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los secuestradores del 11-9


[Jonathan Yardley] Soldados perfectos. De dónde eran, por qué lo hicieron.
Antes este año el escritor británico Gerald Seymoir escribió una novela excepcionalmente buena, ‘The Unknown Soldier' [Soldado Desconocido], sobre la premisa de que los hombres que son atraídos por Al Qaeda no son en absoluto lo que creemos que son. Nosotros creemos, como dice uno de los personajes, que les "lavaron el cerebro", cuando de hecho "Osama bin Laden y sus secuaces... han refinado su capacidad de detectar a jóvenes de orígenes sociales diversos de privilegio económico, que están preparados para hacer el sacrificio último por una causa". No son necesariamente gente solitaria, pero se sienten atraídos por "la emoción de formar parte de una selecta familia fugitiva", tienen una fuerte "auto-estima personal", y buscan "aventura y un propósito".
Ahora, en ‘Perfect Soldiers' [Soldados Perfectos], Terrt McDermontt entrega los duros hechos detrás de la imagen imaginaria que traza Seymor tan convincentemente. Un periodista de Los Angeles Times que ha estado trabajando en la historia de los atentados terroristas de septiembre de 2001 desde el día en que ocurrieron, McDermontt ha hablado con todo el mundo -con cualquiera que quiso hablar- y leyó todo, y el resultado es, de momento al menos, el libro definitivo sobre los 19 hombres que causaron semejante devastación y terror en este país hace casi cuatro años. Escrito claramente en un buen y simple inglés, ‘Perfect Soldiers' es un retrato de grupo de hombres corrientes empujados a cometer un acto incomparablemente malvado.
McDermontt toma el título de Dashiell Hammet: "Era el soldado perfecto: iba donde le enviabas, se quedaba donde le decías, y no tenía ideas propias que lo desviaran de hacer lo que le habías ordenado". La última parte de la frase no se aplica enteramente a estos jóvenes -Mohamed Atta, por ejemplo, fue el planificador de los atentados del 11 de septiembre, pero también un instrumento de la voluntad de Al Qaeda-, pero la descripción general es precisa. Después de descubrir una causa para la que estaban dispuestos -ansiosos, en realidad- a sacrificar sus vidas, estos jóvenes yihadistas acataron órdenes con tanta precisión y disciplina como los más adiestrados marines norteamericanos.
No nacieron soldados -ninguno de ellos proviene de familias de militares- y hay poco en sus vidas que sugiera que harían lo que hicieron. El piloto del primer avión que se estrelló contra el World Trade Center, Atta, provenía de "una ambiciosa familia, no exageradamente religiosa, de Egipto" y llevó una "vida protegida" hasta que llegó a Hamburgo, Alemania, en 1992, para un posgrado en arquitectura. El piloto del segundo avión, Marwan al-Shehhi, era un tipo amistoso y "despreocupado" de los Emiratos Árabes Unidos que se había unido al ejército del emirato, "no la fuerza de combate más efectiva del mundo, pero una de las más generosas, que paga becas de estudio con estipendios mensuales de 2.000 dólares", que fue probablemente la principal razón por la que se alistó; eso le permitió viajar a Hamburgo, aunque hay pocas evidencias de que "tuviera ambiciones académicas serias".

Hani Hanjour, el piloto saudí que estrelló el vuelo 77 de American Airlines contra el Pentágono "había vivido intermitentemente en Estados Unidos durante los años noventa, la mayor parte del tiempo en Arizona, siguiendo de vez en cuando clases de vuelo en varias escuelas de vuelo diferentes". Según uno de sus instructores en la escuela era "inteligente, amistoso y ‘muy amable, muy formal', un tío simpático, pero un pésimo piloto". Finalmente obtuvo su licencia comercial de la FAA pero fue incapaz de encontrar trabajo aquí o en Oriente Medio. En cuanto a Ziad Jarrah, el piloto del avión que se estrelló en Pensilvania, era "el guapo hijo único de una trabajadora familia de clase media en Beirut", una familia "musulmana laica" que era "tolerante -los hombres bebían whisky y las mujeres llevaban faldas cortas en la ciudad y bikini en la playa". En la universidad conoció a Aysel Sengün, "hija de inmigrantes turcos de clase trabajadora y conservadores"; finalmente se casaron, pero él desaparecía por largos períodos, usualmente sin dar explicaciones, dejándola a ella histérica.
