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aventura en las profundidades


[Frank Bruni] Si quieres comer lo que ya conoces, ve a cualquier lugar. Aquí se viene a comer con más espíritu de aventura.
Nueva York, Estados Unidos. Es un milagro que la humanidad haya encontrado el camino hacia ciertos alimentos, dada la fealdad de las criaturas que recibió en herencia.
¿La langosta? Es como una cucaracha hinchada de agua con un problema de tiroides. ¿El pulpo? Un mutante codicioso mejor adaptado para una película de monstruos que para un plato de comida.
Pero el erizo de mar puede ser la exquisitez más repelente de todas. Es el puercoespín de las profundidades, una hirsuta esfera claramente diseñada para desalentar a los hambrientos, no para invitarles a excavar en ella.
Así que creo que debemos especiales agradecimientos a quienquiera que sea que se atrevió a extraer sus huevas naranjas y descubrió el inolvidable sabor -los salobres matices, los dulces trasfondos, la dominante riqueza- de este inimitable y granuloso budín.
Y creo que Sotohiro Kosugi estaría de acuerdo conmigo en cuanto a esto. El erizo de mar -uni, como se lo conoce en la cocina japonesa- aparece en plato tras plato en su nuevo restaurante Soto, un extraordinario bicho que no se parece en nada a ninguno que haya conocido.
El uni se extiende como una salsa sobre gruesas láminas de yuba, o piel de tofu, que recuerda la pappardelle [fettuccini]. Batida con caldo de langostinos, miso y aceite de trufa para un mousse que acaricia las finas capas de langosta al vapor.
También se sirve en las convencionales piezas de sushi sobre una base de arroz, pero cualquiera que se limite al sushi y sashimi de Soto se estará perdiendo no sólo lo mejor de su restaurante, sino también la razón de visitarlo. Si quieres comer lo que ya conoces, ve a cualquier lugar. Aquí se viene a comer con más espíritu de aventura.
El señor Kosugi es un chef con iniciativa. También es irritable -quizás está imitando a su adorado erizo- y te da la impresión de que mirándolo a él, una severa figura observándolo todo desde detrás de la barra de sushi del restaurante, una rara expresión de desagrado en su cara.
Durante once años tuvo un restaurante en Atlanta, donde llamó la atención del país, creó un culto de adherentes en la ciudad -una pareja dijo que había bautizado a su gato en homenaje a su plato favorito- y se ganó la reputación de ser un tipo aburrido, temperamental y fastidioso.
De acuerdo a un artículo en The Atlanta Journal-Constitution que deploró su partida de la ciudad, era conocido por ladrar a sus empleados y llamar la atención a los clientes que mostraban suficiente coraje para pedir Diet Coke.
Cuando se mudó a Aspen, Colorado, y preparó la muestra anual de la revista Food & Wine sobre el sushi, colocó el pescado crudo sobre un pedestal de puré de patatas porque tenía miedo de que el arroz no se pudiera cocer bien en esas alturas.
El nuevo teatro que construyó para sí mismo a nivel del mar en Greenwich Village es minimalista, un tropezón de blanco con un largo mesón sushi de arce a un lado y largas mesas de banquete al otro.
Sobresale un detalle del decorado: una fachada misteriosa, que da a la Sexta Avenida, sólo permite ver parcialmente lo que hay dentro, creando un aire de misterio y la promesa de un descubrimiento para cualquiera que se aventure más allá.
Soto cumple esa promesa. Muchos de los alrededor de treinta platos que se describen a lo largo de las dos primeras páginas del menú, una dedicada a los platos fríos, y otra a los calientes, son vibrantemente sazonados y de compleja construcción, obras de arte culinario y visual que te hacen detenerte antes de dar el primer mordisco, y luego nuevamente entre un mordisco y otro, de modo que puedes apreciarlos cabalmente, como se lo merecen.
Cierto, el mejor plato de la vidriera de los platos fríos es el uni, apareado con otro de los parias cosméticos del océano. Finos pétalos de calamar han sido arreglados para sugerir la forma de una flor que está a punto de florecer. El uni es el colorido secreto del redil, y hay más color y exuberancia todavía en el huevo de codorniz, asomado encima de la flor, que se rompe cuando arrancas los pétalos.
Soto enfatiza la dulzura del camarón crudo, de un blanco casi translúcido, abrillantándolo con yuzu, colocándolo en un caldo declinado con la garra del jenjibre y la llaneza del shiitake, y agregando unas notas saladas de huevas de salmonete.
Una ensalada de las almejas geoduck adquiere su amargor de un estallido de picantes brotes de rábano y su sabor a nuez de semillas de sésamo, mientras que el crudo de kampachi [platija] hawaiano luce encima una capa de piñones machados y, al lado, un merengue de salsa de soya. En Soto, las cosechas terrestres son aptamente puestas al servicio de las del mar.
Y los platos calientes, bajo la supervisión de la esposa de Kosugi, Maho, entregan tanto placer como los fríos.
Todo un surtido de tempura (camarones, espárragos, shiitake, calabaza kabocha) no podría ser ni más crujiente ni más ligero. Refleja un yen por el frito en aceite que también es evidente en el lenguado frito; en el pastel de camarones fritos; y en una combinación de ostiones envueltos en shiso y en un lenguado de verano envuelto en shiso, frito e inmerso en un caldo de shiitake. Me encantaron los ostiones, suculentos y con sabor a menta.
La langosta es preparada de varios modos. Destaca la preparada, con el extraordinario mousse de erizo. Pero es el langostino el que sobresale triunfante, ligeramente asado y revestido con una abundante capa de shiitake con sabor a mayonesa, ostiones, ají y huevas de pescado fundidas.
Su precio de dieciocho dólares parece comedido sólo cuando ves la escasa ración de langostinos que lleva. Si eres un comensal copioso, vas a necesitar cuatro de estos platos para sentirte bien, especialmente porque el único postre, helado de mochi, podría no seducirte.
Y que eso podría elevar tu cuenta por encima de los sesenta y cinco dólares crea una expectativa de servicio menos lento y distraído. En varias ocasiones los camareros debieron volver a la mesa para comunicar la mala noticia de que algunos de platos seleccionados ya no estaban disponibles.
También debes considerar que la calidad de las casi tres docenas de sushi y sashimi en la página tres y cuatro del menú no es excepcional. Pero deberías probar uno de la docena de rollos de sushi que se ofrece.
Combina el atún, pera china, aguacate, pepino, piñones y ostiones en una cautivadora mezcla de texturas y acentos. Sin embargo, su verdadera sutileza está en su envoltorio. En lugar de nori, Kosugi usa algas pardas, punteadas de verde.
Las secciones resultantes del rollo se parecen a la paleta. Y son un ejemplo de un alimento que se ve tan bien como sabe.

30 de diciembre de 2007
5 de septiembre de 2007
©new york times
cc traducción mQh
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el pedigrí de la salchicha


