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amargo retorno a casa


Una familia iraquí quiere reiniciar vida en los Emiratos Árabes Unidos, pero el billete hacia la libertad es elusivo.
Bagdad, Iraq. Nunca me di cuenta de lo mucho que quería marcharme de Iraq hasta que me vi obligado a volver.
Mi mujer y yo somos farmacéuticos. En la mayoría de los países, tener un oficio como el nuestro es un billete hacia la libertad, pero Saddam Hussein negaba pasaportes a muchos profesionales, incluyendo a profesionales de la salud. Así que mientras nuestro país caía de una guerra en otra, mi esposa y yo sólo podíamos soñar con marcharnos.
Tras la caída de Hussein en 2003, estábamos tan excitados con los cambios que decidimos quedarnos. El optimismo no duró demasiado, y cuando unos amigos me dijeron el año pasado que podría conseguir un trabajo en los Emiratos Árabes Unidos, decidí unirme a los cientos de miles de iraquíes que buscan una manera de empezar de nuevo.
Mi esposa y yo nos deleitábamos con la idea de vivir en una ciudad moderna con rascacielos con vista al mar, cines, restaurantes, y sin bombas. Lo que más queríamos era un lugar donde Sara, nuestra hijita de diez meses, pudiera crecer en seguridad.
Así que aunque estábamos los dos ganando bastante dinero en Iraq, nos marchamos en diciembre a los Emiratos Árabes Unidos para someternos a los exámenes que exigían allá para trabajar como farmacéuticos.
Incluso si no los aprobábamos, las semanas que pasaríamos allá nos brindarían la posibilidad de descansar de Bagdad y sus penurias.

La vida allá es diferente: no hay explosiones, no hay apagones. Podíamos salir por las noches, y hacer lo que quisiéramos sin temer a las milicias ni a los extremistas religiosos. Yo llevaba ropa de marca, como Nike y Adidas, cosas que en Iraq me habrían señalado, a ojos de secuestradores, como una persona con dinero. Mi mujer llevaba tops sin mangas y vaqueros, el tipo de ropa que las mujeres ya no pueden lucir en público en Bagdad.
Íbamos a restaurantes, volvíamos a medianoche, subíamos a taxis a cualquier hora del día en calles atiborradas de coches y gente.
En Nochevieja miramos con amigos los fuegos artificiales en la Playa de Jumeirah, en Dubai, sorprendidos de ver a la gente bailando en la calle y saludándose mutuamente con ocasión del nuevo año.
En casa en Bagdad había toque de queda. Los únicos coches en las calles en la noche eran vehículos militares o policiales, o quizás secuestradores cazando a los ingenuos que se arriesgaban a salir de noche.
Incluso nuestra bebita, que era demasiado pequeña como para entender lo que estaba ocurriendo, se divertía más. Sonreía a la gente que cruzaba en la calle y era más comunicativa. Mirábamos maravillados las ropas de bebé y los juguetes que exhibían en los centros comerciales, y lo amistosa que era la gente.
Para nosotros, una pequeña familia, eso era un trozo del paraíso. Imaginábamos nuestras nuevas vidas -trabajar en las mañanas y divertirnos en las tardes mientras Sara crecía junto a las azules aguas y soleadas playas del Golfo Pérsico. Dubai era como el Manhattan que habíamos visto en las películas, con rascacielos que se elevaban por todas partes, como si construirlos no costase nada.

Después de los exámenes, volvimos a Bagdad a esperar los resultados. Fueron mejor de lo que esperábamos: Mi esposa y yo estábamos por encima del 95 por ciento. Nuestros futuros parecían asegurados. Conseguí otra visa para volver a los Emiratos Árabes Unidos con la idea de obtener allá un empleo, pedir una visa de trabajo permanente y luego llevar a mi esposa y Sara a vivir conmigo.
Dejé mi trabajo en Bagdad, me despedí de mis amigos. Alquilé un cuarto con algunos amigos iraquíes en Sharjah, uno de los emiratos. Llegué a un acuerdo con un taxista paquistaní: Le pagué cien dólares al día por llevarme a todos los hospitales, farmacias y clínicas que pudiera localizar.
Al cuarto día estaba en un hospital entregando mi currículum en el departamento de recursos humanos cuando me topé con un médico iraquí. Era un amigo de mi madre, que también es farmacéutica. El doctor me llevó a la farmacia del hospital y recomendó que me contrataran.
"¿Le gustaría trabajar en Fujairah?", me preguntó el encargado. "¿Dónde está Fujairah?", pregunté, sin saber si era alguno de los otros emiratos. Me dijo que el hospital también tenía instalaciones allá. Nunca había oído hablar de ese lugar y no lo pude encontrar en el mapa, pero no quería retrasarme. Quería instalarme y llevar a mi familia a vivir conmigo, incluso si eso significaba ganar menos de lo que había calculado. Acepté el ofrecimiento y empecé a trabajar algunos días después.

Fujairah no se parece en nada a Dubai. Es una pequeña ciudad con un solo centro comercial grande. Pero el ambiente es agradable, y la gente lo es todavía más. Los empleados del hospital dijeron que tratarían de contratar a mi esposa cuando llegara a los emiratos.
Alquilé un apartamento con un joven egipcio que trabajaba como contable. Nuestro edificio daba al Golfo de Omán, y teníamos una vista espectacular. Salíamos a dar largos paseos nocturnos por la playa y a respirar el cálido y salado aire de la ciudad.
Pasaron dos meses y mi solicitud de una visa de trabajo todavía no llegaba. Tuve que marcharme de los Emiratos Árabes Unidos porque mi visa de turista estaba a punto de vencer. Después de volver a Bagdad, todos los días tomé contacto con los empleados del hospital para preguntar si sabían algo de mi solicitud de visa.
Después de tres meses, hubo algún progreso: El ministerio del Trabajo había aprobado mi permiso de trabajo. Pero el gobierno de los EAU todavía no me otorgaba la visa necesaria.
Un día, un empleado del hospital me llamó a Bagdad. Me dijo que habían rechazado mi petición de visa. No sabía por qué. Cuando se lo dije a mi esposa, se echó a llorar.
Vivir en Iraq antes era difícil. Pero ahora lo es todavía más, porque sabíamos lo que era vivir en otro lugar.

El mes pasado once iraquíes fueron asesinados por unos contratistas de seguridad norteamericanos que abrieron fuego en medio de una frecuentada plaza bagdadí. La plaza está cerca de casa, y mi mujer, madre y bebé debían estar en esa zona a esas horas. Llamé de inmediato a mi madre y a mi mujer. Ninguna respondió.
No podía dejar de pensar en las terribles escenas que había presenciado en mi trabajo como periodista.
Decidí que tenía que ir a la plaza y ver qué había pasado, cuando mi esposa finalmente respondió mi llamada. Había estado sacando las compras del coche para llevarlas a la cocina y no había visto el incidente, que había ocurrido cuando ellas habían terminado de cruzar la plaza.
Me alivió oír su voz, y el sonido de Sara jugando en el fondo, pero mis manos no dejaron de temblar por el resto de ese día.
Mi esposa dice que ser iraquíes es nuestra mala suerte. "Esta mala suerte la llevaremos eternamente", dijo después de que rechazaran la visa.
Creo que tiene razón.
Después de que rechazaran mi petición, un enfermero de India que había llegado al hospital después de mí, obtuvo su visado. El procesamiento de su solicitud tomó dos semanas. Envió entonces a por su familia.
Pero dejaron pasar tres meses antes de decirme que yo no podría hacer lo mismo.

11 de octubre de 2007
7 de octubre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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