cómo salirse de iraq
[Stanley Hoffmann] Con cada día que pasa se hace más urgente que Estados Unidos se retire de Iraq y ponga manos a la obra para terminar con la ocupación israelí de Palestina.
La guerra de Iraq se ha transformado en una onerosa trampa de la que Estados Unidos debe salirse cuanto antes. Con las elecciones a apenas algunas semanas, el gobierno republicano insiste en "seguir el rumbo", denunciando a todos los insurgentes como forajidos, y asegurando al público que la situación está mejorando, justo cuando ya han muerto más de mil soldados estadounidenses y los ataques se intensifican con cada día que pasa. Los que han puesto sus esperanzas en un cambio de gobierno tienen varias razones por las que sentirse frustrados y desilusionados.
Primero, el equipo demócrata parece ansioso en no desconcertar a los votantes que han sido convencidos por el gobierno de que la guerra contra el terror' depende de la liberación' norteamericana de Iraq y no quieren enterarse de los límites del poderío americano. John Edwards ha hablado de la victoria última, y John Kerry ha inundado su campaña de contradicciones demasiado bien calculadas, especialmente cuando sostuvo que habría votado a favor de la decisión del Congreso de otorgar poderes al presidente para que empezara la guerra incluso si en octubre de 2002 hubiera sabido lo que sabe ahora. Debería simplemente haber dicho, como dijo la senadora Hillary Clinton, que si hubiésemos sabido entonces lo que sabemos ahora, no habría habido voto en el Congreso ni decisión alguna de ir a la guerra.
Los dos candidatos demócratas han criticado la manera en que el gobierno de Bush invadió Iraq y transformó la ocupación en una chapuza. Pero debieron haber ofrecido otras argumentaciones anteriores que las que Kerry empezó a proponer a fines de septiembre.
(1) El régimen de Saddam no representaba un peligro inmediato y claro para Estados Unidos;
(2) No hay pruebas de una alianza contra Estados Unidos entre Saddam y Al Qaeda;
(3) La desviación de la guerra contra el terrorismo, que condujo al derrocamiento de los talibán en Afganistán, a la guerra en Iraq fue una desviación altamente imprudente de recursos, y una contribución a -en realidad, les cayó del cielo- a los terroristas, un clásico caso de una profecía que se cumple a sí misma;
(4) El loable objetivo de liberar a los iraquíes no puede alcanzarse imponiendo un régimen de exiliados por medio de la fuerza militar, en circunstancias drásticamente diferentes de aquellas en Alemania y Japón en 1945;
(5) El otorgar contratos lucrativos exclusivamente a compañías norteamericanas ha arrojado una profunda sombra sobre el lenguaje idealista del gobierno;
(6) La obstinada decisión de reducir el tamaño de las tropas norteamericanas en Iraq (por razones que no han sido claradas nunca) fue una inesperada bendición para los insurgentes, ya que las fuerzas de Estados Unidos no podían manejar todos los graves problemas que surgen inevitablemente en un país destruido;
(7) Las expectativas estadounidenses de que la ocupación sería bienvenida se basaban en una mezcla de ignorancia, orgullo desmedido y desinformación proporcionada por exiliados tales como Ahmed Chalabi;
(8) Una genuina preocupación por la liberación habría requerido una colaboración más estrecha de Estados Unidos con facciones internas, el uso restringido de tácticas destructivas, la prevención del saqueo y un escrupuloso respeto de las obligaciones internacionales, especialmente hacia los prisioneros;
(9) Durante la mayor parte del período que va del verano de 2002 al verano de 2004, el gobierno de Bush, y en especial los civiles a cargo en el Pentágono, trataron al Congreso como una molestia menor y evidentemente pensaron que el público podía ser engañado fácilmente. Todavía está haciendo lo que puede para engañar a los electores.
En lugar de ofrecer un argumento convincente, las posiciones de la campaña de Kerry sobre Iraq adolecen de una serie de defectos y cuestiones no abordadas:
(1) Kerry sostenido repetidas veces que hará un mejor trabajo que Bush en reunir a otros países en una coalición genuina que garantizaría la seguridad en Iraq. Esto es ilusorio. Los países musulmanes no han mostrado ningún entusiasmo en ayudar a las autoridades iraquíes mientras la Coalición todavía esté bajo control norteamericano. Los países de la OTAN que apoyan a la Coalición ya son parte de esa alianza (o lo eran, como España) y, a excepción del Reino Unido, proporcionan poca ayuda en el terreno militar. Es improbable que Francia y Alemania se unan a ella. Los franceses no quieren causar ante el mundo musulmán la impresión de que el Occidente' se opone al Islam'. Conscientes de los ataques de los insurgentes contra Estados Unidos y sus protegidos, no es probable que la mayoría de los países compartan los costes humanos y financieros de una guerra contra los insurgentes, y menos aún, ciertamente, si es hecha bajo mando americano. No está todavía claro si la OTAN mostrara alguna disposición a adiestrar a las fuerzas de seguridad iraquíes o para vigilar las fronteras de Iraq. Sin duda, muchos gobiernos estarán mejor dispuestos hacia el presidente Kerry que hacia el presidente Bush. Pero las decisiones en torno a la guerra y la paz tienden a basarse más en realidades en el terreno y en casa que en si los líderes se caen bien entre ellos.
(2) Kerry ha guardado la mayor parte del tiempo silencio sobre las relaciones entre las tropas encabezadas por Estados Unidos en Iraq y el gobierno interino encabezado por Iyad Allawi, y también sobre el gobierno de transición que surja de la asamblea que se supone que será elegida antes de fines de enero de 2005. ¿Seguirán las fuerzas norteamericanas decidiendo por sí solas sobre las operaciones militares, incluso si uno u otro de esos gobiernos las objeta?
(3) La esperanza de que las fuerzas de seguridad iraquíes puedan ser reclutadas y adiestradas efectivamente ha demostrado hasta el momento ser ilusoria. El adiestramiento no lo es todo; el adiestramiento y un buen salario puede ser mejor, pero en última instancia lo esencial es la motivación, y el temor de ser matado o herido por los insurgentes y estar sólo tibiamente apoyados por la población puede provocar muy bien que los policías y tropas recientemente adiestradas deserten, como ya lo han hecho muchos.
