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los últimos maharajás


[Javier Moro] La independencia de India, en 1947, dio el golpe de gracia a los últimos maharajás, 562 hombres que reinaban sobre un tercio del territorio.
El 28 enero de 1908, una española de 17 años, sentada a lomos de un elefante lujosamente enjaezado, hizo su entrada en una pequeña ciudad del norte de India. El pueblo entero estaba en la calle lanzando vítores a su paso, rindiendo un cálido homenaje a su nueva princesa, de tez tan blanca como las nieves del Himalaya. Podría parecer un cuento de hadas, pero en realidad así fue la boda de la andaluza Anita Delgado con el riquísimo maharajá de Kapurtala. Y fue el principio de una historia de amor –y traición– que se desgranó durante casi dos décadas.
He seguido los pasos de Anita Delgado por las rutas de India y de Europa, reconstruyendo con todo lujo de detalles, para mi libro ‘Pasión india', los secretos de su relación, que culminó en uno de los escándalos más sonados de la India inglesa.
Zambullirme en aquella época fabulosa, decadente e irrepetible, y explorar el mundo de los últimos maharajás, 562 hombres que a principios del siglo XX reinaban sobre un tercio del territorio de India, ha supuesto una inagotable fuente de sorpresas y de diversión. Kipling dijo que la providencia los había creado para ofrecer un espectáculo al mundo.
¡Y qué espectáculo! Con sus harenes de ‘Las mil y una noches', sus bacanales eróticas, sus pasiones por las joyas y los palacios, el flamenco y las cacerías de tigre, los caballos y los Rolls-Royce, esos hombres eran legendariamente caprichosos porque se creían de origen divino, porque los ingleses les protegían y porque el pueblo les adoraba. Unos eran cultos; otros, encantadores y seductores; otros, crueles o ascéticos; otros, un poco locos; pero, eso sí, todos excéntricos. Para ellos, la extravagancia era una forma de refinamiento.

Dieciocho años mayor que Anita Delgado, el maharajá de Kapurtala se crió en el harén, rodeado de sirvientas y niñeras en un ambiente de confort y lujo inimaginable para cualquier niño europeo. Le bastaba enseñar el pie y un criado le calzaba. Levantaba un dedo y otro acudía a peinarle.
Nunca alzaba la voz porque no era necesario. Una mirada bastaba para transmitir un deseo, inmediatamente interpretado como una orden. Hasta los sirvientes más ancianos se postraban ante el niño, tocándole los pies en signo de veneración. Su salud era seguida con la mayor atención. Una criada recogía diariamente el orinal del pequeño y escudriñaba las deposiciones con una mirada atenta. Si encontraba algo raro, le trataba inmediatamente con hierbas medicinales, y si era más grave, llamaba al médico oficial.
A los ocho años empezó a engordar, quizá porque somatizaba los problemas que suponía crecer con un pie en un mundo feudal y otro en el siglo XX. De sus tutores ingleses recibía clases de física y química, mientras que de los indios aprendía posturas del Kamasutra.
Al principio, nadie se alarmó por su sobrepeso; al contrario, el orondo heredero era decididamente un muchacho hermoso. Pero más tarde, cuando a los 10 años cruzó la frontera de los 100 kilos, cundió el pánico entre los miembros de la corte, que ya le habían elegido una primera mujer.
Su primera boda, con una joven india de alta cuna llamada Harbans Kaur, se celebró cuando ambos alcanzaron la meritoria edad de 14 años. Para entonces había logrado estabilizar su peso en 130 kilos, lo que alivió, aunque sólo fuese momentáneamente, a sus tutores y al médico.
El maharajá no vio el rostro de su amada hasta después de la ceremonia de la boda, y lo hizo a través de un espejito: "Me quedé mirando esos ojos negros, los más bonitos que había visto jamás. Luego sonreí, y ella me devolvió la sonrisa", dejó escrito en su diario.

Lo que no quedó reflejado en ningún diario fue la reacción de su joven esposa al descubrir el rostro inflado de su imberbe marido, la triple papada, los ojos alicaídos, la tripa descomunal. Ningún diario contaría en detalle lo que debió de ser su primera impresión, y luego su primera noche de amor, ella sumisa y asustada, él inexperto y peligrosamente obeso.
Lo que sí trascendió es que no consumaron el acto. De modo que a la preocupación que la corte y la familia habían sentido por la obesidad del maharajá iba a suceder ahora una profunda inquietud por su vida sexual (y por el porvenir de la dinastía).
El rumor de que el maharajá era incapaz de engendrar circulaba con insidia. Nadie dudaba de su gusto por las mujeres. Varias criadas habían contado cómo desde pequeño había intentado acercarse a ellas y, al no dejarse, había intentado comprarlas.

