la tumba de hussein
[John F. Burns] La formación de una leyenda.
Awja, Iraq. El sepulcro tiene un aire abandonado, incluso desordenado. Hay inscripciones en filigrana donde es saludado como mártir y héroe de la resistencia y como "el águila de los árabes", su mote. Pero junto a estas, también están las curiosidades de su vida -un águila de madera colgada con las cuentas de su rosario personal y una galería de fotografías informales, una de ellas mostrándolo con un cigarro.
El sepulcro de Saddam Hussein, en su aldea natal en las riberas del Tigris, debe ser el único espacio público en Iraq donde el ex gobernante, ahorcado en diciembre a los 69 años, es abiertamente ensalzado. Según un decreto que data de la ocupación norteamericana de 2003, todavía en vigor bajo el nuevo gobierno iraquí, todos los retratos, fotografías y estatuas de Hussein están prohibidas, así como manifestaciones públicas de su lealtad. Al menos en términos de hagiografía, sigue siendo, en el resto de Iraq, un innombrable.
Pero en Awja, la leyenda de Hussein sigue viva, aunque sólo como un pálido reflejo de lo que fue. El viejo centro de recepción donde yace -rebautizado ‘Pabellón de los Mártires' por los miembros de la familia que lo administran- no tiene nada de la grandeza de los palacios que construyó durante su gobierno de 24 años. El goteo de visitantes baja en algunos días a dos o tres personas, y rara vez alcanza cifras superiores a diez, no alcanza a hacer de Awja una ruta de peregrinación con la magnitud de un santuario religioso en Iraq.
Parte del problema es el peligro -en la muerte como en la vida- que rodea todo lo que tiene que ver con Hussein. Desde su funeral, ningún periodista occidental ha llegado al sitio, aunque está a menos de cinco kilómetros del centro de Tikrit, una estratégica ciudad largo tiempo controlada por tropas norteamericanas que está ahora bajo el control del ejército y policía iraquíes. Llegar aquí exigía una garantía de salvo conducto del jeque de la tribu de Hussein, Albu Nasir, y de otra gente en Awja con vínculos con la "resistencia nacional", los insurgentes sunníes que controlan muchas de las aldeas de las riberas y ciudades en los alrededores de Tikrit, la capital de la provincia de Salahuddin.
El sitio mismo se presta a impresiones diversas. En la agrietada tierra frente al vestíbulo, detrás de una hilera de girasoles marchitos, la familia Hussein ha sepultado a otros seis familiares, incluyendo a dos hijos mayores, Uday y Qusay, cuya brutalidad y codicia, sin el filtro de la propaganda que convirtió a Hussein en una figura mítica, los transformó en las personas más odiadas de Iraq. Otros tres que yacen sepultados cerca de él, son sus compañeros que fueron enjuiciados con él y fueron ahorcados en la misma y húmeda celda de la cárcel en Bagdad a semanas de su ejecución al alba del 30 de diciembre.
El ralo flujo de visitantes también refleja el caos que ha ocupado el lugar de la tiranía impuesta por Hussein. Awja, a 160 kilómetros al norte de Bagdad, está en el centro de una zona de guerra furiosamente librada donde las tropas norteamericanas que pasan por la principal autopista norte-sur de Iraq son frecuentemente emboscadas y atacadas por los insurgentes. Junto a eso, está la permanente furia de los seguidores de Hussein por su derrocamiento, juicio y ejecución, un estado de ánimo que impregna tan fuertemente a Awja que los extraños -en realidad, todos excepto los seguidores de Hussein- generalmente se mantienen alejados.
El sepulcro, humilde como es, refleja algo más que una determinación de pueblo chico de honrar a un hijo caído, algo que parece irreducible en la política de Iraq -la incapacidad de la minoría sunní, que gobernó Iraq durante siglos hasta el derrocamiento de Hussein, de aceptar que la mayoría chií ha ganado las elecciones apadrinadas por la autoridad de la ocupación norteamericana.
Hussein estaba lejos de ser la figura idolatrada que describían sus propagandistas, incluso entre la gente de su región natal. Sin adentrarse demasiado en alguna conversación, aquí se termina hablando sobre los atroces asesinatos que caracterizaron su régimen, de los sunníes así como de sus principales víctimas, chiíes y kurdos.