(4) ¿Qué cree Kerry que ocurrirá si las fuerzas norteamericanas son incrementadas durante su primer término o si siguen en su nivel actual durante varios años más? Al contrario de la política exterior norteamericana durante la primavera de 2003, ¿no deberían hacerse planes para el peor de los casos?
El hecho es que la cantidad de ataques contra las fuerzas norteamericanas y otras y contra instalaciones se han multiplicado por cinco desde que Bush estuvo debajo de un letrero anunciado Misión Cumplida' y proclamó el "fin de las principales operaciones de combate" en Iraq; que varias ciudades del Triángulo Sunní y otras partes no están bajo el control de la Coalición' ni del gobierno interino iraquí; y que Estados Unidos y el primer ministro Allawi se enfrentan ahora a un profundo dilema. Si dejan que los insurgentes sigan en el control, sea de territorio sunní o en Ciudad Sáder en Bagdad, más y más insurgentes iraquíes y yihadistas extranjeros llegarán a esas localidades, algunos con armas cada vez más potentes. Si se hacen intentos por volver a ganar el control de esas ciudades y distritos ahora en manos de fuerzas hostiles, aumentará el número de iraquíes muertos y heridos, menos civiles iraquíes tomarán el lado de los norteamericanos y muchos más resentirán el uso de armas pesadas y de ataque aéreos contra sus compatriotas iraquíes (incluso si no aprueban a los insurgentes o prefieren que estos hubiesen escogido otros lugares para luchar). Para desmantelar y desarmar a las milicias privadas se requerirá sea una operación militar a gran escala o la disposición de parte de las autoridades iraquíes a aparecer como clientes sumisos de los ocupantes norteamericanos. Esto probablemente animará a los rebeldes. ¿No es esto lo que pasó en casos tan diversos como la Indochina francesa, Vietnam y Argelia?
2
El consejo que dio Raymond Aron al candidato a consejero del Príncipe era que debía colocarse él mismo en el lugar del Príncipe, y no debía analizar las cosas desde la perspectiva del crítico radical, el idealista, el perfeccionista, o el enemigo. Todo eso vale, provisto que uno recuerde que Aron mismo, un columnista del conservador diario Le Figaro, había concluido antes (y escribió sobre ello, pero no en Le Figaro) que el único modo para los franceses de solucionar el problema argelino era otorgándole la independencia a Argelia -una idea que ni la derecha ni la mayor parte de la izquierda de la época encontró aceptable. La lección de Aron era que hay épocas en que las diferentes tendencias tienden a hacer compromisos para ganar tiempo y que la esperanza de mejoras substantivas pueden conducir al desastre.
En este momento, hay muchos que creen que Estados Unidos "debe mantener el rumbo". Creen que su credibilidad se encuentra en discusión, especialmente después de que retiraran el apoyo a las insurrecciones contra Saddam Hussein que Estados Unidos mismo había estimulado a kurdos y chiíes que iniciaran en 1991. Además, los partidarios civiles de la guerra en el Pentágono continúan manteniendo las esperanzas de construir una democracia en Iraq que serviría de algún modo de modelo para otros gobiernos en Oriente Medio. Por eso creen que Estados Unidos debe no solamente ayudar al gobierno interino a derrotar a los insurgentes sino que permanecer en Iraq tanto tiempo como el nuevo gobierno necesite protección.
Esas esperanzas están siendo demolidas por la realidad de la hostilidad iraquí hacia Estados Unidos y sus protegidos. La extensión del terrorismo hace difícil distinguir entre yihadistas de fuera del país y los partidarios de posguerra de Bin Laden en Iraq de otros iraquíes que se oponen a la ocupación. Por eso, la guerra contra el terror' del gobierno está logrando forjar los mismos vínculos entre iraquíes y miembros de Al Qaeda que Bush dijo falsamente al público que justificaban la guerra. Un estudio reciente concluye convincentemente que la ocupación prolongada es una "invitación abierta a un firme apoyo popular de la indignación musulmana",1 y un caldo de cultivo del terrorismo. Además, la mayor parte de la insurgencia ha atacado no solamente las fuerzas americanas, sino también oleoductos y técnicos corrientes, contratistas privados extranjeros e iraquíes que trabajan para y con los norteamericanos. Puede ser que muchos iraquíes que se oponen hoy a la ocupación se indignen cada vez más por los asesinatos de otros iraquíes cometidos por los insurgentes. En ese caso, las medidas iraquíes para derrotar a los insurgentes pueden hacerse populares, o al menos mejor aceptadas. Pero mientras esas medidas dependan de la intervención de tropas norteamericanas, es improbable que aplasten a los rebeldes. Aunque Estados Unidos incremente sus esfuerzos para adiestrar a las fuerzas de seguridad, como comentaba el Financial Times hace poco, "no pueden aparecer junto a los militares norteamericanos que arrojan a diario toneladas de proyectiles y explosivos contra sus compatriotas".2
Hay buenas razones para llamar a que se ponga fin a la ocupación. Como en Palestina, la ocupación es la principal causa de los problemas actuales. Esto ciertamente no significa que los atentados terminarán cuando dejemos Iraq; pero hagamos lo que hagamos para tratar de resolver conflictos internos, lo más probable es que nos salga el tiro por la culata. El continuado control militar norteamericano, directo o indirecto, intensificará el anti-americanismo (como en Vietnam del Sur después de 1965) y proporcionarán un campo de adiestramiento para los terroristas, tanto nativos como extranjeros. Los intereses americanos serían mejor protegidos por un giro de los recursos norteamericanos hacia dos objetivos. El primero es la lucha contra Al Qaeda y sus aliados a través del mundo, que se han diversificado y descentralizado. Continúan recibiendo apoyo financiero y de otro tipo de grupos poderosos en países oficialmente pro-americanos, como Arabia Saudí y Pakistán. No se les derrota fácilmente con operaciones militares de alta tecnología y continúan reclutando miembros de las escuelas fundamentalistas, sea en Pakistán o en otros países musulmanes.
