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contradicciones de la guerra


[David Remnick] En los días de Sadam Husein, los ahorcamientos en la prisión de Abu Ghraib se realizaban los miércoles y domingos -hasta cincuenta o sesenta al día, año tras año, década tras década. Los prisioneros eran a menudo llevados a Abu Ghraib -un vasto complejo a veinte millas de Bagdad, con tres millas de murallas de hormigón ligero y veinticuatro torres de vigilancia- en un camión de helados. Cientos de miles de ellos nunca descendieron de esos camiones.
En los años ochenta, de acuerdo a un informe de Peter Finn, publicado por The Washington Post, el verdugo era un hombre alto, fornido, conocido como La Espada. Llevaba una pistola con el nombre de Sadam inscrito en el mango, y olía a whisky. El sucesor de La Espada abrazaba al prisionero condenado por detrás del cadalso, de modo que cuando se abría la trampilla, los dos caían juntos y el cuello del prisionero se quebraba mejor. La tortura era rutina en Abu Ghraib: aislamiento, golpizas, violaciones, agresiones con perros, descargas eléctricas, régimen de hambre. En la casa de la muerte, las paredes estaban cubiertas de graffitis. La mayoría marcaba los días que les quedaban a los prisioneros. "Si Dios me salva", escribió un hombre, "rezaré setenta mil veces". Un informe publicado en 1993 por Human Rights Watch cita a un antiguo prisionero, diciendo: "Nadie, ni Pushkin ni Mahfouz, puede describir lo que nos pasaba".
Desde el principio de la guerra de Iraq, la retórica de la administración ponía al progreso moral en el corazón de su misión. "Llamo a todos los gobiernos a unirse a Estados Unidos y a la comunidad de naciones respetuosas de la ley, a prohibir, investigar y llevar a los tribunales todos los actos de tortura", dijo en junio pasado el presidente Bush, enfatizando los subentendidos éticos de la Operación Libertad Iraquí. "Esta lucha la hacemos con el ejemplo". El sentimiento era loable -y es precisamente eso lo que ha hecho que las revelaciones de los malos tratos estadounidenses en Abu Ghraib sean tan profundamente desalentadores.
Hay distinciones por hacer que atañen al orden de magnitud. El informe confidencial del general de división, Antonio M. Taguba, sobre las brutalidades, humillaciones y sadismo en Abu Ghraib, puede difícilmente compararse con las descripciones de los horrores de la prisión durante el régimen de Sadam. Lo que ocurrió no es de la misma escala que la masacre de los civiles vietnamitas de My Lai, ni, en realidad, la tortura rutinaria de prisioneros que continúa siendo consentida en todo el mundo. Sin embargo, es espantoso e injustificable, y ha transformado en chiste las pretensiones de este gobierno al liderazgo moral en el Medio Oriente.
La guerra de Iraq no se ganará como durante la Segunda Guerra Mundial, en que la victoria consistía en el triunfo de un ejército convencional sobre otro. F.D.R. y Churchill no gastaron mucho tiempo preocupándose de ganar el corazón y la voluntad de los alemanes o de los japoneses. (Si lo hubieran hecho, probablemente los bombardeos de Dresden y Tokio no hubiesen ocurrido). La victoria en Iraq no depende solamente del derrocamiento exitoso de Sadam, sino también de la mantención de la seguridad allá y de lograr un cierto grado de legitimidad, para cumplir con el proyecto idealista de construir una democracia estable y laica. Desde el comienzo, la perspicacia moral y política eran igual de esenciales que la eficiencia militar.
Esta invasión preventiva, con toda su complejidad, fue llevada a cabo en un particular universo informático. En Iraq, como en otras partes del mundo árabe, la gente tiene una idea de Estados Unidos que es moldeada (y sesgada) por una combinación de información real e historia, por un lado, y por resentimiento y teorías conspirativas, por otro. Los diarios y las estaciones de televisión por satélite de la región no verán nunca el mundo como el Times o la CNN. En Bagdad, la coalición recoge todos los rumores paranoicos o malévolos en circulación, para desmentirlos. Pero Abu Ghraib no era un rumor; era un incidente -en realidad, parte de una serie de incidentes- de falta de disciplina, de crueldad y de fracaso moral. Las fotografías y los informes han ahondado el resentimiento, el sentido de injusticia y de impotencia. Nuestro prestigio moral en la región era bastante bajo antes de Abu Ghraib. La idea de que los iraquíes -para no mencionar al resto del mundo árabe- puedan aceptar a Estados Unidos como un ejemplo moral está ahora ciertamente fuera de lugar.