También era notoria su afición por las nautch-girls, bailarinas profesionales que acudían de Lahore, considerada la capital del vicio y del jolgorio. Contratadas para distraer a los soberanos, estaban también a su disposición para todo tipo de favores sexuales. No eran prostitutas en el sentido estricto, eran más bien el equivalente a las geishas japonesas. Expertas en el arte de satisfacer al hombre, de saber hablarle, de hacerle sentirse a gusto y de entretenerle, eran las encargadas de iniciar a los muchachos en el arte del sexo, así como en el uso de anticonceptivos.
Éstos variaban del coitus interruptus, que llamaban "el salto hacia atrás", a supositorios que contenían "caldo de alhelí y miel", y hasta frotarse el pene con alquitrán, lo que debía de ser contundente. Estas bailarinas-cortesanas también perfeccionaban las enseñanzas del Kamasutra. Les enseñaban que la mujer-gacela, de senos firmes, anchas caderas, nalgas redondas y yoni pequeño (casi 15 centímetros), es muy compatible en el amor con el hombre-liebre, sensible "a las cosquillas en los muslos, en las manos, bajo la planta de los pies y en el pubis".
El hombre-semental, a quien le gustan las mujeres robustas y las comidas copiosas, lo hace de maravilla con la mujer-yegua, de muslos rellenos y fuertes, cuyo sexo huele a sésamo y cuya "casa de kama tiene una profundidad de nueve dedos".
La familia del obeso maharajá confiaba en que las bailarinas podrían hacer que el maharajá funcionase. Pero el resultado era siempre el mismo: el chico tenía dificultad en copular a causa de su barriga, que ahogaba y aprisionaba el pene aunque éste estuviera en erección.
A la espera de encontrar una solución al problema, mandaban intervenir a una cortesana, cuya única y exclusiva misión era cuidar la calidad del semen real, porque de ello dependía la buena calidad de los hijos y, en consecuencia, la buena calidad del gobierno que acabarían asumiendo, de manera que vigilar el semen era, en las cortes de los maharajás, cuestión de Estado. En India siempre se ha pensado que la abstinencia provoca una acumulación excesiva de esperma, y que éste puede cortarse, exactamente igual que la leche o la mantequilla.
Por eso, esta concubina se presentaba periódicamente ante el príncipe para recoger, mediante hábiles manipulaciones, su semen en un trapito de algodón que luego quemaba en el jardín del palacio en presencia de un funcionario que ostentaba el pomposo título de guardián de las Deyecciones Reales.

Otro guardián, el de los elefantes, fue la pieza clave para solucionar el problema sexual del maharajá. El hombre declaró que los paquidermos no se reproducían en cautividad no porque fueran tímidos, sino porque necesitaban una postura y un ángulo especiales que no podían conseguir ni en el zoológico ni en las cuadras. Se le había ocurrido un truco. Había construido un pequeño montículo de tierra y piedra en el bosque detrás del palacio.
Allí, las elefantas se tumbaban y la pendiente facilitaba mucho el trabajo del macho. El resultado había sido espectacular. Los bramidos que rasgaban las tranquilas noches de Kapurtala eran buena prueba de ello, como lo era el mayor número de crías que nacían.
La declaración del guardián devolvió la esperanza a la corte. ¿Cómo aplicar su idea al caso del maharajá? La respuesta la dio el ingeniero británico J. S. Elmore, que diseñó y construyó una cama inclinada, hecha de metal y de madera con un colchón elástico, inspirada en la idea del guardián de elefantes. Las más bellas cortesanas probaron el invento con el maharajá, y la sonrisa de satisfacción que esgrimían quienes esperaban en uno de los salones del palacio a que terminase la prueba lo decía todo. ¡Qué éxito! El príncipe consiguió copular… ¡varias veces!