El segundo objetivo debe de ser un programa de mayor alcance cuyo objetivo sea la reconstrucción de la infraestructura económica de Iraq y el establecimiento de nuevas instituciones, pero sólo con la ayuda de otros países con experiencia en la construcción de estados. La salida de las tropas norteamericanas e inglesas facilitarían la tarea de otros países que no han apoyado la guerra, las que proporcionarían asistencia, incluyendo el adiestramiento de la policía, bajo auspicios de Naciones Unidas. Estados Unidos, por su parte, pondría a disposición el resto de los 18 billones de dólares asignados por el Congreso para la reconstrucción de Iraq, de los que no se han gastado hasta la fecha más que 1 billón. El estudio que mencioné antes argumenta convincentemente que "un cuartel militar norteamericano permanente en Iraq, aumentaría enormemente los costes y un montón de nuevos dolores de cabeza para los contribuyentes y militares norteamericanos por igual", y que la presencia militar norteamericana en Iraq contribuye "a un empeoramiento de la percepción de Estados Unidos por un número creciente de musulmanes"3 (y, agregaría yo, de no musulmanes). En su lucha contra el terrorismo, Estados Unidos debería dar prioridad a la amenaza que representan los yihadistas musulmanes (los más peligrosos para los intereses norteamericanos y occidentales) y deberían dedicar más atención a una solución permanente del problema palestino, de acuerdo a las líneas casi acordadas en Taba en 2001, y en los Acuerdos de Ginebra negociados por palestinos independientes y los israelíes.
¿Qué significaría en concreto una estrategia semejante? Requeriría una declaración de la Coalición de su intención de retirar las tropas en una fecha fija -por ejemplo, dentro de seis meses tras la elección de la nueva asamblea y del gobierno que surja de ella. Si las elecciones toman lugar en enero de 2005, una retirada en fases se podría completar hacia fines de junio. Mientras continúe el gobierno interino iraquí, Estados Unidos debería tomar medidas que tengan un verdadero valor político y simbólico: la embajada de Estados Unidos debería reducir la escala de sus operaciones; los asesores norteamericanos oficiales deberían retirarse gradualmente; Estados Unidos se comprometería a no lanzar operaciones militares a menos que sean solicitadas por el gobierno electo iraquí.
Estados Unidos debería dejar la preparación y supervisión de las elecciones venideras a Naciones Unidas, que podrían cancelar o modificar decisiones tomadas por las comisiones electorales instaladas por Paul Bremer. Sólo los conocidos criminales del ejército y burocracia baazista deberían ser excluidos de la votación, así como los terroristas condenados por sus acciones. Es particularmente importante que Estados Unidos permita a los iraquíes decidir sobre la naturaleza del futuro gobierno y su nueva constitución permanente, en la que deben resolverse temas como la demanda de autonomía de los kurdos. Durante este período, el adiestramiento de las fuerzas de seguridad iraquíes debe seguir siendo una tarea de la Coalición, pero será más efectiva si es supervisada y controlada por Naciones Unidas.
La retirada de las fuerzas de la Coalición podría comenzar después de las elecciones. Serían remplazadas por los iraquíes y por fuerzas de cualquier país -incluyendo a Estados Unidos y el Reino Unido- aceptable para el nuevo gobierno iraquí que acepte participar en una fuerza internacional de paz. Esa fuerza se establecería con el consentimiento del nuevo gobierno iraquí y colocada bajo el control de Naciones Unidas. El comandante en jefe debería ser un iraquí. El nuevo gobierno debería tener el derecho a re-considerar los contratos otorgados por la Coalición y a decidir sobre un estatuto permanente de la industria del petróleo. No se instalarían bases extranjeras en Iraq.
Esa política podría presentar más dificultades que oportunidades para los terroristas e insurgentes anti-norteamericanos. Ya no podrían argumentar que Iraq es un puesto de avanzada del imperio norteamericano con un gobierno instalado por Washington. Si continúan sus ataques, y si se puede demostrar que un gran número de ellos vienen en realidad de fuera de Iraq, correrían el riesgo de unificar a las fuerzas políticas y de seguridad iraquíes contra ellos. Una contra-insurgencia efectiva requerirá apoyo popular, y la ocupación extranjera inhibe ese apoyo. Inversamente, mientras más tiempo permanezcan las fuerzas de ocupación en Iraq, más difícil será para los norteamericanos salirse de ahí; es más probable que entonces se vean involucrados en conflictos entre facciones políticas, líderes tribales, grupos religiosos y fuerzas extranjeras ansiosas de resistir o cortejar a los ocupantes.
Ese plan de debería depender de que las elecciones efectivamente tomen lugar en enero de 2005. Las elecciones pueden ser postergadas. El Iraq sunní puede todavía estar en condiciones demasiado turbulentas como para que ciudadanos puedan emitir su voto. Debería ser claro que ninguna elección que excluya a la mayor parte del grupo que era dominante durante el régimen de Saddam Hussein, tendrá demasiada validez o autoridad. Además, una elección que excluyera a la región sunní dejaría sólo a dos grupos contendientes: una minoría kurda, que ya prácticamente se gobierna a sí sola -y que se opondrá a cualquier régimen constitucional que no sea el de una federación suelta- y una mayoría chií cuyos líderes se muestran reluctantes a otorgar un estatuto autónomo a los kurdos y a hacer compromisos con sus exigencias de un gobierno de mayoría.
Así, un tema central en los meses por venir será el futuro de los disidentes sunníes y su control de varias ciudades; otro será el futuro del líder extremista chií Moqtada al-Sáder. El plan que sugiero aquí transferiría explícitamente a Naciones Unidas la autoridad para negociar con los insurgentes iraquíes las condiciones bajo las cuales participarían en las elecciones. Los intentos de reconquistar las plazas fuertes de los disidentes por la fuerza -que sería en gran parte una acción norteamericana- no sólo conduciría a más bajas iraquíes y daños colaterales', sino que dejaría a una parte significativa de la población indignada y hosca por la derrota y humillación.