Y señalan un complejo palaciego de 128 edificios que Hussein hizo construir sobre una pendiente sobre el Tigris en Tikrit. Durante tres años el complejo fue ocupado por un comando militar norteamericano. Ahora en gran parte abandonado, el recinto es citado por residentes locales como una prueba de cómo utilizó Hussein la riqueza de Iraq para enriquecerse a sí mismo, su familia y un corrillo de seguidores, y no la gente de a pie de Awja, o Tikrit.
"Saddam Hussein llevó a este país a su destrucción, y al hacerlo, se destruyó a sí mismo, a su familia, y nos metió en el caos de hoy", dijo Abdullah Hussein Ejbarah, 50, el vice-gobernador de la provincia de Salahuddin. Como muchos altos funcionarios aquí, Ejbara es un ex miembro de alto rango del Partido Baaz de Hussein, y fue un oficial de rápido ascenso en la Guardia Republicana Especial, una unidad militar de elite, hasta que miembros de la tribu Jabouri, de Ejbarah, trataron de asesinar a Hussein en 1993. Ejbarah tuvo suerte y logró escabullir la purga que siguió.
Ahora, avanza por un sendero difícil como intermediario entre el comando militar estadounidense, con enormes cuarteles regionales para el norte de Iraq en Campo Speicher, a ocho kilómetros al noroeste de Salahuddin, y la tenebrosa oligarquía que controla gran parte del verdadero poder de Salahuddin: los poderosos jeques tribales y, en silenciosa armonía con ellos, los insurgentes conocidos por los estadounidenses como "viejos elementos del régimen": hombres que fueron altos funcionarios del Partido Baaz, oficiales militares de la época de Hussein y agentes de la policía secreta, que ahora dirigen muchos de los ataques contra las tropas norteamericanas.
Fue Ejbarah, junto con el gobernador de Tikrit y líder de la tribu de Hussein, que llegó en un helicóptero norteamericano a Bagdad el día de la ejecución en la horca de Hussein y discutió hasta bien entrada la noche contra los planes del nuevo gobierno iraquí de sepultar a Hussein en una tumba secreta y anónima.
Cuando llegó primero desde Bagdad en la madrugada del 31 de diciembre, el cuerpo fue enterrado rápidamente, en medio de airadas protestas, en el patio interior de una mezquita, y luego, a las horas, trasladado a un salón de recepción de dos pisos construido por Hussein como un tributo a la aldea. Allá, el cuerpo yace en una superficial tumba debajo de la rotonda del edificio, bajo un altísimo candelabro. Lo cubren dos banderas iraquíes de la versión usada durante el régimen de Hussein, con las palabras ‘Dios es grande', por su propia letra.
Fuera, por un sendero de adoquines de concreto rotos, yacen los restos de los otros elegidos por la familia Hussein para ser sepultados aquí, todos ellos, como Hussein, con su cabeza orientada hacia la Meca. Sus dos hijos, muertos en una balacera con tropas norteamericanas en Mosul en 2003, y vueltos a enterrar aquí después de la ejecución de Hussein, yacen en la parte de atrás; junto a ellos está el hijo de Qusay, Mustafa, que tenía quince cuando murió en la balacera con su padre.
Los otros tres en la primera hilera, que fueron todos colgados, son el hermanastro de Hussein, Barza, Ibrahim al-Tikriti, ex director de la policía secreta; Awad al-Bandar, ex juez del Tribunal Revolucionario; y Taha Yassin Ramadan, un ex vicepresidente. Un libro de visitas con quizás mil quinientas firmas muestra que la mayoría de los visitantes provienen de territorios sunníes, especialmente de las provincias de Salahuddin, Anbar, Bagdad, Diyala y Nineveh, todos bastiones rebeldes.
En una pared trasera cuelga otro recuerdo de la resistencia, una pancarta negra inscrita con un mensaje en hilos dorados: ‘Donación de los muyahedines de Adhamiya', un barrio sunní conservador en Bagdad donde nació el Partido Baaz de Iraq.
Las condolencias están repletas de referencias a Hussein como mártir, con oraciones que Dios le transmite rápidamente para recompensarle en el cielo. Pero muchos, también, repiten los temas de Hussein acosado en el tribunal en sus arengas en los últimos quince meses de su vida -condenando a los invasores norteamericanos, a Irán como el patrocinador de los partidos religiosos chiíes que ahora gobiernan e Israel.