[Craig Whitlock] Los alemanes se enorgullecen de su wurst [salchicha]. Un decreto de 1432 demuestra que la salchicha de Turingia puede haber sido el primer alimento sobre el que se legisló en ese país.
Weimar, Alemania. Es la versión alemana del acertijo qué fue primero, el huevo o la gallina: ¿Cuál fue el primer producto sometido a una regulación, la cerveza o el bratwurst [salchichón]?
Durante siglos pareció que los cerveceros tenían la historia de su lado. Como evidencia mencionaban la mundialmente renombrada Reinheitsgebot, la ley sobre la pureza de la cerveza bávara de 1516, que estipulaba la cebada, el lúpulo y el agua como los únicos ingredientes admisibles de la bebida nacional alemana. Pero gracias a Hubert Erzmann, un historiador aficionado de 75 años, los amantes de la salchicha están gritando de satisfacción. Escudriñando en los archivos municipales de Weimar, Erzmann desenterró un amarillento pergamino manuscrito de 1432 que definía las leyes que controlaban la producción del salchichón para asar [Rostbratwurst] de Turingia, quizás la variedad más popular de salchicha en un país donde se la adora como a un alimento sagrado.
El documento oficial decretaba que ese salchichón de este rincón de Turingia, hoy un estado del centro de Alemania, sólo se puede hacer con carne de cerdo "pura y fresca". Se prohíbe la carne de res, los órganos internos, los parásitos y cualquier cosa rancia.
Aunque las normas no suenan revolucionarias, los aficionados a la salchicha han descrito la ley de la pureza del salchichón como un hallazgo sagrado, casi tan importante para la cultura tedesca como la Biblia de Gutenberg.
"En cuanto la encontré, corrí a ver al director del archivo y le dije: ‘¡Mire! ¡Mire lo que encontré!'", recordó Erzmann, que ha rebuscado en los archivos durante años con la esperanza de hacer un descubrimiento semejante.
Las leyes sobre la pureza de los alimentos ocupan un lugar privilegiado en el alma alemana. Cuando se formó la Alemania moderna en 1871, Bavaria se unió a ella a condición de que sus reglas sobre la pureza de la cerveza se aplicaran en todo el país. Incluso hoy, los estallidos de carne podrida son un escándalo nacional y se considera la protección al consumidor como una de las funciones más importantes del gobierno.
"Las ordenanzas medievales alemanas eran increíblemente modernas", dice Michael Kirchslager, un autor que escribe sobre la cultura turingia. "Cuando piensas en la Edad Media, piensas en que el alimento no era necesariamente seguro. Pero de muchos modos la higiene de entonces era mejor que hoy".
Una réplica de la ley de la pureza del salchichón será pronto venerada en el Museo Alemán de la Salchicha , a unos 38 kilómetros de Holzhausen, una aldea cuyo principal cruce está marcado por una gigantesca escultura de un bocadillo de salchicha.
El museo, administrado por una organización llamada Amigos del Salchichón Turingio, abrió sus puertas el año pasado y está repleto de exposiciones que describen la historia social y política de la famosa salchicha.
Los visitantes aprenden que un hombre llamado Hans Stromer comió 28 mil salchichones durante una larga estadía en la cárcel en el siglo dieciséis. También hay una esquina dedicada a Karl Sterzing, un Fleischermeister, o carnicero, de la aldea de Grossbreitenbach, que asó según se calcula unos dos millones de salchichas entre 1945 y 1985.
En Turingia, cada hombre, mujer y niño consume un promedio de sesenta salchichones al año, de acuerdo a las estadísticas compiladas por el museo. La industria del salchichón en el estado da empleo a unas dieciocho mil personas. Y en el hospital público de la ciudad de Bad Berka ordena que todos los pacientes y personal disfruten de un desayuno con salchicha todos los lunes en la mañana.
"La primera pregunta que hace la mayoría de los visitantes sobre nuestro museo es por qué", dijo Uwe Keith, presidente del directorio del museo. "Y es porque el salchichón de Turingia forma parte de la vida aquí".

Para los no iniciados, el salchichón turingio se distingue de las otras cuarenta y una variedades de salchichas alemanas principalmente por sus especias características (orégano, ajo, a veces un poco de limón) y su contenido graso (sólo el veinticinco por ciento, en comparación con hasta el sesenta por cierto de los primos más grasosos). También se supone que debe ser cocido y comido dentro de veinticuatro horas después de que haya sido metido en su camisa.
La salchicha normalmente es de seis a siete pulgadas de largo y se sirve en un pequeño y crujiente bollo, cuya principal función es que no toques la carne con tus dedos.
Normalmente se sirve con mostaza, aunque los bávaros la cubren a veces con ketchup. El salchichón debe ser asado o hecho a la parrilla. Freírlo es un pecado.
Tradicionalmente aldeas turingias enteras se reunían para sacrificar los cerdos y hacer salchichas como una actividad colectiva, dice Thomas Maeuer, miembro del directorio del museo.
Emborracharse con schnapps [aguardiente] o cerveza era parte de la diversión. "Comer salchichón era una actividad familiar más importante que el asado del domingo", dijo.
Erzmann, el historiador, dijo que descubrió el documento sobre la pureza en 2000. Pero su existencia se mantuvo en secreto hasta este otoño, cuando se publicitó en un libro y en el museo de la salchicha.
El decreto original seguirá en un juego de documentos encuadernados en los archivos de la ciudad de Weimar. Erzmann supone que nadie ha abierto el libro en al menos cien años. "Yo también lo habría pasado por alto, si no lo hubiese leído renglón por renglón para traducirlo al alemán moderno", dijo.
En la misma época Erzmann desenterró otro documento que amenaza con agitar todavía más el debate de la cerveza contra el salchichón. Se trata de una ley sobre la pureza de la cerveza de la ciudad de Weissensee, y aunque no se sabe con certeza cuándo fue escrita, dice que data de 1434 -dos años después de las ordenanzas sobre la salchicha de Weimar.
Aunque Erzmann mantiene su objetividad académica, entregó un indicio sobre sus ideas en cuanto a cual fue primero.
"En Turigia tenemos un antiguo dicho", dijo. "Con sol o con lluvia, comemos salchicha hasta hartarnos".

5 de diciembre de 2007
2 de diciembre de 2007
©washington post
©traducción mQh
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le plateau conquista los angeles


[Carlos Chávez y Betty Hallock] Mariscos. Extravagancias en la mitad de una concha. Este deslumbrante plato de mariscos se puede hacer en casa. En la ciudad, es todo un acontecimiento.
Los tenedores de cóctel y tenazas para cascar cangrejos están esperándote. El espacio en el centro de la mesa está despejado, y todos en el restaurante te están mirando. Algo importante está por ocurrir.
Y entonces llega: una torre de bandejas cubiertas de hielo y mariscos, tres capas apiladas hacia arriba. Estas glaciales y plateadas bandejas rebosan con una o más docenas de ostras en la mitad de su concha, y almejas y chirlas; buey del Pacífico; una langosta del Maine, cortada en dos; bígaros; mejillones al vapor; suculentas y grandes gambas escalfadas; y bonitos ostiones de la bahía en sus conchas de tintes rosados. Metido entre ellos hay gajos de limón, y, al lado, pequeños cuencos con salsa de cóctel, una cremosa mayonesa y una salsa mignonette perfectamente vinagrosa y salpicada de chalotas. Es el plateau de fruits de mer, y en la dorada luz del restaurante, con un vaso de champaña o de Chablis, te sientes como, bueno, como si el mundo fuera tu ostra, y ocurre que te gustan mucho.
Ostras (y cangrejos y langostas y mejillones...), los amantes de los mariscos pueden regocijarse. El plato de mariscos, un tradicional festín francés, está apareciendo en todas partes en Los Angeles, en el menú de Hungry Cat en Hollywood (donde están instalando un bar de mariscos), en Water Grill en el centro de la ciudad, en Fraîche en Ciudad Culver y el recién inaugurado Comme Ça al occidente de Hollywood. Y este es el momento perfecto para comerse una de estas bandejas. Nos acercamos a pasos acelerados hacia una temporada de ostras con más y más variedades.

En Nueva York, han estado presentes durante años, muy especialmente en Balthazar y Blue Ribbon, y ahora al fin están despegando en Los Angeles. Quizás hay algo en el aire.
Salir a comer es más cosmopolita, y los comensales quieren un poco de excesos elegantes: un martini antes de la cena (gin, por supuesto; va muy bien con las ostras) y un plateau para empezar. Esta es comida para gente guapa.
En Comme Ça los guapos llegan en masa y la bandeja de mariscos es abundante. "Tenía que incluirla en el menú", dice el chef-propietario David Myers. "Es espectacular". Aquí el espectáculo es o el plateau o el grand plateau, servidos ambos en una sola bandeja llena de hielo y algas, con ostras Malpeque y Skookum, almejas de la Isla del Príncipe Eduardo, pinzas de cangrejo, langosta del Maine, camarones y mejillones. Con la bandeja viene también una mignonette, salsa de cóctel y una reluciente mayonesa al estragón.
En Fraîche, en Ciudad Culverm el grand plateau es una torre de tres pisos (el petit plateau tiene dos capas). Ahora incluye tres tipos de ostras (Blue Point, Kumamoto y Kusshi); almejas; camarones; langosta; una ensalada de calamares aliñada con aceite de oliva y jugo de limón, cebolla roja, cebollinos y un ají rojo; ceviche de albacora marinada en jugo de limón, tomates, cebollas rojas, menta y peladuras de naranja y limón; y los mejillones vienen con una vinagreta de pepinos. Con la mignonette y la salsa de cóctel, también viene un rábano picante rallado fresco (queda genial con las ostras).