Una política que busca un compromiso con algunos elementos de la insurgencia anti-americana no es política de debilidad: es con los enemigos, no con los partidarios (y antiguos colaboracionistas) con los que hay que hacer la paz, como lo comprendió De Gaulle en Argelia. En vista de la falta de confianza de estos enemigos tanto con respecto a Estados Unidos como al gobierno interino, el peso de la negociación tendrá que recaer en Naciones Unidas, cuyo mandato debe ser más preciso y comprehensivo que en la resolución de junio de 2004. Si Estados Unidos decide que tiene que preparar las elecciones usando la fuerza contra sus enemigos, sólo logrará una paz de cementerios' como preludio de la votación. Por otro lado, si Estados Unidos decide postergar las elecciones por un período considerable de tiempo, sólo prolongará la agonía de suprimir a los insurgentes que están causando su retraso. Parece así vital que Naciones Unidas tengan tanta autoridad como posible para organizar las elecciones.
Puede ser que los esfuerzos de Naciones Unidas fracasen, y que el secretario general concluya que para fines de enero no se puede convocar a unas elecciones seguras y confiables. Si esto ocurriera, Estados Unidos debería transferir el control de la seguridad a una fuerza de seguridad auspiciada por y bajo el mando de Naciones Unidas. Debería comenzar a retirar algunas de sus propias tropas y mantener la fecha de fines de junio de 2005 u otra cercana.
No hay duda de que este curso conlleva riesgos. La disolución del país no debe descartarse. Aunque un gobierno iraquí elegido estaría en una fuerte posición para pedir a otros países, especialmente el mundo musulmán, que proporcionen las fuerzas que necesita Naciones Unidas, puede descubrir que esos países no están dispuestos a arriesgar la vida de sus soldados. Los conflictos sobre una nueva constitución pueden desembocar en una guerra civil, o en intervenciones extranjeras, digamos, de Irán que acude en ayuda de los clérigos iraquíes chiíes, o de Turquía tratando de impedir una secesión kurda. Esos riesgos explican en parte por qué el primer gobierno Bush se mostró reluctante a intervenir en los asuntos internos de Iraq después de su victoria en 1991. Prevenir una sangrienta desintegración de Iraq, y que los extremistas musulmanes tomen Iraq si las nuevas fuerzas de seguridad iraquíes se demuestran incapaces, es una tarea que debe quedar en manos de la diplomacia internacional de Naciones Unidas y de organizaciones regionales, así como tropas de paz proporcionadas por ellos y por países individuales. Tanto Naciones Unidas y otros países tienen incentivos pragmáticos para apoyar un plan semejante. Un conflicto civil prolongado amenazaría no solo el suministro de petróleo desde Iraq, sino también la estabilidad de Arabia Saudí, el país con las más grandes reservas de petróleo del mundo.
Semejante política exterior norteamericana significaría renunciar a algunos de los objetivos que anunció el gobierno de Bush cuando decidió invadir Iraq. Significaría abandonar la esperanza de transformar todo el mundo árabe, empezando por Iraq, y así modificando el balance de fuerzas entre el Israel de Sharon y sus enemigos. Significaría reconocer que los cambios en países como Siria, Irán y Arabia Saudí serían, en el mejor de los casos, lentos y graduales, y que la democracia no se puede implantar quirúrgicamente en países que no tienen experiencia con ella ni están preparados para ella, aunque esto no significaría negar apoyo a las fuerzas en pro de la reforma y el progreso. Significaría renunciar a objetivos menos comentados, pero no por eso menos centrales, como el objetivo estadounidense de transformar Iraq en un satélite norteamericano, con bases norteamericanas, compañías norteamericanas a cargo de su petróleo, y un régimen complaciente.
Hay excelentes razones para repudiar este anacrónico intento de crear una extensión del imperio de Estados Unidos. Los estadounidenses podrán argüir que han ayudado a Iraq a eliminar definitivamente a Saddam (al pesado coste de perder el apoyo y el prestigio internacional), devolver Iraq a su pueblo, y que ahora depende de los iraquíes utilizar la nueva situación para transformarla en un éxito con la ayuda de la comunidad internacional cuando sea necesario. La mejor política para Estados Unidos es evitar quedar atrapado en el círculo vicioso de la guerra contra los insurgentes, y destinar sus recursos a ayudar a la reconstrucción y al desarrollo -que han sido escandalosamente dejados atrás- así como tomar parte genuinamente en fuerzas de paz y de mantención de la paz, si los iraquíes piden una participación norteamericana. No es ni innoble ni cobarde para un país reconocer que se ha exigido demasiado de sí mismo y que ha llegado la hora de abandonar el intento de remodelar un país que -aparte de sus exiliados- no pidió a Estados Unidos que interviniera (parcialmente por cuando estallaron las rebeliones contra Saddam antes, no hicimos nada para ayudar) y concentrarse más bien en reparar algunos de los daños causados por la guerra.
Pero Iraq no es lo único que está en juego. Seguir atrapado entre opciones igualmente inaceptables pesará fuertemente en la política exterior norteamericana en general. La estrategia de retirada delineada aquí busca volver a vincular a Estados Unidos con la opinión pública árabe moderada, en una época en que la política exterior de Estados Unidos parece cada vez más considerar a los árabes y musulmanes en gran parte como terroristas potenciales. Esa política exterior alimenta el extremismo y el anti-americanismo con acciones que van desde las torturas que quedan sin castigo en prisiones iraquíes hasta la reciente revocación del visado para un importante filósofo musulmán -Tariq Ramadan- que había sido invitado a dictar clases en la Universidad de Notre Dame. Estados Unidos debería dejar claro que la necesaria guerra contra el terrorismo no significa dar carta blanca a la brutal dominación de los palestinos por Ariel Sharon o de los chechenos or Vladimir Putin. La retirada de Iraq también haría posible una reconciliación con los amigos y aliados desconcertados por el reciente unilateralismo y repudio de sus obligaciones internacionales por parte de Estados Unidos, y así restaurar -no reducir- la credibilidad de Estados Unidos y el poder moderado' en el mundo. Reconocer los límites del vasto poderío militar norteamericano podría, paradójicamente, hacer más que cualquier otra cosa para incrementar la influencia estadounidense en el mundo.
La retirada de Iraq, combinada con una nueva iniciativa de Estados Unidos, Naciones Unidas, los países de la Unión Europea y Rusia para terminar con la ocupación israelí de tierras palestinas y crear un estado palestino viable, marcaría un retorno a la realidad, al sentido común y a una política exterior ética.