Nueve meses después de aquel glorioso día en la historia de Kapurtala, la joven esposa daba a luz a su primer retoño. Luego el maharajá no paró: en los años sucesivos tuvo cuatro hijos con otras cuatro esposas, sin contar con los que tuvo con sus concubinas. Éstas se sentían en general felices en el harén porque escapaban así a una vida de miseria en el campo, y porque tenían la seguridad de que, aun dejando de estar en la lista de favoritas, nunca les faltaría de nada, ni a ellas ni a sus hijos, porque así lo mandaba la tradición.
A lo que se veía obligado el maharajá para controlar la demografía del harén era a someterlas a una ligadura de trompas a partir del segundo hijo. Sus ministros, que eran hombres sofisticados, se veían a veces en la obligación de abandonar sus tareas al servicio del Estado para buscarle mujeres. "He estado en Cachemira y he traído dos chicas para su alteza", decía uno de ellos en una carta. "El problema es que nunca te libras de la sospecha por parte del rajá de que uno mismo también las haya disfrutado".

Pero las extravagancias del maharajá de Kapurtala eran menudencias comparadas con las de sus colegas, algunos de los cuales se hicieron muy amigos de Anita Delgado. El nizam de Hyderabad se enamoró locamente de la española. Le hizo suntuosos regalos, que viniendo de él tenían un valor especial porque, a pesar de ser considerado el hombre más rico del mundo, era de una proverbial tacañería.
¡Al final de su vida, remendaba él mismo sus calcetines! Pero el señor indiscutido de los placeres de la carne era un buen amigo del maharajá, y además vecino suyo. Con sus 130 kilos y los bigotes erguidos como dos cuernos, el maharajá de Patiala era conocido por su enorme apetito respecto a la comida (era capaz de zamparse tres pollos seguidos) y al amor (su harén llegó a contar 350 esposas y concubinas).
Era un hombre que ardía con pasión animal, un hombre que en una ocasión no dudó en ordenar una incursión armada en las tierras de su primo el rajá de Nabha para raptar a una chica rubia y de ojos azules que había avistado cuando cazaba. Ni él mismo sabía el número de hijos que tenía. Un visitante a Patiala contó un día 53 cochecitos de niños aparcados frente a su palacio. Lo mismo sucedía en Kapurtala, a una escala menor.

Los maharajás de Patiala y Kapurtala acabaron haciéndose muy famosos en Europa: por ser sijs, por ser monarcas de dos Estados de Punjab y por tener fuerte personalidad y presencia. La prensa aludía a una supuesta rivalidad entre ambos, pero dicha rivalidad nunca existió. A pesar de sus similitudes, eran personajes muy distintos. El número de concubinas del de Kapurtala nunca se acercó al de Patiala.
Éste era mucho más rico, más ostentoso y más guerrero. Era fanático del polo; Kapurtala lo era del tenis. El estilo de Patiala era el de un monarca oriental; Kapurtala quería parecerse más a un rey de Francia y se hizo un palacio inspirado en Versalles.

Las aptitudes para el sexo que el maharajá de Patiala manifestó desde niño dejaban perplejos a los timoratos funcionarios ingleses. Coleccionaba mujeres como quien colecciona trofeos de caza, a diferencia de su colega de Kapurtala, que era enamoradizo y capaz de ser fiel durante un cierto tiempo. Además disfrutaba con la compañía de mujeres atractivas e inteligentes, y procuraba mantener siempre la amistad aun después de haberse acabado la relación sentimental.
Al de Patiala sólo le interesaba el sexo. Durante los tórridos veranos invitaba a sus amigos a bañarse en su gigantesca piscina y les gratificaba con la presencia en el agua de jóvenes bellezas con el pecho desnudo, vestidas con un simple pareo de algodón. Bloques de hielo refrescaban el agua, y el monarca nadaba feliz, subiendo de vez en cuando al borde de la piscina para sorber un trago de whisky o tocar un pecho al azar.
En lo que ambos príncipes colaboraban –porque lo necesitaban para su ritmo de vida– era en conseguir todo tipo de afrodisiacos. Aparte de saber cuáles eran los mejunjes más eficaces y las sustancias susceptibles de prolongar la erección, también les interesaba descubrir si existía alguna manera de devolver la juventud a una amante entrada en años para que siguiera atrayéndoles como el primer día.
Gracias al contacto proporcionado por su amigo el maharajá de Kapurtala, el de Patiala contrató a unos médicos franceses, entre los que se encontraba el doctor Joseph Doré, de la Facultad de Medicina de París. Él se encargaba de las operaciones más serias, incluyendo las ginecológicas, a las que el maharajá, dato curioso, le gustaba asistir. De modo que convirtió un ala de su palacio en un laboratorio cuyas probetas y tamices produjeron una exótica colección de perfumes, lociones y filtros.
Pero no era suficiente para multiplicar el vigor sexual que necesitaba. Al final, los médicos franceses trajeron una máquina de radiaciones. Sometieron al príncipe a un tratamiento de radio, garantizándole que aumentaría "el poder espermatogénico, la capacidad de los testículos y la estimulación del centro de erección".
Pero no era la pérdida de calidad de su esperma lo que afligía al maharajá de Patiala, sino otro mal que afectaba a muchos de sus colegas: el aburrimiento y un monumental egocentrismo. Cuando, años más tarde, un periodista le preguntó: "Alteza, ¿por qué no industrializa Patiala?", el maharajá, como si le hubieran hecho una pregunta estúpida, respondió: "Porque entonces será imposible conseguir cocineros y sirvientes. Todos se pasarían a la industria. ¡Sería un desastre!".
Generalmente, cuanto más ricos y poderosos, más excéntricos se mostraban. Un príncipe de un Estado del sur, gran cazador de tigres, acusado de utilizar bebés como cebo, se disculpó con el argumento de que no había fallado un solo tigre en toda su vida, lo que era cierto. El maharajá de Gwalior mandó traer una grúa especial para izar sobre el tejado de su palacio al más pesado de sus elefantes, con el resultado de que el tejado se hundió y el animal acabó herido.
Alegó que había decidido comprobar la solidez del tejado de su palacio porque había comprado en Venecia un candelabro gigantesco para rivalizar con los que colgaban de los techos del palacio de Buckingham.