"Que Dios bendiga al Camarada Saddam Hussein, y se apiade de su alma", escribió un visitante del Partido Baaz en mayo que escribió que su nombre era Camarada Abu Qaysar. Agregó: "Por voluntad de Dios, la victoria será pronto nuestra y liberaremos a nuestro amado Iraq de las garras de los sionistas y sus seguidores".
El sepulcro de Saddam Hussein, en su aldea natal en las riberas del Tigris, debe ser el único espacio público en Iraq donde el ex gobernante, ahorcado en diciembre a los 69 años, es abiertamente ensalzado. Según un decreto que data de la ocupación norteamericana de 2003, todavía en vigor bajo el nuevo gobierno iraquí, todos los retratos, fotografías y estatuas de Hussein están prohibidas, así como manifestaciones públicas de su lealtad. Al menos en términos de hagiografía, sigue siendo, en el resto de Iraq, un innombrable.
Pero en Awja, la leyenda de Hussein sigue viva, aunque sólo como un pálido reflejo de lo que fue. El viejo centro de recepción donde yace -rebautizado ‘Pabellón de los Mártires' por los miembros de la familia que lo administran- no tiene nada de la grandeza de los palacios que construyó durante su gobierno de 24 años. El goteo de visitantes baja en algunos días a dos o tres personas, y rara vez alcanza cifras superiores a diez, no alcanza a hacer de Awja una ruta de peregrinación con la magnitud de un santuario religioso en Iraq.
Parte del problema es el peligro -en la muerte como en la vida- que rodea todo lo que tiene que ver con Hussein. Desde su funeral, ningún periodista occidental ha llegado al sitio, aunque está a menos de cinco kilómetros del centro de Tikrit, una estratégica ciudad largo tiempo controlada por tropas norteamericanas que está ahora bajo el control del ejército y policía iraquíes. Llegar aquí exigía una garantía de salvo conducto del jeque de la tribu de Hussein, Albu Nasir, y de otra gente en Awja con vínculos con la "resistencia nacional", los insurgentes sunníes que controlan muchas de las aldeas de las riberas y ciudades en los alrededores de Tikrit, la capital de la provincia de Salahuddin.
El sitio mismo se presta a impresiones diversas. En la agrietada tierra frente al vestíbulo, detrás de una hilera de girasoles marchitos, la familia Hussein ha sepultado a otros seis familiares, incluyendo a dos hijos mayores, Uday y Qusay, cuya brutalidad y codicia, sin el filtro de la propaganda que convirtió a Hussein en una figura mítica, los transformó en las personas más odiadas de Iraq. Otros tres que yacen sepultados cerca de él, son sus compañeros que fueron enjuiciados con él y fueron ahorcados en la misma y húmeda celda de la cárcel en Bagdad a semanas de su ejecución al alba del 30 de diciembre.
El ralo flujo de visitantes también refleja el caos que ha ocupado el lugar de la tiranía impuesta por Hussein. Awja, a 160 kilómetros al norte de Bagdad, está en el centro de una zona de guerra furiosamente librada donde las tropas norteamericanas que pasan por la principal autopista norte-sur de Iraq son frecuentemente emboscadas y atacadas por los insurgentes. Junto a eso, está la permanente furia de los seguidores de Hussein por su derrocamiento, juicio y ejecución, un estado de ánimo que impregna tan fuertemente a Awja que los extraños -en realidad, todos excepto los seguidores de Hussein- generalmente se mantienen alejados.
El sepulcro, humilde como es, refleja algo más que una determinación de pueblo chico de honrar a un hijo caído, algo que parece irreducible en la política de Iraq -la incapacidad de la minoría sunní, que gobernó Iraq durante siglos hasta el derrocamiento de Hussein, de aceptar que la mayoría chií ha ganado las elecciones apadrinadas por la autoridad de la ocupación norteamericana.
Hussein estaba lejos de ser la figura idolatrada que describían sus propagandistas, incluso entre la gente de su región natal. Sin adentrarse demasiado en alguna conversación, aquí se termina hablando sobre los atroces asesinatos que caracterizaron su régimen, de los sunníes así como de sus principales víctimas, chiíes y kurdos.
Y señalan un complejo palaciego de 128 edificios que Hussein hizo construir sobre una pendiente sobre el Tigris en Tikrit. Durante tres años el complejo fue ocupado por un comando militar norteamericano. Ahora en gran parte abandonado, el recinto es citado por residentes locales como una prueba de cómo utilizó Hussein la riqueza de Iraq para enriquecerse a sí mismo, su familia y un corrillo de seguidores, y no la gente de a pie de Awja, o Tikrit.