El gobierno tampoco ha mostrado demasiado liderazgo moral en Washington. Después de meses de secretismo, funcionarios del Pentágono han admitido que han estado realizando treinta investigaciones judiciales sobre los maltratos en las prisiones en Iraq y Afganistán. Pero el reconocimiento no fue franco; se hizo después de que el programa "60 Minutes II", de la CBS, mostrara fotografías de lo que ocurría en Abu Ghraib y después de que Seymour Hersh publicara en esta revista fagmentos del informe de Taguba. Al principio, el Pentágono actuó como si el informe no fuera lo suficientemente importante como para requerir su atención. El general Richard Myers, el presidente del Estado Mayor, asistió a los programas políticos de los domingos en la televisión, para decir que todavía no lo había leído. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, estuvo de acuerdo en que las fotografías y las acciones que describían eran en realidad horrorosas, pero parecía más interesado en analizar gramaticalmente unas definiciones de "violencia". "Mi impresión es que la acusación, hasta el momento, es de abusos, que yo creo que son técnicamente diferentes que la tortura", dijo Rumsfeld en una rueda de prensa cuyo guión pudo haber sido escrito por Lewis Carroll. "No sé si es correcto decir lo que usted ha dicho, que ha habido torturas, o que ha habido una condena por torturas. Y por eso no voy a tratar la palabra tortura". Así martiriza las palabras el secretario de estado. O quizás sólo abusa de ellas. De todos modos, si azuzar perros guardianes contra prisioneros desnudos, por ejemplo, es tortura o maltrato, no es la pregunta principal. La pregunta principal es cómo pudieron esas cosas ser cometidas con auspicios de Estados Unidos.
A medida que los ciudadanos del mundo expresaban su indignación, soldados domésticos del ala derecha trataron rápidamente de minimizar, incluso de trivializar el asunto. Rush Limbaugh, que cuenta con una audiencia de veinte millones de oyentes, se superó a sí mismo cuando lanzó lo que podría ser descrito como "Granja de la defensa".
"No hay diferencia con lo que ocurre en una iniciación de novatos en la universidad", entonó. "Y vamos a arruinar la vida de la gente y vamos a entorpecer nuestras acciones bélicas, y entonces las vamos realmente a entorpecer, porque pasó un buen tiempo. Sabes, a esta gente le disparan todo el día. Estoy hablando de gente que se divierte. Esta gente, ¿has oído hablar de descarga emocional? ¿Has oído hablar de la necesidad de descargarse?" ¿Y dónde está el presidente? Su primer impulso, como Rumsfeld, fue aferrarse a las distinciones minúsculas. El asunto era "aberrante", dijo a dos estaciones de televisión árabes, pero no ofreció excusas, no claramente ni directamente. Y, en lo que pareció un intento evidente de ponerse duro sin que pase nada, Bush se las arregló para que todo el mundo se enterara, por medios de filtraciones a la prensa, de que había llamado a Rumsfeld al Despacho Oval y lo había reprendido.
El Times y The Economist han pedido sensatamente la renuncia del secretario de estado, pero no el comandante en jefe. "Esta lucha la damos con el ejemplo", dijo Bush en junio. Su Casa Blanca recuperaría algo de credibilidad si hubiese en realidad optado por sentar un ejemplo con alguien. Pero no es su estilo. Como el presidente dejó en claro en una rueda de prensa reciente, él no comete errores -no que él sepa. Sus lugartenientes son igualmente infalibles, excepto gente como Richard Clarke y Paul O´Neill, cuya única falla fue ver que la administración era menos que perfecta, y decirlo en voz alta.
Finalmente, hacia el fin de semana, aparecieron las plomizas excusas de Bush en presencia del rey de Jordania, y el inflexible arrepentimiento de Rumsfeld por esta "catástrofe". El presidente y el secretario de Defensa sabían lo que pasaba en Abu Ghraib desde hacía meses. Su fracaso en admitirlo no fue un error. Los errores, como siempre, son de los otros.


17 mayo 2004 ©new yorker ©traducción mQh

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