
25 de marzo de 2007
14 de marzo de 2007
©washington post
©traducción mQh
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