Notas
[1] Christopher Preble, Exiting Iraq: Why the US Must End the Military Occupation and Renew the War Against Al Qaeda (Cato Institute, 2004), p. 30.
[2] "Time to Consider Iraq Withdrawal," editorial en el Financial Times, 10 de septiembre de 2004.
[3] Preble, Exiting Iraq, p. 17.
22 de septiembre de 2004
21 de octubre de 2004
©new york review of books
©traducción mQh
Primero, el equipo demócrata parece ansioso en no desconcertar a los votantes que han sido convencidos por el gobierno de que la guerra contra el terror' depende de la liberación' norteamericana de Iraq y no quieren enterarse de los límites del poderío americano. John Edwards ha hablado de la victoria última, y John Kerry ha inundado su campaña de contradicciones demasiado bien calculadas, especialmente cuando sostuvo que habría votado a favor de la decisión del Congreso de otorgar poderes al presidente para que empezara la guerra incluso si en octubre de 2002 hubiera sabido lo que sabe ahora. Debería simplemente haber dicho, como dijo la senadora Hillary Clinton, que si hubiésemos sabido entonces lo que sabemos ahora, no habría habido voto en el Congreso ni decisión alguna de ir a la guerra.
Los dos candidatos demócratas han criticado la manera en que el gobierno de Bush invadió Iraq y transformó la ocupación en una chapuza. Pero debieron haber ofrecido otras argumentaciones anteriores que las que Kerry empezó a proponer a fines de septiembre.
(1) El régimen de Saddam no representaba un peligro inmediato y claro para Estados Unidos;
(2) No hay pruebas de una alianza contra Estados Unidos entre Saddam y Al Qaeda;
(3) La desviación de la guerra contra el terrorismo, que condujo al derrocamiento de los talibán en Afganistán, a la guerra en Iraq fue una desviación altamente imprudente de recursos, y una contribución a -en realidad, les cayó del cielo- a los terroristas, un clásico caso de una profecía que se cumple a sí misma;
(4) El loable objetivo de liberar a los iraquíes no puede alcanzarse imponiendo un régimen de exiliados por medio de la fuerza militar, en circunstancias drásticamente diferentes de aquellas en Alemania y Japón en 1945;
(5) El otorgar contratos lucrativos exclusivamente a compañías norteamericanas ha arrojado una profunda sombra sobre el lenguaje idealista del gobierno;
(6) La obstinada decisión de reducir el tamaño de las tropas norteamericanas en Iraq (por razones que no han sido claradas nunca) fue una inesperada bendición para los insurgentes, ya que las fuerzas de Estados Unidos no podían manejar todos los graves problemas que surgen inevitablemente en un país destruido;
(7) Las expectativas estadounidenses de que la ocupación sería bienvenida se basaban en una mezcla de ignorancia, orgullo desmedido y desinformación proporcionada por exiliados tales como Ahmed Chalabi;
(8) Una genuina preocupación por la liberación habría requerido una colaboración más estrecha de Estados Unidos con facciones internas, el uso restringido de tácticas destructivas, la prevención del saqueo y un escrupuloso respeto de las obligaciones internacionales, especialmente hacia los prisioneros;
(9) Durante la mayor parte del período que va del verano de 2002 al verano de 2004, el gobierno de Bush, y en especial los civiles a cargo en el Pentágono, trataron al Congreso como una molestia menor y evidentemente pensaron que el público podía ser engañado fácilmente. Todavía está haciendo lo que puede para engañar a los electores.
En lugar de ofrecer un argumento convincente, las posiciones de la campaña de Kerry sobre Iraq adolecen de una serie de defectos y cuestiones no abordadas:
(1) Kerry sostenido repetidas veces que hará un mejor trabajo que Bush en reunir a otros países en una coalición genuina que garantizaría la seguridad en Iraq. Esto es ilusorio. Los países musulmanes no han mostrado ningún entusiasmo en ayudar a las autoridades iraquíes mientras la Coalición todavía esté bajo control norteamericano. Los países de la OTAN que apoyan a la Coalición ya son parte de esa alianza (o lo eran, como España) y, a excepción del Reino Unido, proporcionan poca ayuda en el terreno militar. Es improbable que Francia y Alemania se unan a ella. Los franceses no quieren causar ante el mundo musulmán la impresión de que el Occidente' se opone al Islam'. Conscientes de los ataques de los insurgentes contra Estados Unidos y sus protegidos, no es probable que la mayoría de los países compartan los costes humanos y financieros de una guerra contra los insurgentes, y menos aún, ciertamente, si es hecha bajo mando americano. No está todavía claro si la OTAN mostrara alguna disposición a adiestrar a las fuerzas de seguridad iraquíes o para vigilar las fronteras de Iraq. Sin duda, muchos gobiernos estarán mejor dispuestos hacia el presidente Kerry que hacia el presidente Bush. Pero las decisiones en torno a la guerra y la paz tienden a basarse más en realidades en el terreno y en casa que en si los líderes se caen bien entre ellos.
(2) Kerry ha guardado la mayor parte del tiempo silencio sobre las relaciones entre las tropas encabezadas por Estados Unidos en Iraq y el gobierno interino encabezado por Iyad Allawi, y también sobre el gobierno de transición que surja de la asamblea que se supone que será elegida antes de fines de enero de 2005. ¿Seguirán las fuerzas norteamericanas decidiendo por sí solas sobre las operaciones militares, incluso si uno u otro de esos gobiernos las objeta?
(3) La esperanza de que las fuerzas de seguridad iraquíes puedan ser reclutadas y adiestradas efectivamente ha demostrado hasta el momento ser ilusoria. El adiestramiento no lo es todo; el adiestramiento y un buen salario puede ser mejor, pero en última instancia lo esencial es la motivación, y el temor de ser matado o herido por los insurgentes y estar sólo tibiamente apoyados por la población puede provocar muy bien que los policías y tropas recientemente adiestradas deserten, como ya lo han hecho muchos.
(4) ¿Qué cree Kerry que ocurrirá si las fuerzas norteamericanas son incrementadas durante su primer término o si siguen en su nivel actual durante varios años más? Al contrario de la política exterior norteamericana durante la primavera de 2003, ¿no deberían hacerse planes para el peor de los casos?