"Saddam Hussein llevó a este país a su destrucción, y al hacerlo, se destruyó a sí mismo, a su familia, y nos metió en el caos de hoy", dijo Abdullah Hussein Ejbarah, 50, el vice-gobernador de la provincia de Salahuddin. Como muchos altos funcionarios aquí, Ejbara es un ex miembro de alto rango del Partido Baaz de Hussein, y fue un oficial de rápido ascenso en la Guardia Republicana Especial, una unidad militar de elite, hasta que miembros de la tribu Jabouri, de Ejbarah, trataron de asesinar a Hussein en 1993. Ejbarah tuvo suerte y logró escabullir la purga que siguió.
Ahora, avanza por un sendero difícil como intermediario entre el comando militar estadounidense, con enormes cuarteles regionales para el norte de Iraq en Campo Speicher, a ocho kilómetros al noroeste de Salahuddin, y la tenebrosa oligarquía que controla gran parte del verdadero poder de Salahuddin: los poderosos jeques tribales y, en silenciosa armonía con ellos, los insurgentes conocidos por los estadounidenses como "viejos elementos del régimen": hombres que fueron altos funcionarios del Partido Baaz, oficiales militares de la época de Hussein y agentes de la policía secreta, que ahora dirigen muchos de los ataques contra las tropas norteamericanas.
Fue Ejbarah, junto con el gobernador de Tikrit y líder de la tribu de Hussein, que llegó en un helicóptero norteamericano a Bagdad el día de la ejecución en la horca de Hussein y discutió hasta bien entrada la noche contra los planes del nuevo gobierno iraquí de sepultar a Hussein en una tumba secreta y anónima.
Cuando llegó primero desde Bagdad en la madrugada del 31 de diciembre, el cuerpo fue enterrado rápidamente, en medio de airadas protestas, en el patio interior de una mezquita, y luego, a las horas, trasladado a un salón de recepción de dos pisos construido por Hussein como un tributo a la aldea. Allá, el cuerpo yace en una superficial tumba debajo de la rotonda del edificio, bajo un altísimo candelabro. Lo cubren dos banderas iraquíes de la versión usada durante el régimen de Hussein, con las palabras ‘Dios es grande', por su propia letra.
Fuera, por un sendero de adoquines de concreto rotos, yacen los restos de los otros elegidos por la familia Hussein para ser sepultados aquí, todos ellos, como Hussein, con su cabeza orientada hacia la Meca. Sus dos hijos, muertos en una balacera con tropas norteamericanas en Mosul en 2003, y vueltos a enterrar aquí después de la ejecución de Hussein, yacen en la parte de atrás; junto a ellos está el hijo de Qusay, Mustafa, que tenía quince cuando murió en la balacera con su padre.
Los otros tres en la primera hilera, que fueron todos colgados, son el hermanastro de Hussein, Barza, Ibrahim al-Tikriti, ex director de la policía secreta; Awad al-Bandar, ex juez del Tribunal Revolucionario; y Taha Yassin Ramadan, un ex vicepresidente. Un libro de visitas con quizás mil quinientas firmas muestra que la mayoría de los visitantes provienen de territorios sunníes, especialmente de las provincias de Salahuddin, Anbar, Bagdad, Diyala y Nineveh, todos bastiones rebeldes.
En una pared trasera cuelga otro recuerdo de la resistencia, una pancarta negra inscrita con un mensaje en hilos dorados: ‘Donación de los muyahedines de Adhamiya', un barrio sunní conservador en Bagdad donde nació el Partido Baaz de Iraq.
Las condolencias están repletas de referencias a Hussein como mártir, con oraciones que Dios le transmite rápidamente para recompensarle en el cielo. Pero muchos, también, repiten los temas de Hussein acosado en el tribunal en sus arengas en los últimos quince meses de su vida -condenando a los invasores norteamericanos, a Irán como el patrocinador de los partidos religiosos chiíes que ahora gobiernan e Israel.
"Que Dios bendiga al Camarada Saddam Hussein, y se apiade de su alma", escribió un visitante del Partido Baaz en mayo que escribió que su nombre era Camarada Abu Qaysar. Agregó: "Por voluntad de Dios, la victoria será pronto nuestra y liberaremos a nuestro amado Iraq de las garras de los sionistas y sus seguidores".
4 de agosto de 2007
©new york times
©traducción mQh
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