El Water Grill presta meticulosa atención a todo lo que pasa en el plateau. La langosta es perfectamente suculenta, los camarones gordos y tiernos, y las ostras son una selección bien pensada de lo mejor disponible en el momento.
Se toman el cuidado de que no se despilfarre el licor (tampoco se encuentran fragmentos de conchas). En una visita reciente, un amigo y yo nos arrastramos hacia la barra para regalarnos una extravagancia de ostras Raspberry Point, almejas, camarones mexicanos blancos, mejillones al vapor, bueyes del Pacífico, langosta y bígaros -los diminutos caracoles de aguas saladas, que venían apuntalados en el hielo con pequeños bastoncillos.
Nuestro vecino en la barra no dejaba de mirar por sobre el hombro, nostálgicamente, para pedir luego un adorable plateau para uno que venía en un plato de cristal, relleno de hielo y su propia extravagancia de mariscos. (Cuando lo pides en la mesa para más de una o dos personas, se usa la tradicional bandeja de aluminio, y se agrega una capa más).
La excelente selección de ostras puede incluir ostras Watch Hills, sabrosas y mantecosas; ostras Sinkus, suaves y claras; ostras Totten Inlets, dulces; las prístinas ostras Raspberry Points; las salobres ostras Olde Salts, de Virginia; las apetitosas ostras Coromandels.

Del Modo Que Lo Quieras
¿Es una entrada, el primer plato o el plato principal? Tradicionalmente, el plateau se sirve como un aperitivo, pero con ensalada y pan se convierte en un fantástico plato principal.
"Como lo quieras", dice el ex chef de Bastide, Alain Giraud, que está abriendo un restaurante en Santa Monica, con un bar de ostras y, por supuesto, los plateax de fruits de mer.
¿Y qué es un grand plateau? El nombre debe transmitir una sensación de abundancia y tiene una amplia variedad de mariscos: camarones, langosta, ostras, almejas, bígaros y ostiones. Suficiente de todo para todo el mundo. El plateau de fruits de mer ha sido siempre un exceso (se remonta a aristócratas del siglo diecisiete). Así que, por favor, no escatimemos las ostras.
"Adoro las almejas, pero deberías poner más ostras que almejas" en un plateau, dice Myers, de Comme Ça. "La cantidad depende del tamaño de las ostras". (En cuanto a las almejas ahora tiene de las pequeñas almejas redondas, pero "quiero traer algunas variedades de Japón; sus sabores son increíbles").
"Debería ser bonito", dice el chef de Water Grill, David LeFevre. "Cuando llega a la mesa, la gente debería decir: ‘Oh, Dios mío'. Me gusta que el marisco se vea vivo, como se ve la cabeza de las langostas".
Y, por cierto, los mariscos deben estar absolutamente frescos y prístinos y preparados con absoluta perfección, ni recocidos ni poco hechos. La langosta debe ser blanda, no dura. El camarón, incluso con la caparazón, debe ser desvenado. Y los músculos de las ostras deberían estar cortados, de modo que las ostras simplemente se deslicen hacia fuera. ¿Quién quiere pelear para extraer a la ostra de su concha y perder todo su precioso líquido?
De hecho, todo debería ser fácil de comer. El cangrejo y las pinzas de langostas deberían estar cascados, por ejemplo. "El comensal todavía puede divertirse excavando ahí dentro", dice LeFevre, "pero no puede estar tan duro que sea pesado".

Y tienes que tener los complementos apropiados. Aparte de los clásicos, LeFevre prepara a veces una salsa de mostaza molida en piedra para los cangrejos y una togarashi-yuzu (pimienta y cítrico en japonés), una salsa para los ostiones.
Su mayonesa hecha en casa lleva un deje de azafrán. Myers sirve su plateau con delgadas rebanadas de pan negro y mantequilla dulce, una tradición europea de la vieja guardia.
Así que, ¿dónde se come el mejor plateau? Water Grill se destaca por la fabulosa calidad de sus ostras, la presentación y atención por el detalle. Pero aunque sea difícil de creer, en casa puedes preparar una todavía mejor.
Una razón es que amplia variedad de mariscos que puedes pedir a los abastecedores -imagina coronar el plateau con un erizo de mar, con todas sus púas, cubierta con sus fantásticas huevas, recién sacadas de la concha. También puedes adquirir caracoles de mar, bígaros y berberechos.
Es fácil cocinarlos (quiero decir, los mariscos crudos) bien, y puedes incluir exactamente lo que quieres. (Si los amantes de las ostras desdeñan las almejas crudas, déjalos fuera). Los mejillones en los plateaux de restaurantes son a menudo desabridas; en casa puedes dedicarles el tiempo necesario para hacerlas bien.

3 de diciembre de 2007
7 de noviembre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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murió peg bracken


[Elaine Woo] La autora tocó una nota sensible con su irreverente ‘The I Hate to Cook Book'. A los 89.
El sábado murió Peg Bracken, la mordaz ejecutiva de la publicidad que alivió las ansiedades culinarias de millones de lectores con su éxito de ventas de 1960, ‘The I Hate to Cook Book', en su casa en Portland, Oregon. Tenía 89.
La causa fue una fibrosis pulmonar, dijo su hija, Johanna Bracken, de Long Beach.
Bracken vendió más de tres millones de ejemplares de ‘The I Hate to Cook Book', que ayudaba a mujeres ocupadas a ahorrar tiempo en la cocina tomando atajos y utilizando desvergonzadamente los alimentos fáciles de preparar, como mix seco de cebollas, como ingredientes clave.
Escribió para cocineras reluctantes como ella misma, que sabía que algunas actividades -especialmente la maternidad, pagar los impuestos y cocinar-, "no se hacen menos dolorosas por su repetición". Su libro, escribió, era "para los que queremos colocar nuestras grandes manos de fregonas en torno a un martini seco, en lugar de un lenguado mojado".
Ese sentimiento tocó una cuerda de una masa no previamente identificada de mujeres que venían saliendo de la época de Eisenhower en los años cincuenta, que no consideraban que trabajar sobre una cocinilla caliente fuera una virtud femenina. Años más tarde Betty Friedan se dirigiría al mismo público con ‘The Feminine Mystique' (1963), el tratado feminista por excelencia que dijo que las mujeres se sentían infelices cuando eran confinadas estrictamente a roles domésticos.
La popularidad de Bracken surgió en momentos en que emergía otra estrella de la cocina -Julia Child, que lanzó en 1961 una manía gastronómica con ‘Mastering the Art of French Cooking', escrito con Simone Beck y Louisette Bertholle. Child compartía la irreverencia de Bracken, pero no su predilección por los atajos y recetas tan diferentes a las de la alta cocina que fueron llamadas ‘falsas holandesas' y ‘sorpresa de espinacas'.
Aunque Child se dirigía a una audiencia ansiosa de refinamiento, Bracken -que vendió tres veces más ejemplares que Child y compañía de su libro- apelaba a todo el resto. Y aunque Child explicaba paso a paso cómo batir las claras de huevo hasta convertirlas en una espuma perfecta o puré de patatas para el ñoqui, Bracken se aferraba a las recetas de probados resultados, como lasaña y bife stroganoff levantado con un poco de sarcasmo.
Sus instrucciones para el stroganoff, por ejemplo, dicen cocinar los fideos en agua con una pastilla de caldo; freír el ajo, la cebolla y el bife desmenuzado; agregar harina, sal, pimentón y champiñones; luego "déjalo cocinar durante cinco minutos mientras te fumas un cigarrillo y miras de malas pulgas al fregadero". A esta receta la llamó ‘Stroganoff de Carretera Deslizante'.
Otra receta favorita era ‘Guiso de Domingo en la Cama', una receta de carne de res que "se cocinará feliz ella misma" en el horno durante cinco horas. "Esta receta", escribió, "es para esos días en que andas en negligé, te quedas en cama leyendo una novela policial y con una caja de bombones y posiblemente una buena gripe".
Bracken dijo algunas veces que cocinar era una terapia. El primer ejemplo fue su receta para ‘Galletas de Agresión', una concocción de avena atribuida a un centro de salud mental en Lansing, Michigan.
Exige un vigoroso amasado, machacado, estrujado y aporreo, lo que brinda una oportunidad para "canalizar algunas energías aparte de arrojar ladrillos". La receta se encuentra en muchos sitios en la red; algunos comentaristas la describen como deliciosa.