El hecho es que la cantidad de ataques contra las fuerzas norteamericanas y otras y contra instalaciones se han multiplicado por cinco desde que Bush estuvo debajo de un letrero anunciado Misión Cumplida' y proclamó el "fin de las principales operaciones de combate" en Iraq; que varias ciudades del Triángulo Sunní y otras partes no están bajo el control de la Coalición' ni del gobierno interino iraquí; y que Estados Unidos y el primer ministro Allawi se enfrentan ahora a un profundo dilema. Si dejan que los insurgentes sigan en el control, sea de territorio sunní o en Ciudad Sáder en Bagdad, más y más insurgentes iraquíes y yihadistas extranjeros llegarán a esas localidades, algunos con armas cada vez más potentes. Si se hacen intentos por volver a ganar el control de esas ciudades y distritos ahora en manos de fuerzas hostiles, aumentará el número de iraquíes muertos y heridos, menos civiles iraquíes tomarán el lado de los norteamericanos y muchos más resentirán el uso de armas pesadas y de ataque aéreos contra sus compatriotas iraquíes (incluso si no aprueban a los insurgentes o prefieren que estos hubiesen escogido otros lugares para luchar). Para desmantelar y desarmar a las milicias privadas se requerirá sea una operación militar a gran escala o la disposición de parte de las autoridades iraquíes a aparecer como clientes sumisos de los ocupantes norteamericanos. Esto probablemente animará a los rebeldes. ¿No es esto lo que pasó en casos tan diversos como la Indochina francesa, Vietnam y Argelia?
2
El consejo que dio Raymond Aron al candidato a consejero del Príncipe era que debía colocarse él mismo en el lugar del Príncipe, y no debía analizar las cosas desde la perspectiva del crítico radical, el idealista, el perfeccionista, o el enemigo. Todo eso vale, provisto que uno recuerde que Aron mismo, un columnista del conservador diario Le Figaro, había concluido antes (y escribió sobre ello, pero no en Le Figaro) que el único modo para los franceses de solucionar el problema argelino era otorgándole la independencia a Argelia -una idea que ni la derecha ni la mayor parte de la izquierda de la época encontró aceptable. La lección de Aron era que hay épocas en que las diferentes tendencias tienden a hacer compromisos para ganar tiempo y que la esperanza de mejoras substantivas pueden conducir al desastre.
En este momento, hay muchos que creen que Estados Unidos "debe mantener el rumbo". Creen que su credibilidad se encuentra en discusión, especialmente después de que retiraran el apoyo a las insurrecciones contra Saddam Hussein que Estados Unidos mismo había estimulado a kurdos y chiíes que iniciaran en 1991. Además, los partidarios civiles de la guerra en el Pentágono continúan manteniendo las esperanzas de construir una democracia en Iraq que serviría de algún modo de modelo para otros gobiernos en Oriente Medio. Por eso creen que Estados Unidos debe no solamente ayudar al gobierno interino a derrotar a los insurgentes sino que permanecer en Iraq tanto tiempo como el nuevo gobierno necesite protección.
Esas esperanzas están siendo demolidas por la realidad de la hostilidad iraquí hacia Estados Unidos y sus protegidos. La extensión del terrorismo hace difícil distinguir entre yihadistas de fuera del país y los partidarios de posguerra de Bin Laden en Iraq de otros iraquíes que se oponen a la ocupación. Por eso, la guerra contra el terror' del gobierno está logrando forjar los mismos vínculos entre iraquíes y miembros de Al Qaeda que Bush dijo falsamente al público que justificaban la guerra. Un estudio reciente concluye convincentemente que la ocupación prolongada es una "invitación abierta a un firme apoyo popular de la indignación musulmana",1 y un caldo de cultivo del terrorismo. Además, la mayor parte de la insurgencia ha atacado no solamente las fuerzas americanas, sino también oleoductos y técnicos corrientes, contratistas privados extranjeros e iraquíes que trabajan para y con los norteamericanos. Puede ser que muchos iraquíes que se oponen hoy a la ocupación se indignen cada vez más por los asesinatos de otros iraquíes cometidos por los insurgentes. En ese caso, las medidas iraquíes para derrotar a los insurgentes pueden hacerse populares, o al menos mejor aceptadas. Pero mientras esas medidas dependan de la intervención de tropas norteamericanas, es improbable que aplasten a los rebeldes. Aunque Estados Unidos incremente sus esfuerzos para adiestrar a las fuerzas de seguridad, como comentaba el Financial Times hace poco, "no pueden aparecer junto a los militares norteamericanos que arrojan a diario toneladas de proyectiles y explosivos contra sus compatriotas".2
Hay buenas razones para llamar a que se ponga fin a la ocupación. Como en Palestina, la ocupación es la principal causa de los problemas actuales. Esto ciertamente no significa que los atentados terminarán cuando dejemos Iraq; pero hagamos lo que hagamos para tratar de resolver conflictos internos, lo más probable es que nos salga el tiro por la culata. El continuado control militar norteamericano, directo o indirecto, intensificará el anti-americanismo (como en Vietnam del Sur después de 1965) y proporcionarán un campo de adiestramiento para los terroristas, tanto nativos como extranjeros. Los intereses americanos serían mejor protegidos por un giro de los recursos norteamericanos hacia dos objetivos. El primero es la lucha contra Al Qaeda y sus aliados a través del mundo, que se han diversificado y descentralizado. Continúan recibiendo apoyo financiero y de otro tipo de grupos poderosos en países oficialmente pro-americanos, como Arabia Saudí y Pakistán. No se les derrota fácilmente con operaciones militares de alta tecnología y continúan reclutando miembros de las escuelas fundamentalistas, sea en Pakistán o en otros países musulmanes.