Ese mismo maharajá era tan aficionado a los trenes que había mandado fabricar uno en miniatura cuyas locomotoras y vagones circulaban sobre una red de rieles de plata maciza entre la cocina y la inmensa mesa de comedor de su palacio. El cuadro de mandos estaba instalado en el lugar donde se sentaba.
Manipulando manivelas, palancas, botones y sirenas, el maharajá regulaba el tráfico de los trenes que transportaban bebidas, comida, cigarros o dulces. Los vagones-cisterna, llenos de whisky o de vino, se detenían ante el comensal que hubiera pedido una copa. La fama de ese tren llegó hasta Inglaterra, cuando una noche, durante un banquete ofrecido a la reina María, a causa de un cortocircuito en el cuadro de mandos las locomotoras se lanzaron desbocadas por el comedor, salpicando vino y jerez, proyectando pinchos de queso con espinacas y pollo al curry sobre los trajes de las señoras y los uniformes de los caballeros. Fue el accidente de ferrocarril más absurdo de la historia.

Las extravagancias no tenían límite. Un maharajá de Rajastán llevaba todos sus asuntos, incluidos los consejos de ministros y los juicios, desde el cuarto de baño porque era el lugar más fresco de palacio. Otro se excitaba sexualmente con los gemidos de las parturientas. El maharajá Jay Singh de Alwar, que compraba los Hispano-Suiza de tres en tres, los mandaba enterrar ceremoniosamente en las colinas alrededor de su palacio a medida que se iba cansando de ellos.
En el olimpo de las extravagancias, las del nabab de Junagadh, un pequeño Estado al norte de Bombay, destacaban sobre las demás. El príncipe tenía pasión por los perros, de los que llegó a tener 500. Había instalado a sus favoritos en apartamentos con electricidad, donde eran servidos por criados a sueldo.
Un veterinario inglés con especialidad canina dirigía un hospital únicamente para atenderles. Los que no tenían la suerte de salir con vida de la clínica eran honrados con funerales al son de la Marcha fúnebre de Chopin. El nabab saltó a la fama nacional cuando se le ocurrió celebrar el matrimonio de su perra Roshanara con su labrador preferido, llamado Bobby, en el transcurso de una grandiosa ceremonia a la que invitó a príncipes y dignatarios, incluido el virrey británico, quien declinó la invitación "con gran pesar". Cincuenta mil personas se apiñaron a lo largo del cortejo nupcial.
El perro iba vestido de seda y llevaba pulseras de oro, mientras la novia, perfumada como una mujercita, lucía joyas con pedrería. Durante el banquete sentaron a la feliz pareja a la derecha del nabab y luego fueron conducidos a uno de los apartamentos para que consumaran allí su unión.
A principios del siglo XX, conseguir casarse con una europea se convirtió en una excentricidad más. Para todos esos príncipes, expertos en el arte de amar, la mujer blanca era el más preciado de los trofeos porque encarnaba todo el misterio, la emoción y el placer que ofrecía Occidente, un mundo nuevo del que de alguna manera deseaban apropiarse. También porque era el más difícil de obtener. Poseer una mujer blanca era considerado un símbolo exterior de gran lujo y exótico esplendor.