Nacida en Filer, Idaho, y criada en Clayton, Montana, estudió inglés en el Antioch College en Ohio y se mudó a Portland en los años cuarenta después de casarse con su primer marido.
Concibió el libro cuando trabajaba a jornada completa como redactora publicitaria para clientes como los trajes de baño de Jantzen y las camisas Pendleton. Después del trabajo se reunía a menudo con un grupo de otras esposas trabajadoras, que se consolaban mutuamente, mientras bebían, sobre qué preparar para la cena. Se llamaban a sí mismas las Arpías.
Un día se sentía espalmente agobiada por la perspectiva de preparar la comida de la tarde. "Y así", dijo a la Radio Pública Nacional en 1999, ella y sus amigas "reunieron nuestra ignorancia" y compartieron recetas que eran sabrosas y cuya preparación no tomaba horas. Ellas la empujaron a compilar las recetas en un libro.
Bracken escribió varios libros en el estilo de ‘I Hate', incluyendo ‘The I Hate to Housekeep Book' (1962), ‘Appendix to the I Hate to Cook Book' (1966), ‘The I Hate to Cook Almanack' (1980) y ‘The Complete I Hate to Cook Book' (1988).
También co-escribió una caricatura sindicada titulada ‘Phoebe, Get Your Man', con Homer Groening, un colega en publicidad y el creador Matt Groening, el padre de ‘Los Simpsons'.
Bracken también escribió un libro de memorias, ‘A Window Over the Sink' (1981). Estaba cerca de los ochenta cuando publicó su último libro, ‘On Getting Old for the First Time' (1996), que, como sus otros libros, llevaba el cómico punto de vista de Bracken.
"Mamá se consideró primero humorista", dijo su hija el lunes en una entrevista.
La historiadora culinaria Laura Shapiro dijo que Bracken escribía en un género que llama "la literatura del caos doméstico". Como Jean Kerr y Shirley Jackson (y, más tarde, Erma Bombeck), Bracken se acercó a las experiencias de las esposas y madres del siglo veinte desde un punto de vista irónico.
Pero también estaba genuinamente interesada en la buena comida.
"James Beard se encogía cuando se mencionaba su nombre", dijo Shapiro al Times. "Pensaba que era una de esas cocineras abrelatas. La estaba subestimando e interpretándola mal. Ella era realmente una persona interesada en la alimentación. No tenía ningún deseo de escapar de la cocina. Pero no quería convertirse en una maníaca cuando estuviera en la cocina".
Aunque Bracken desechaba las recetas complejas o los menús con más de tres platos, incluyó algunos toques sofisticados, incluyendo un par de cucharaditas de té de curry en su ‘Pollo de Domingo', por ejemplo, y un poco de vino de Sauterne en una compota de melón.
La profesional de la publicidad que había en ella aconsejaba a las mujeres a definir su gastronomía con más desparpajo, evitando frases fáciles como "encime con bacon" a favor de frases más evocativas, como "adorne con churruscos de bacon". Llamaba esos esfuerzos ‘Good Cooksmanship' y decía que permitía las mujeres causar la impresión de que se interesaban más en la cocina de lo que realmente era el caso. Sugirió irónicamente que esto era una valiosa habilidad en muchas situaciones, "normalmente cuando estás sentada con otras señoras que te rodean".
Su libro fue propuesto por una lectora de Harcourt Brace Jovanovich, que convenció a sus jefes que se vendería bien. Había sido rechazado previamente por otros seis lectores, todos hombres, que no lograron apreciar las perspectivas humorísticas de Bracken. Tampoco lo hizo su primer marido, también escritor, que dijo sobre su libro que apestaba. Se divorció de él algunos años después.
Además de su hija, a Bracken la sobreviven su cuarto marido, John H. Ohman, de Portland; una hijastra, Ann Fragale, de Great Falls,Virginia; dos hijastros, Jack, de Portland, y Jim, de Farmingham, Nueva York; y once nietos.

elaine.woo@latimes.com

29 de octubre de 2007
23 de octubre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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nueva gastronomía chilena


[Juan Sharpe] La cocina era el pariente pobre de un país emergente, pero ahora parece arte de vanguardia.
Santiago, Chile. La moda se instaló en buenos y caros restaurantes creados por chefs, nuevos dioses, que reinventaron el merquén, el topinanbur y la quinoa en platos sorprendentes. Algunos deconstruyen el mote con huesillos y el pastel de choclo. La mesa está servida.
Alan Kallens puso sobre la mesa el mote con huesillos en el clásico vaso llorado. Le explicó a Ferrán Adriá, su ilustre invitado, que se trataba de uno de los postres chilenos más populares, de venta en carros callejeros. Apenas el maestro catalán lo hubo probado, Kallens se lo cambió por una copa de cristal con su versión ‘molecular' del mote con huesillo. Era una elegante copa de martini coronada con espuma amarilla que bañaba un sirope o algo similar.
Adriá, considerado el chef que revolucionó la cocina con su teoría molecular y santificado por la prensa mundial como el dios de los fogones, reconoció de inmediato el truco que Kallens le había preparado. Se quedó con el segundo.
Kallens, chef del hotel NH de la calle Condell, había participado en un stage de Adriá en México el año anterior y las ideas de la cocina molecular bullían en su cabeza. En esa misma carta, ofrecía pastel de choclo y caldillo de congrio deconstruidos, a la manera molecular. Él asegura que se trata de un viaje por los sentidos. A partir de un plato conocido y que el comensal tiene grabado en su memoria lo deconstruye molécula por molécula, hasta mutar su esencia en otras formas, colores y texturas: "La gracia es que no lo reconozcas y que te haga viajar", explica.
Es una muestra de la tendencia sofisticada y elegante que tiene adeptos entre los nuevos chefs chilenos y que hace furor en la vanguardia. Pero no es la única, porque la suerte de renacimiento que vive la gastronomía chilena tiene protagonistas de todas las tendencias, incluidos los renovadores de la clásica y vilipendiada cocina tradicional como Guillermo Rodríguez, chef del restaurante Bristol en el Hotel San Francisco. Y también los llamados mediáticos, esos tipos que se han convertido en gurú de los matinales televisivos y protagonistas de la farándula gastronómica, aunque los críticos duden de su verdadero talento en la cocina. "Son polillas que se queman en la tele y no son capaces de mantener un restaurante abierto", dice uno de sus colegas.
Es una parte de la modernidad chilensis donde se mezclan la vieja gastronomía, el diseño, el negocio, el lujo y la pretensión de entrar en el mundo del arte con la nueva cultura del buen comer, que a veces sólo es copia descarada de los maestros de Barcelona, Nueva York o Londres,
En Santiago, los restaurantes están llenos como nunca antes y hay una masa creciente de comensales siguiendo las novedades, ávida de formar parte de la nueva cultura. Asistir a los nuevos comederos forma parte del rito urbano posmoderno.

Moléculas y Tradición
La cocina molecular, que es la moda post cocina fusión, también tiene detractores acérrimos que la llaman ‘destrucción', así como antes llamaban ‘confusión' a la moda de la cocina fusión. La consideran pretenciosa y perfecta para cocineros chiflados, sin verdadero oficio, creadores de mezclas absurdas, tipos excéntricos capaces de mezclar merquén con arándanos y caviar de frambuesas pero incapaces de hacer una empanada de pino.
Pero la movida gastronómica está llena de aventuras propuestas por cocineros creativos buscando su identidad y también por un renacimiento de la cocina chilena, con algunos ejemplos notables, que han redimensionando su mala fama. El maestro es Guillermo Rodríguez, que está satisfecho de "que haya bulla alrededor de los cocineros", pero no quiere que su trabajo de valoración de la cocina chilena entre en ésa ni en ninguna otra moda: "Nosotros trabajamos para llegar al bicentenario con una buena identidad gastronómica chilena", dice mientras prepara su viaje al palacio de Cerro Castillo para servir el almuerzo ante los ministros que preparan la Cumbre de las Américas de noviembre. Y a quienes presentará salmón ahumado sobre pebre de quinoa y cebiche de salmón; pulpa de cordero asada con charquicán y el omnipresente mote con huesillos (en sus manos un delicado brebaje servido a la manera tradicional).