El segundo objetivo debe de ser un programa de mayor alcance cuyo objetivo sea la reconstrucción de la infraestructura económica de Iraq y el establecimiento de nuevas instituciones, pero sólo con la ayuda de otros países con experiencia en la construcción de estados. La salida de las tropas norteamericanas e inglesas facilitarían la tarea de otros países que no han apoyado la guerra, las que proporcionarían asistencia, incluyendo el adiestramiento de la policía, bajo auspicios de Naciones Unidas. Estados Unidos, por su parte, pondría a disposición el resto de los 18 billones de dólares asignados por el Congreso para la reconstrucción de Iraq, de los que no se han gastado hasta la fecha más que 1 billón. El estudio que mencioné antes argumenta convincentemente que "un cuartel militar norteamericano permanente en Iraq, aumentaría enormemente los costes y un montón de nuevos dolores de cabeza para los contribuyentes y militares norteamericanos por igual", y que la presencia militar norteamericana en Iraq contribuye "a un empeoramiento de la percepción de Estados Unidos por un número creciente de musulmanes"3 (y, agregaría yo, de no musulmanes). En su lucha contra el terrorismo, Estados Unidos debería dar prioridad a la amenaza que representan los yihadistas musulmanes (los más peligrosos para los intereses norteamericanos y occidentales) y deberían dedicar más atención a una solución permanente del problema palestino, de acuerdo a las líneas casi acordadas en Taba en 2001, y en los Acuerdos de Ginebra negociados por palestinos independientes y los israelíes.
¿Qué significaría en concreto una estrategia semejante? Requeriría una declaración de la Coalición de su intención de retirar las tropas en una fecha fija -por ejemplo, dentro de seis meses tras la elección de la nueva asamblea y del gobierno que surja de ella. Si las elecciones toman lugar en enero de 2005, una retirada en fases se podría completar hacia fines de junio. Mientras continúe el gobierno interino iraquí, Estados Unidos debería tomar medidas que tengan un verdadero valor político y simbólico: la embajada de Estados Unidos debería reducir la escala de sus operaciones; los asesores norteamericanos oficiales deberían retirarse gradualmente; Estados Unidos se comprometería a no lanzar operaciones militares a menos que sean solicitadas por el gobierno electo iraquí.
Estados Unidos debería dejar la preparación y supervisión de las elecciones venideras a Naciones Unidas, que podrían cancelar o modificar decisiones tomadas por las comisiones electorales instaladas por Paul Bremer. Sólo los conocidos criminales del ejército y burocracia baazista deberían ser excluidos de la votación, así como los terroristas condenados por sus acciones. Es particularmente importante que Estados Unidos permita a los iraquíes decidir sobre la naturaleza del futuro gobierno y su nueva constitución permanente, en la que deben resolverse temas como la demanda de autonomía de los kurdos. Durante este período, el adiestramiento de las fuerzas de seguridad iraquíes debe seguir siendo una tarea de la Coalición, pero será más efectiva si es supervisada y controlada por Naciones Unidas.
La retirada de las fuerzas de la Coalición podría comenzar después de las elecciones. Serían remplazadas por los iraquíes y por fuerzas de cualquier país -incluyendo a Estados Unidos y el Reino Unido- aceptable para el nuevo gobierno iraquí que acepte participar en una fuerza internacional de paz. Esa fuerza se establecería con el consentimiento del nuevo gobierno iraquí y colocada bajo el control de Naciones Unidas. El comandante en jefe debería ser un iraquí. El nuevo gobierno debería tener el derecho a re-considerar los contratos otorgados por la Coalición y a decidir sobre un estatuto permanente de la industria del petróleo. No se instalarían bases extranjeras en Iraq.
Esa política podría presentar más dificultades que oportunidades para los terroristas e insurgentes anti-norteamericanos. Ya no podrían argumentar que Iraq es un puesto de avanzada del imperio norteamericano con un gobierno instalado por Washington. Si continúan sus ataques, y si se puede demostrar que un gran número de ellos vienen en realidad de fuera de Iraq, correrían el riesgo de unificar a las fuerzas políticas y de seguridad iraquíes contra ellos. Una contra-insurgencia efectiva requerirá apoyo popular, y la ocupación extranjera inhibe ese apoyo. Inversamente, mientras más tiempo permanezcan las fuerzas de ocupación en Iraq, más difícil será para los norteamericanos salirse de ahí; es más probable que entonces se vean involucrados en conflictos entre facciones políticas, líderes tribales, grupos religiosos y fuerzas extranjeras ansiosas de resistir o cortejar a los ocupantes.
Ese plan de debería depender de que las elecciones efectivamente tomen lugar en enero de 2005. Las elecciones pueden ser postergadas. El Iraq sunní puede todavía estar en condiciones demasiado turbulentas como para que ciudadanos puedan emitir su voto. Debería ser claro que ninguna elección que excluya a la mayor parte del grupo que era dominante durante el régimen de Saddam Hussein, tendrá demasiada validez o autoridad. Además, una elección que excluyera a la región sunní dejaría sólo a dos grupos contendientes: una minoría kurda, que ya prácticamente se gobierna a sí sola -y que se opondrá a cualquier régimen constitucional que no sea el de una federación suelta- y una mayoría chií cuyos líderes se muestran reluctantes a otorgar un estatuto autónomo a los kurdos y a hacer compromisos con sus exigencias de un gobierno de mayoría.
Así, un tema central en los meses por venir será el futuro de los disidentes sunníes y su control de varias ciudades; otro será el futuro del líder extremista chií Moqtada al-Sáder. El plan que sugiero aquí transferiría explícitamente a Naciones Unidas la autoridad para negociar con los insurgentes iraquíes las condiciones bajo las cuales participarían en las elecciones. Los intentos de reconquistar las plazas fuertes de los disidentes por la fuerza -que sería en gran parte una acción norteamericana- no sólo conduciría a más bajas iraquíes y daños colaterales', sino que dejaría a una parte significativa de la población indignada y hosca por la derrota y humillación.
Una política que busca un compromiso con algunos elementos de la insurgencia anti-americana no es política de debilidad: es con los enemigos, no con los partidarios (y antiguos colaboracionistas) con los que hay que hacer la paz, como lo comprendió De Gaulle en Argelia. En vista de la falta de confianza de estos enemigos tanto con respecto a Estados Unidos como al gobierno interino, el peso de la negociación tendrá que recaer en Naciones Unidas, cuyo mandato debe ser más preciso y comprehensivo que en la resolución de junio de 2004. Si Estados Unidos decide que tiene que preparar las elecciones usando la fuerza contra sus enemigos, sólo logrará una paz de cementerios' como preludio de la votación. Por otro lado, si Estados Unidos decide postergar las elecciones por un período considerable de tiempo, sólo prolongará la agonía de suprimir a los insurgentes que están causando su retraso. Parece así vital que Naciones Unidas tengan tanta autoridad como posible para organizar las elecciones.