Cuando el maharajá de Kapurtala se enamoró de Anita Delgado había dejado de ser obeso y lucía la imponente silueta con la que se dio a conocer en toda Europa. También se habían atemperado sus ardores sexuales y mostraba una decidida inclinación por la monogamia. Pero su boda, una de las primeras entre un príncipe indio y una europea, fue considerada una afrenta tanto por los británicos como por su familia.
Sus otras mujeres no entendían por qué la española no estaba obligada a vivir en el harén. Por otra parte, los británicos estaban desconcertados. La súbita pasión por mujeres blancas amenazaba con trastornar el orden social de la Inglaterra victoriana. La unión entre europeas y príncipes indios implicaba el reconocimiento de una igualdad física y emocional que cuestionaba la jerarquía racial y de clase del imperio.
Aparte de ser considerada una aberración moral, la mezcla de razas podía crear una clase de anglo-indios capaces en el futuro de desafiar al poder británico. Algo parecido les había sucedido en América con la emergencia de una clase de colonos que había socavado el gobierno de los ingleses, para su gran humillación. No estaban dispuestos a que ocurriese lo mismo en India, la joya de la corona.
El problema es que no sabían muy bien cómo lidiar con ese ejército de manicuras, bailarinas, colegialas y mujeres europeas y americanas de dudosos antecedentes que seducían a los príncipes de su imperio. Tratar de impedir esas uniones era un poco como poner puertas al campo.

A Anita le hicieron la vida imposible, negándose a reconocer la validez de su matrimonio. Pero ella era tan seductora y tan distinta al resto de las mujeres, ya fuesen indias o europeas, que hasta los británicos que la denostaban ardían en ganas de conocerla. Su marido la apoyó siempre, lo que le valió serios enfrentamientos con las autoridades británicas.
El maharajá no dudó, en múltiples ocasiones, en recordarle al virrey que hubo un tiempo, al principio de la colonización, en que los ingleses no vivían como una minoría encerrada en sus cuarteles, sus fuertes y sus palacios, horrorizados ante la idea de mezclarse con los demás. Eran hombres que llegaban a un país que arrastraba una civilización vieja de 10.000 años, refinada y tolerante en las costumbres; fruto de una intensa mezcla de culturas, etnias y religiones.
Una civilización que les había enseñado la higiene y el amor. ¿Acaso las indias no comparaban a los soldados británicos con gallitos de pueblo a causa de su brusquedad sexual? Gracias a las mujeres indias, los ingleses pudieron dar rienda suelta a las fantasías eróticas más sofisticadas.

¡Cómo le gustaba repetirle al virrey la historia de sir David Ochterlony, máxima autoridad británica en Delhi en tiempos del imperio mogol, que recibía tumbado en el diván, fumando un narguilé, tocado de un gorro mogol, vestido con un faldón de seda y siendo abanicado por criados con plumas de pavo real! Todas las noches, sus 13 mujeres le seguían en procesión por toda la ciudad, cada una montada en su propio elefante. Aquellos ingleses, que habían venido a conquistar, se habían dejado conquistar por India.
El maharajá de Kapurtala siempre creyó que ambos mundos eran complementarios, que se necesitaban el uno al otro y que tarde o temprano acabarían fundiéndose. Dedicó toda su vida a colmar el abismo que separaba a Oriente de Occidente, y en el que él y su mujer Anita estaban atrapados.
Fue el monarca que más tiempo reinó: 55 años. Murió cuando India acababa de alcanzar la independencia. A su funeral acudieron más de un millón de personas. Olvidadas las excentricidades, venían a honrar la memoria de un príncipe abierto y progresista que dotó a su reino de escuelas, hospitales y tribunales de justicia, y que siempre veló por el buen entendimiento entre las distintas comunidades religiosas y étnicas.
El imborrable recuerdo que dejó entre su pueblo perdura hasta hoy. Muchos otros príncipes fueron hombres justos y buenos gobernantes, lo que explicaría que en mil años de historia ni un solo maharajá fuese asesinado por sus súbditos. Desde nuestra época globalizada y violenta, los gloriosos días del esplendor de los maharajás parecen tan lejanos como los de los emperadores mogoles. Siempre permanecerá el brillo de su recuerdo, como las joyas que guardaban en cofres de sándalo y que siguen centelleando, a pesar del polvo y la decrepitud, en el firmamento de la historia.

El libro ‘Pasión india' (Seix Barral), escrito por Javier Moro, en el que se recoge la historia de los maharajás, sale a la venta esta semana.

©El País
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