Hijos del Merquén
Hace unos años ocurrió la invasión del merquén, que estaba en todos los platos como si fuera un talismán que dotaba cualquier pócima de modernidad. Ahora la varita mágica la trae la quinoa, el cereal favorito de los incas que recupera su prestigio en las manos de los experimentadores que la llevan a platos sofisticados en múltiples formas. Tres ejemplos: Kallens ofrece risotto de quinoa, Rodríguez pebre de quinoa, y en el Adra, el lujoso restaurante del Hotel Ritz, Tomás Olivera va más lejos y presenta en su nueva carta un risotto triple con quinoa, amaranto -un grano pariente de la quinoa- y mote. Otra vez mote.
"Los chefs hemos tenido exposición mediática pero la profesión requiere talento, experiencia, es de largo aliento. El cocinero que queremos para Chile es uno que investigue y que no sólo esté embelesado por esos movimientos mundiales", reflexiona Rodríguez en un tono que recuerda al ex presidente Ricardo Lagos. Por su encargo preparó la cena de gala de la cumbre de la APEC en 2004 en la Estación Mapocho, aquella histórica noche de los forcejeos con la guardia de Bush. "Tenemos que hacer comida exquisita, bonita y sana, sin llenar de frituras y respetar los sabores". Es su interpretación de la ‘nueva chilenidad'.

Agáchense, que Llegó Palomo
En Bilbao con avenida Italia está el Sukalde, una de las paradas obligatorias de la peregrinación a los nuevos príncipes gastronómicos. Y uno de los símbolos de la movida. Es la casa de Matías Palomo (29 años), que en dos años ha conseguido generar devoción sobre su sencillo comedero donde se mezclan la cocina molecular con experimentaciones insospechadas, como sus celebrados camarones con guacamole a la menta con vinagreta de sandía y aire de limón.
En camiseta, zapatillas y jeans gastados, Palomo, que nació en México por historias de exilio y estudió también en Inacap, cuenta como se encontró un día aprendiendo con Juan María Arzak, el más prestigioso renovador de la cocina vasca, en San Sebastián. Después saltó a Manhattan, a los fogones de Daniel Boulou, uno de los grandes de la Gran Manzana, y allí conoció a Ferrán Adriá, el profeta al que conducen muchos caminos de la cocina contemporánea y su siguiente estación de aprendizaje. Palomo se curtió en el Bulli, santificado como el mejor restaurante del mundo, antes de emprender su aventura santiaguina yendo por libre con una platita que pidió prestada su madre.
En dos años ha dado razón al crítico César Fredes, que lo recibió recién inaugurado con una premonición a los "insensatos y fomes" que reinaban: agáchense que viene Matías Palomo. "¿Comida chilena? Hay poca cosa: el charquicán, el tomaticán, el milcao y tres o cuatro cosas más son chilenas, nada más. Sí tenemos muy buenos productos y si investigas un poco puedes crear platos interesantes, que sorprendan". Palomo también trabaja con el topinambur, un tubérculo chilote cuyo sabor evoca el de la alcachofa, que se usaba como forraje para cerdos y que puso en escena Giancarlo Mazarelli, ahora dirigiendo Puerto Fuy y Ox, dos de los restaurantes sensación en Nueva Costanera, y según muchos el mejor chef de Santiago.
Palomo conoció el topinambur en Nueva York y lo vio con frecuencia en Europa, "y resulta que es originario de Chiloé, y nadie lo sabía porque aquí no hay investigación, así que los cocineros tenemos que mostrar estos productos y enseñar a comerlos porque son espectaculares y además son nuestros".
Si la cocina de Palomo es sofisticada y hay que reservar con varios días de anticipación para conseguir una de sus deseadas mesas, él es un tipo sencillo que invita a experimentar: "Si te vas a Viña y te paras en la carretera a recoger unas ramas de hinojo y las pones dobladas dentro de un pescado en el horno, descubres que se puede crear con buenos productos. Aunque muchos productos se van fuera del país, sigue siendo mucho mejor una manzana de tercera comprada en la Vega que una de lujo exportada a Nueva York que madura en el barco y no sabe a nada".
"Con los maravillosos productos que hay en Chile, se está levantando una nueva cultura", dice uno de los chefs, abundando en la misma idea. Guillermo Rodríguez dedica sus esfuerzos divulgadores al Comité Agro-Gastronómico, lanzado en La Moneda por la presidenta Bachelet hace un año para "vincular a los productores agrícolas y chefs buscando una identidad coherente para la gastronomía nacional". Pero en la movida gastronómica urbana no hay grandes seguidores de Rodríguez, excepto Jorge Caro (52 años) que ejerce de guardián de la tradición chilena en el restaurante Vichuquén del Hotel Galerías, en San Antonio 65. Caro, que con humor campechano llama "destructores" a los profetas moleculares, ha conseguido que los gerentes de su cadena apuesten por la tradición porque la caja suena abundante y el Vichuquén es imprescindible para gustar su comida tradicional.

Arte y Confusión
Difuminados los límites de las identidades nacionales en la globalización, sea rigurosamente chilena o no, la gastronomía vive un momento dulce reuniendo valores de la posmodernidad. Estamos en "una sociedad con mucha plata circulando, de muchos solteros treintañeros con sueldos millonarios que descubren que en Santiago pueden empezar a sentirse como en Buenos Aires o Nueva York", dice el gerente de una cadena que tiene uno de los restaurantes reputados, que recuerda la época de los pescados pasados a fritanga y bañados en bechamel como en la prehistoria del asunto. En esta olla que se cuece a todas velocidades hay críticos que advierten que no es oro todo lo que reluce: "El estado actual es de gran confusión. Cualquiera es chef , cualquiera es crítico. La confusión y desconocimiento se expresa en la cantidad de gente que hace risotto de haba, quinoa o choclo y no de arroz, que es la única manera de hacer risotto. O hacen cebiche de palta o mango y no de pescado", argumenta el periodista gastronómico César Fredes.
Pero el público llena restaurantes caros, innovadores y modernos como los de la nueva milla de oro en Nueva Costanera: Puerto Fuy, Ox y Tierra Noble, la apuesta de Pamela Somerville (29), hija de Hernán, el banquero, que asociada con el chef Juan Pablo Valdivia (26), un ex compañero de la escuela Culinary de La Dehesa. Pamela tiene un fogón lujoso con la pretensión "de crear una marca que siga creciendo. No nos interesa la cocina de autor", dice Valdivia, "sino una marca que proyectamos llevar a Buenos Aires, Sao Paulo, Miami, Londres, Nueva York y París. Éste es muy buen negocio y tenemos un equipo profesional muy experto", explica en la barra del Tierra Noble, que lleva menos de tres meses abierto.
Su vecino Mazarelli, que sí es venerado por autor, "un crack", según uno de sus colegas, también trabaja sobre la comida tradicional pero "con toques modernos aunque no hago cocina molecular ni deconstrucciones, para mí lo primero es el sabor, después vienen las texturas y los efectos". Sus mesas están tan solicitadas que es necesario reservar con una semana porque la afición está embelesada con los nuevos chefs, una nueva realeza de la modernidad santiaguina.