Puede ser que los esfuerzos de Naciones Unidas fracasen, y que el secretario general concluya que para fines de enero no se puede convocar a unas elecciones seguras y confiables. Si esto ocurriera, Estados Unidos debería transferir el control de la seguridad a una fuerza de seguridad auspiciada por y bajo el mando de Naciones Unidas. Debería comenzar a retirar algunas de sus propias tropas y mantener la fecha de fines de junio de 2005 u otra cercana.
No hay duda de que este curso conlleva riesgos. La disolución del país no debe descartarse. Aunque un gobierno iraquí elegido estaría en una fuerte posición para pedir a otros países, especialmente el mundo musulmán, que proporcionen las fuerzas que necesita Naciones Unidas, puede descubrir que esos países no están dispuestos a arriesgar la vida de sus soldados. Los conflictos sobre una nueva constitución pueden desembocar en una guerra civil, o en intervenciones extranjeras, digamos, de Irán que acude en ayuda de los clérigos iraquíes chiíes, o de Turquía tratando de impedir una secesión kurda. Esos riesgos explican en parte por qué el primer gobierno Bush se mostró reluctante a intervenir en los asuntos internos de Iraq después de su victoria en 1991. Prevenir una sangrienta desintegración de Iraq, y que los extremistas musulmanes tomen Iraq si las nuevas fuerzas de seguridad iraquíes se demuestran incapaces, es una tarea que debe quedar en manos de la diplomacia internacional de Naciones Unidas y de organizaciones regionales, así como tropas de paz proporcionadas por ellos y por países individuales. Tanto Naciones Unidas y otros países tienen incentivos pragmáticos para apoyar un plan semejante. Un conflicto civil prolongado amenazaría no solo el suministro de petróleo desde Iraq, sino también la estabilidad de Arabia Saudí, el país con las más grandes reservas de petróleo del mundo.
Semejante política exterior norteamericana significaría renunciar a algunos de los objetivos que anunció el gobierno de Bush cuando decidió invadir Iraq. Significaría abandonar la esperanza de transformar todo el mundo árabe, empezando por Iraq, y así modificando el balance de fuerzas entre el Israel de Sharon y sus enemigos. Significaría reconocer que los cambios en países como Siria, Irán y Arabia Saudí serían, en el mejor de los casos, lentos y graduales, y que la democracia no se puede implantar quirúrgicamente en países que no tienen experiencia con ella ni están preparados para ella, aunque esto no significaría negar apoyo a las fuerzas en pro de la reforma y el progreso. Significaría renunciar a objetivos menos comentados, pero no por eso menos centrales, como el objetivo estadounidense de transformar Iraq en un satélite norteamericano, con bases norteamericanas, compañías norteamericanas a cargo de su petróleo, y un régimen complaciente.
Hay excelentes razones para repudiar este anacrónico intento de crear una extensión del imperio de Estados Unidos. Los estadounidenses podrán argüir que han ayudado a Iraq a eliminar definitivamente a Saddam (al pesado coste de perder el apoyo y el prestigio internacional), devolver Iraq a su pueblo, y que ahora depende de los iraquíes utilizar la nueva situación para transformarla en un éxito con la ayuda de la comunidad internacional cuando sea necesario. La mejor política para Estados Unidos es evitar quedar atrapado en el círculo vicioso de la guerra contra los insurgentes, y destinar sus recursos a ayudar a la reconstrucción y al desarrollo -que han sido escandalosamente dejados atrás- así como tomar parte genuinamente en fuerzas de paz y de mantención de la paz, si los iraquíes piden una participación norteamericana. No es ni innoble ni cobarde para un país reconocer que se ha exigido demasiado de sí mismo y que ha llegado la hora de abandonar el intento de remodelar un país que -aparte de sus exiliados- no pidió a Estados Unidos que interviniera (parcialmente por cuando estallaron las rebeliones contra Saddam antes, no hicimos nada para ayudar) y concentrarse más bien en reparar algunos de los daños causados por la guerra.
Pero Iraq no es lo único que está en juego. Seguir atrapado entre opciones igualmente inaceptables pesará fuertemente en la política exterior norteamericana en general. La estrategia de retirada delineada aquí busca volver a vincular a Estados Unidos con la opinión pública árabe moderada, en una época en que la política exterior de Estados Unidos parece cada vez más considerar a los árabes y musulmanes en gran parte como terroristas potenciales. Esa política exterior alimenta el extremismo y el anti-americanismo con acciones que van desde las torturas que quedan sin castigo en prisiones iraquíes hasta la reciente revocación del visado para un importante filósofo musulmán -Tariq Ramadan- que había sido invitado a dictar clases en la Universidad de Notre Dame. Estados Unidos debería dejar claro que la necesaria guerra contra el terrorismo no significa dar carta blanca a la brutal dominación de los palestinos por Ariel Sharon o de los chechenos or Vladimir Putin. La retirada de Iraq también haría posible una reconciliación con los amigos y aliados desconcertados por el reciente unilateralismo y repudio de sus obligaciones internacionales por parte de Estados Unidos, y así restaurar -no reducir- la credibilidad de Estados Unidos y el poder moderado' en el mundo. Reconocer los límites del vasto poderío militar norteamericano podría, paradójicamente, hacer más que cualquier otra cosa para incrementar la influencia estadounidense en el mundo.
La retirada de Iraq, combinada con una nueva iniciativa de Estados Unidos, Naciones Unidas, los países de la Unión Europea y Rusia para terminar con la ocupación israelí de tierras palestinas y crear un estado palestino viable, marcaría un retorno a la realidad, al sentido común y a una política exterior ética.
Notas
[1] Christopher Preble, Exiting Iraq: Why the US Must End the Military Occupation and Renew the War Against Al Qaeda (Cato Institute, 2004), p. 30.
[2] "Time to Consider Iraq Withdrawal," editorial en el Financial Times, 10 de septiembre de 2004.
[3] Preble, Exiting Iraq, p. 17.
22 de septiembre de 2004
21 de octubre de 2004
©new york review of books
©traducción mQh
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