16 de septiembre de 2007
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demanda por bar de ostras


[Pete Wells] Chef interpone demanda por propiedad intelectual de menú.
A veces, a Rebecca Charles le gustaría tener menos influencia. Fue, dice, la primera chef de Nueva York que cogió los bocadillos de langosta, las almejas fritas y otros recios componentes de la gastronomía del marisco de Nueva Inglaterra y los elevó a la categoría de estrellas en su menú. Desde que abriera el Pearl Oyster Bar [Bar de Ostras Pearl] en el West Village hace diez años, ha observado con amargura la llegada de una serie de restaurantes que ella considera ‘imitaciones' del suyo.
Ayer presentó una demanda en el Tribunal de Distrito Federal de Manhattan contra el último y, dijo, más descarado de sus imitadores: Ed McFarland, chef y co-propietario del Ed's Lobster Bar [Bar de Langostas de Ed] en el SoHo y su segundo en el bar de ostras durante seis años.
La demanda, que denuncia daños económicos no especificados causados por McFarland y el restaurante mismo, dice que el Ed's Lobster Bar copia "cada uno de los elementos" del Pearl Oyster Bar, incluyendo la mesa de mármol blanco, la pintura gris de los revestimientos, las sillas y taburetes con sus respaldos de paja, las cajitas de galleticas de soda colocadas en cada mesa, y el aliño de la ensalada César.
McFarland no quiso hacer comentarios sobre la querella, diciendo que todavía no la había leído. Pero dijo que su Ed's Lobster Bar, que abrió sus puertas en marzo, no era una imitación.
"Yo diría que es un restaurante similar", dijo. "Pero no que es una copia".
Los abogados de Charles, 53, dicen que lo que ha hecho el Ed's Lobster Bar es equivalente al robo de propiedad intelectual -el tipo de denuncia que se ve más a menudo en el mundo de los espectáculos o editorial, o entre gigantes cadenas de restaurantes que protegen sus marcas.
En los últimos años, un puñado de chefs y hosteleros han invocado conceptos de propiedad intelectual, incluyendo marcas comerciales, patentes e imágenes comerciales -el aspecto y estilo distintivo de un negocio- para defender sus restaurantes, sus técnicas e incluso sus recetas, pero la mayoría de ellos no han alcanzado a llegar a tribunales. La demanda del Pearl Oyster Bar puede representar el uso más agresivo de esos conceptos por la dueña de un pequeño restaurante. Algunos juristas creen que el número de casos puede crecer ahora que los cocineros empiezan a pensar como ejecutivos.
Charles Valauskas, un abogado de Chicago que representa a varios restaurantes y chefs en asuntos de propiedad intelectual, calificó su descubrimiento de la ley de propiedad intelectual "muy necesaria" y lo atribuyó a la mayor competencia así como a los altos costes de abrir un restaurante.
"Ahora lo que se juega es mucho", dijo. "Un restaurante promedio gana millones de dólares. Si yo fuera inversionista, me aseguraría de que mis inversiones estén protegidas".
La inversión de Charles fue modesta. Levantó el Pearl Oyster Bar con cerca de 120 mil dólares -un coste que en el mercado de hoy sería una oferta para madrugadores.
Reconoció que el bar Pearl mismo se inspiró en otro local pequeño y modesto, el Swan Oyster Depot de San Francisco. Pero dijo que había pasado muchos meses tomando cientos de pequeñas decisiones sobre el aspecto, estilo y menú de su restaurante.
Esas decisiones transformaron su local en algo único, dijo, y fue además coloreado por la historia. La pintura, por ejemplo, quería evocar el paisaje marino a lo largo de la costa de Maine donde ella pasaba los veranos cuando era niña.
"Mi restaurante es un reflejo personal de mí misma, mis experiencias, mi familia", dijo. "Ese restaurante es mío".
McFarland, dijo, se había aprovechado injustamente de todo lo que ella había pensando para levantar el bar Pearl. "Quedarte con todo eso, sin que tengas que tomar nunca ninguna decisión... es injusto", dijo.
Pero el detalle que más la irrita es un aperitivo de siete dólares en el menú de McFarland: ‘Ed's Caesar'.
No lo ha probado, pero ella y sus abogados reclaman que está hecha con su propia ensalada César, que incluye huevo sancochado y cuscurros de magdalenas inglesas.
Lo aprendió de su madre, que lo aprendió a su vez hace décadas de un cocinero de un restaurante de Los Angeles desaparecido hace mucho. Se convirtió en una especie de firma de Pearl. Y aunque ella le enseñó a McFarland cómo hacerlo, dijo que había protegido su receta más celosamente que algunos hosteleros sus bodegas de vino.
"Cuando se la enseñé, le dije: ‘No la podrás hacer nunca en ninguna parte'", insistió. De acuerdo a los abogados de Charles, la receta de la ensalada César es un secreto comercial y McFarland no puede llevársela con él -del mismo modo que un empleado de Coca-Cola no puede llevarse consigo la fórmula de Diet Coke.
McFarland dijo que la acusación de que había robado la ensalada Caesar era "una pretensión ridícula". "Tengo mis propias recetas", dijo.
Invitado a elaborar sobre las diferencias entre su restaurante y el Pearl, McFarland dijo: "Yo diría que es mucho más elegante que el Pearl. Mucho más limpio, más pulcro y mucho más bonito". El Ed's Lobster Bar incorpora elementos novedosos, como un bar de ostras y un tragaluz; en cuanto al mesón de mármol blanco, dijo que cualquiera podía verlos en "todos los bares de ostras" de Boston, y que había trabajado "diseñando el comedor".
Calificando la querella como "un completo shock para mí", McFarland dijo: "Encuentro interesante que ella quiera llamar la atención sobre la querella que ha entablado contra mí, a pesar de que eso atraerá a la gente hacia mí. Personalmente no tengo porqué preocuparme de nada".
Sin embargo, otros chefs están tomando muy en serio los derechos de propiedad intelectual.
Uno de los clientes de Valauskas, Homaro Cantu, ha pedido las patentes sobre varias de sus invenciones culinarias, como un método para imprimir fotografías de alimentos en papel comestible aromatizado. Cantu también exige a sus cocineros que firmen un acuerdo de confidencialidad en Moto, su restaurante en Chicago.
Tim Wu, profesor en la Facultad de Leyes de la Universidad de Columbia, dijo que esto parecía el resultado inevitable de llevar a los abogados a la cocina. "Lo primero que dirá un abogado es que toda tu gente debe firmar un acuerdo de confidencialidad", dijo. "Es el clásico matrimonio americano entre la comida y la ley".
Pocos chefs han seguido las huellas de Cantu hasta la Oficina de Patentes y Marcas Comerciales. Uno que sí lo hizo es David Burke, chef de David Burke & Donatella, en el Upper East Side, y otros restaurantes. Dijo que había patentado una ‘rodaja de pez espada' y ‘pastrami de salmón', pero que ya no trata de defenderlos de los copiones.
"Tienes que dedicarte a perseguir a la gente que los copia. Y me cansé de hacer eso", dijo. Pero dijo que todavía seguía patentando innovaciones más recientes, como su vaporizador de tocino.
Muchos chefs se muestran escépticos de que la ley de propiedad intelectual corresponda a su tipo de trabajo. Tom Colicchio dijo que había decidido no hacer nada sobre una tienda de bocadillos que él considera una copia de su cadena de tiendas de bocadillos, ‘Wichcraft'. "No puedes hacer nada", dijo. "No puedes proteger las recetas, no puedes proteger el aspecto de un local, es imposible".
Pero Charles está dispuesta a gastar algo de dinero y tiempo para demostrar que tiene razón. (Una vez demandó a la socia con la que abrió el Pearl, Mary Redding, por problemas de propiedad. Redding abrió su propio restaurante de mariscos en el West Village, el Mary's Fish Camp).
Charles ha llegado a pensar que si este caso obliga al Ed's Lobster Bar a cambiar hasta que deje de parecerse a su Pearl Oyster Bar, sería lo más influyente que ha hecho nunca.
"Pensé que si tengo éxito con esta demanda, que eso sería una contribución importante", dijo. "Si algún tío en California tiene problemas, podría hablar con su abogado, estudiar este caso y decir: ‘Quizás podamos hacer algo sobre esto'".

9 de julio de 2007
27 de junio de 2007
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caos, y copiosa cocina


[Emily Wax] Tres horas en una gran boda cachemira.
Srinagar, India. Escabulléndose y riendo mientras las mujeres de la familia que lo bombardean con puñados de almendras, chocolates con nieve de coco y monedas, Baseer Qadri, uno novio con un elegante turbante, se sube al coche para salir a toda prisa a casarse con su novia. Su comitiva cruza el centro de la ciudad a toda velocidad, a la luz de la luna.
Estamos en medio de la temporada matrimonial de Cachemira y es domingo, poco después de las nueve de la noche. Las surcadas calles de aquí rebosan de caravanas de bodas, bicicletas apachurradas con alfombras, almendras y cerezas cachemiras enviadas a los mercados del lunes y niños arreando ovejas en medio del tráfico.
De algún modo, el cortejo -en teoría, primero el novio; luego su padre, seguidos de otros parientes cercanos y amigos- se encamina hacia el Hotel Cardoba, donde las luces ensartadas entre los arbustos y puertas iluminan el vecindario. Una vez que el cortejo está dentro, es shush shush. Silencio. Silencio.
Hombres y mujeres se sientan separados.
No se oye nada mientras la novia, Tamkeen Masoodi, estudiante de medicina, y Qadri, que ya es médico, se encuentran en un cuarto cubierto de alfombras de Cachemira tejidas a mano. Se lee y firma el nikkah nammah, o contrato matrimonial. Está escrito en caligrafía urdu, y engalanado con flores pintadas -rosas trepadoras en colores pasteles.
Un clérigo musulmán que es también un líder político separatista, dirige el servicio, ataviado con un espléndido chaleco gris y un sombrero triangular.
En la escalera del lado de las mujeres, decenas de felices amigos de la novia y nerviosos familiares se asoman con hileras de brazaletes morados y naranja, sonando discordantes, dejando en el aire una estela de perfume de almendras. Van engalanados, con pendientes y collares dorados, las manos cubiertas de jena naranja y el pelo negro oculto debajo de suaves echarpes de seda, rosados, azafrán y verdes.
Las manos y pies de la novia están también recubiertas de remolinos de jena naranja. Sobre el pelo luce un chal matrimonial, cosido a mano con un complejo bordado -la versión cachemira del velo.
Después de la firma del contrato, la novia y novio se separan rápidamente. La novia se apresura a un cuarto trasero para consolarse con su familia -hermanas, madre, otras familiares- y recibir felicitaciones. Le retocan el maquillaje y le ofrecen palabras de aliento para su noche nupcial.
Durante más de una hora, las mujeres de la familia, junto con un cantante de bodas entona canciones tradicionales llamadas vanvun a todo pulmón, deseándole felicidades en su nueva vida.
Entretanto, las mujeres más viejas revolotean a su alrededor impartiendo órdenes para la boda. La familia de la novia es responsable de la comida, que sólo el lado del novio ha de probar bocado.
"¿Dónde están los wazas?"", grita una mujer, refiriéndose a un ejército de cocineros de bodas y sus ayudantes, que llevan mandiles blancos y sombreros puntiagudos y se ven como versiones agrandadas de los Oompa-Loompas de ‘Charlie y la fábrica de chocolate' [Charlie and the Chocolate Factory'.
"¿Todavía está aquí el cordero?", chilla una mujer cejijunta, que dice que es pariente de la novia. "¿Dónde está el cordero?"
Recostados en cojines, los invitados esperan ser servidos como reyes, plato tras plato, tras plato, tras plato -en algunas bodas se sirven hasta 36-, incluyendo toda una variedad de platos de cordero preparados con varias salsas diferentes y albóndigas de diversas formas.

Llámalo Mi Gran Boda Cachemira
"Oh, sí, me encanta esa película con esa gran boda griega -nosotros somos como los griegos-, con gente maravillosa y también nos gusta el cordero", cloquea Ghulan S. Masoodi, pariente de la novia y cachemir-americano que vive en Buffalo, Nueva York, la mayor parte del año. "Las bodas cachemiras son una parte central de nuestra cultura. Y nos gusta pasarla bien y, por supuesto, comer".
Los wazas entran precipitadamente y sirven de calderos que borbollean y expelen vapor. También hay pollo, asado con especias tandoori y salpicado con un deje de cúrcuma. Pero sobre todo, lo que hay es carne de cordero: cordero rezumado en leche -una delicia que es considerada como la prueba última de las habilidades de un waza-, un cordero que sabe a vienesa y cordero servido con salsa chutney de nueces.
Hay arroz biryani con coco, aderezado con azafrán -"omita el arroz blanco y concéntrese en las carnes", aconseja Masoodi- y recipientes amarillos con yogur. "Están llenos de bacterias buenas que ayudan a digerir después de toda esa carne", dice Masoodi, riendo.
También hay raíces de lotus en escabeche, que tiene un sabor ácido y la textura del apio. Luego está la versión árabe de la tarta de bodas: Gulab Jamun, una rosquilla frita dorada oscura, con cardamomo y una pizca de azafrán y rociada con agua de rosas. Se sirve caliente con vainilla y helado de vainilla. A menudo hay tanta comida que los cachemires han dado vida a su propia forma de colados: no los solteros en plan de caza, sino gente con hambre mendigando un plato de comida.
Ya que es un líder político quien está casando a la pareja, hombres armados -sus guardias- holgazanean junto a la puerta. También ellos reciben bandejas de comidas.
Pero el novio come muy poco. La novia no come en absoluto. Se dicen mutuamente que no hayan de hora de estar solos.
El suyo es un matrimonio convenido, o lo que se conoce entre la generación joven del sur de Asia como una presentación preparada, ya que Qadri dice que él vio a Masoodi en la facultad de medicina, le gustó, y la pidió para presentarla a sus padres.
Más tarde, a eso de medianoche, cuando todo el mundo colapsa, el novio sonríe. "Ahora voy a estar con mi novia", dice.

26 de junio de 2007
©washington post
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obsesión con los espárragos


[Mark Bittman] En Istria, cosas frescas de mar y tierra.
Pula, Croatia. La obsesión de primavera en Istria es el espárrago silvestre. En toda la península, que se asoma al Adriático al otro lado de Venecia -apenas a un ferry de distancia-, la gente recorre los campos abiertos y las bermas de los caminos, con las duras bastones que usan para hacer a un lado zarzas que ocultan los preciosos tallos, tan delgados como una aguja de punto.
En esta región de Croacia, para muchos los alimentos gratuitos son buenos. Y para los que están en mejor situación, se trata simplemente de conseguir los mejores productos, directamente de la tierra.
En los primeros días de la primavera, veo a mis vecinos conversando mientras queman los restos de madera del invierno, cosechan los repollos y las coles que sobrevivieron la estación, y preparan sus jardines (ya lo ha hecho casi todo el mundo).
Como en gran parte de Europa Central, en Istria las líneas de parentesco son complejas. Los romanos construyeron Pula, en la punta sur de Istria, como un importante puerto; los venecianos lo gobernaron durante siglos, y los austriacos lo cuidaron como una importante avenida hacia el mar. Durante el régimen de Tito, los que eran de origen italiano -en el pasado una minoría importante y poderosa- fueron "estimulados" violentamente a abandonar lo que era entonces Yugoslavia. Ahora, los istrianos están tratando de no ser desplazados por los italianos, austriacos y alemanes, que lo consideran una quinta de recreo de verano.
Que la identidad de la región se debata entre su pasado y su presente se hace inmediatamente evidente. Todo el mundo es al menos bilingüe, y todas las cosas tienen al menos dos nombres. Un típico tipo de pasta se llama fusi istriani en italiano, fuzi istrijani cuando se está en un grupo mixto, o istarki fuzi, en croata.
En algunas ciudades -la encantadora Rovinj, por ejemplo (o Rovigno, si lo prefiere-, los tenderos le saludarán inicialmente con un ‘buon giorno'; en otros, con ‘dobro jutro'. Y muchas conversaciones se sostienen en dos lenguas, confundiendo poderosamente a aquellos de nosotros que pensamos que hablamos un poco de italiano.
Sin embargo, la cocina es al menos tan ‘italiana' como lo es en Venecia o Palermo, que quiere decir que tiene pasta, aceite de oliva, romero (también chucrut, pero lo hay en todo el norte de Italia) y un cierto tipo de concepción de la franqueza y las estaciones, todo lo cual se ha convertido en algo universalmente popular y reconocible.
Una de sus defensoras más ardientes es Lidia Bastianich, una chef nacida en Istria, escritora, personalidad de la televisión y neoyorquina (se mudó allá cuando tenía doce, justo después del reasentamiento de los italianos étnicos, y creció en Queens). De hecho, la señora Bastianich empieza audazmente su último libro, ‘Lidia's Italy' (Knopf), con un capítulo sobre Istria, que definitivamente no es Italia, al menos no políticamente. (Escribió el libro con su hija, Tanya Bastianich Manuali; la serie que la acompaña en la televisión pública, ‘Lidia's Italy', empezó el mes pasado).
Sin embargo, es difícil recordarlo cuando estamos aquí. En un soleado y poco característico cálido día hace cosa de un mes, justo en las afueras de Pula, Lidia y yo estuvimos recogiendo espárragos para hacernos una frittata. En una hora encontramos seis. Era temprano para la temporada (aunque vale la pena observar que ni el mejor pescador cogió algo en mi presencia), pero en el mercado local había -literalmente- un ramo, de modo que pudimos asegurar el desayuno del día siguiente.
Ese mismo día nos dispusimos para una tranquila tarde en la casa de su familia en Busoler, justo en las afueras de Pula. Una prima preparó una simple pero intrincada y sabrosa salsa para la pasta con un gallo recién sacrificado, algunas cebollas, y algo de tomate. En una cacerola tapada entre las brasas del fogón del cuarto, otra prima asó una cabra -con unas ramitas de romero, unas hojas de laurel y sal- que había estado viviendo a unos quince metros de ahí.
El respeto por los animales que dieron sus vidas para agraciar esta mesa era palpable e inevitable. Sin embargo, fue la cabra más deliciosa que he saboreado en toda mi vida.
En todas partes donde viajamos Lidia y yo se observaba esta misma combinación de una cocina simple casi hasta el absurdo, con pocos ingredientes, pero absolutamente locales y estacionales, y un montón más de trabajo que los estadounidenses invierten normalmente en la preparación de sus comidas. (Como norma, no buscamos demasiado, no cocinamos con leña, no hacemos la pasta con nuestras propias manos y ciertamente no matamos a nuestros propios animales).
Los resultados, al menos en los mejores restaurantes, son los mismos que los que llevan a algunos a viajar a Italia. En realidad, los italianos cruzarán el mar para almorzar (de Trieste a Istria hay un poco más de una hora).
No sorprende. Lidia y yo nos encontramos en Trieste, y luego viajamos a través de un escarpado tramo de Eslovenia, y llegamos a Istria por Opatija, a sitio favorito del emperador Francisco José. Es una ciudad de desvaída gloria y espectaculares vistas de islas y mar desde las colinas. (El campo y la costa de la península son tan bellos como en cualquier parte en el Mediterráneo).
Almorzamos en la costa, en Moscenicka Draga, visitamos pueblos en la cima de las colinas que no pierden nada cuando se los compara con los de Toscania, y luego conducimos por una montaña tan rocosa que apenas se podía ver la diferencia entre las murallas de piedra y el suelo.
A lo largo de la costa hacia el sur, más allá de Labin, paramos en el Martin Pescator, en una bahía en la ciudad de Trget.
El restaurante está ubicado en un pequeño y encantador muelle, y todo -pero todo- es de la misma localidad. Hay diminutos moluscos llamados datteri; la palabra italiana para ‘dátiles', a los que se parecen, en una especie de mezcla entre navaja y mejillón que se esconde entre las rocas y que demora treinta y cinco años en alcanzar su tamaño completo. (No las comimos, porque cosecharlas es ilegal, pero me las mostraron, en las rocas, antes de devolverlas a la bahía).
Mientras el chef, Boris Vlacic, empieza a preparar su especialidad -pulpo con patatas, enterradas en las brasas del fuego-, comenzamos a comer.
Primero está el prosciutto [jamón], que es una razón suficiente para hacer el viaje. Este es el tipo de prosciutto que da a la carne su reputación, no la cosa pálida, insípida y sin sabor que se nos sirve en estos días, incluso en el centro de Italia. Es oscuro, grasoso, y tiene suficiente acidez (y es quizás suficientemente rancio) para hacerla absolutamente irresistible. El prosciutto lo acompañamos con pecorino [queso], de una isla cercana llamada Krk; es seca y sabe a las hierbas de las que se alimentan las ovejas.
Luego llegaron algunas dandoli crudas, unas almejas de poderoso sabor servidas con un aceite de oliva pimentoso y limón; después unas almejas al vapor, junto con mussoli (que se parecen a las ostras, pero saben a mejillones) en una salsa de ajo, vino y perejil. Comimos un poquito de pasta, por supuesto, con mariscos.
El pulpo tomar un par de horas en hacerse, pero es divertido mirar el proceso, y los resultados son espléndidos. Para asegurarse de que tenemos suficiente, el chef nos envía un branzino [róbalo] asado y un lenguado a la plancha, hechos perfectamente. Para terminar, me ofrecen grappa con miel.
Para los amantes de las cosas italianas, todo esto suena extrañamente familiar.
La misma historia se repite casi en el restaurante Gina, en las afueras de Pula. Antes de llegar allá, Lidia y yo cruzamos la parte romana de la ciudad, donde ella jugaba de niña. Conserva uno de los coliseos en mejor estado de Europa. Pasamos por un par de las doce puertas romanas originales (de las que quedan cinco) así como por el mercado, que ofrece jactancioso dos o tres ramos de espárragos.
En el restaurante, nos recibe Gina Bergic en persona, una mujer de setenta y cinco años de increíble energía -"Dentro", me dijo, "soy una gran mujer". Junto a su igualmente dinámica chef, Miriana Scremin, hacemos fideos pasutice y los clásicos fuzi, enrollados en un bastoncillo para formar una especie de elegante penne. Desde sus ventanas asistimos a magníficas vistas de la apacible ensenada y, más allá, el Adriático.
Comemos. Su pan, parecido al bizcocho, hecho con aceite y un poco de azúcar, tierno pero con una corteza ligeramente crujiente, es raro y delicioso. Y una ensalada con casi nada, de granzevole -una especie de centollo-, apenas con aceite, limón y perejil. Su bobici, la sopa de judías local que probé tres o cuatro veces en esos días, es excepcional, hecha de prosciutto, nabos a la juliana en escabeche y maíz. (Con un poco de chucrut, la sopa se convierte en yota).
(Y en la torre, y distrayéndonos ligeramente, no se oye la típica y mala música italiana contemporánea, ni la ocasional y mucho más tradicional música croata, sino a Leonard Cohen, los Talking Heads, Depeche Mode y Lou Reed. A propósito de la globalización).
Una liviana ensalada de repollo y finalmente el fuzi, con la misma especie de salsa de ave que hace la prima de Lidia.
Mi última cena en Istria fue en el Agriturismo Toncic -esencialmente un restaurante de campo-, en las afueras del pequeño pueblo de Zrenj, o Stridone, dependiendo de su orientación. En las cálidas tardes -y no era una de esas- la gente se sienta en la terraza de piedra, que ofrece una vista sin obstáculos de montañas, valles y aldeas. El lugar abre sólo dos noches a la semana, porque la familia necesita los otros cinco días para ocuparse de los campos, recolectar, cazar y pescar, hacer vino y queso, cosechar, trillar y hacer lo que los campesinos de subsistencia hacen usualmente.
Todo lo que comemos viene de aquí, excepto el agua embotellada. La malvasia bianca, que es aceptable, puede no ser de clase mundial, aunque el prosciutto sí lo es. Tienen un queso de vaca fresco y denso, no el mejor, pero bueno. Nos sirven una fabulosa frittata de espárragos, preparada con huevos de pato; otra versión de bobici; polenta con liebre (el plato fuerte, con la fritanga); cerdo churruscado con patatas y chorizo; y una buena ensalada de invierno. El postre consistió en buñuelos de manzana con mermelada de melocotón.
Pedí que me mostraran la cocina, que es hogareña. Orjeta Toncic, que posee el restaurante con su marido, Sandro, y que cocina, ya se había marchado para, dijo su hija, "cocinar para mi papá". No le gustaban las comidas demasiado elaboradas del restaurante (aunque no sé si pueden ser más simples).
La hija me mostró orgullosa algunas trufas, pequeñas pero punzantes, que habían recogido antes en la semana. Repitiendo el papel del americano impertinente, pregunté por qué no nos las habían servido, y me miró como si fuera tonta: "Pero es que le servimos espárragos".
Una cocina que tiene sus prioridades en orden. Tal como sus antiguos hermanos al otro lado del Adriático.

15 de junio de 2007
16 de mayo de 2007
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