Sus desapariciones, como los cambios en la vida de otros hombres, se debían a su descubrimiento del islam radical y la yihad -no la yihad como "la lucha diaria del individuo por su propia alma", sino la yihad como la "obligación de los musulmanes de luchar por sus creencias, contra los ateos y los que corrompen la fe". Finalmente encontró también su camino a Hamburgo, donde se unió en las oraciones y discusiones a varios otros jóvenes musulmanes, a veces en una mezquita llamada al Quds (el nombre árabe de Jerusalén), a veces en una de las varias casas colectivas donde los hombres vivían austera y religiosamente: "Los hombres de Hamburgo que se unieron al islam fundamentalista eligieron no simplemente una nueva mezquita o doctrina religiosa, sino un modo de vida nuevo, la adquisición de una nueva visión del mundo, de hecho, un nuevo mundo". Para Atta y un amigo que se llamaba a sí mismo Omar (finalmente fue el coordinador entre bastidores de los atentados de 2001 con su nombre verdadero, Ramzi Binalshibh), "independientemente de dónde lucharan, sus verdaderos enemigos eran los judíos y finalmente los americanos. ‘Yo tengo líos con Estados Unidos', dijo Omar".
Para todos ellos el islam radical y la yihad se transformaron en obsesiones, eclipsando todo lo demás. Abandonaron los estudios, ignoraron a sus familias, negaron al mundo exterior mientras se zambullían en sus fanáticas versiones de la fe. Como lo dijo un detective alemán: "Ellos no hablan sobre cosas de la vida cotidiana, como comprar un coche -sí compran coches, pero no hablan sobre ello, la mayor parte del tiempo hablan de religión, que quiere decir que ahora deben vivir para su vida después de la muerte, el paraíso. Quieren vivir obedeciendo a su Dios, de modo que entrar en el paraíso. Lo demás no importa". Una semana, hablando sobre Kosovo, junto a Chechenia y Afganistán, los "hombres estuvieron de acuerdo: querían luchar -pero no sabían en qué guerra".
Por supuesto, fue Osama bin Laden quien les dio su guerra. Se había montado un ensayo a principios de 1993, cuando un grupo yihadista ad hoc bajo la jefatura del ‘cerebro terrorista' Abdul Basit Absul Karim, alias Ramzi Yousef, colocó una bomba en el sótano de la Torre Norte del World Trade Center, "matando a seis personas, hiriendo a mil y ocasionando daños por 300 millones de dólares". Estados Unidos estaba choqueado, pero sin pistas.
"En gran medida, Estados Unidos no detectó la llegada de una nueva era, pero lo supiera todo el mundo o no, había llegado una era de terror religioso. Los objetivos religiosos y políticos entrelazados han sido la norma durante la mayor parte de la historia humana. El islam mismo llegó al mundo con objetivos tanto seculares como religiosos. Lo que había cambiado en esta última encarnación tenía más que ver con el mundo en que estaba antes que con el islam mismo. En la segunda mitad del siglo 20 el movimiento hacia los gobiernos laicos había triunfado casi en todas partes, excepto en el mundo musulmán. Los partidarios del islam político se hicieron aberrantes simplemente viviendo más allá de imperios y ambiciones políticas de otras religiones. Se habrían transformado en otro anacronismo curioso si no hubiera sido porque el mundo moderno proporcionó los medios para unir sus viejas creencias con tecnologías nuevas fácilmente accesibles. El resultado de esa unión es el terrorismo a una escala desconocida".
Al Qaeda, dice McDermott, era el modelo ideal para hacer esa nueva guerra. Insistiendo en que "todos los países en el mundo musulmán... deben volver a la doctrina musulmana" como la ven ellos y predicando la "insurrección violenta contra regímenes insuficientemente islámicos en Oriente Medio", Al Qaeda apareció con una doctrina perfectamente adaptada a jóvenes resueltos y devotos, y tenía el aparato organizativo para movilizarlos. "Nunca fue la organización enorme que suponen a veces sus opositores", teniendo un núcleo de "un máximo de unos cientos de hombres" y sus operaciones eran a menudo "toscas", pero su pequeño tamaño fue uno de sus puntos fuertes: "Si Al Qaeda fuera un país con la infraestructura que eso supone, habría sido más vulnerable a la infiltración de la inteligencia norteamericana... Los atentados del 11 de septiembre fueron de lejos lo más importante que habían hecho, pero incluso así, la cantidad de gente involucrada en la conspiración se podía contar con las manos. La escala contribuyó a mantenerla oculta".
En ese puñado estaban los 15 secuestradores que se unieron a los pilotos a bordo de los cuatro aviones. Todos excepto uno eran de Arabia Saudí, la mayoría "eran de familias de comerciantes y funcionarios del estado, de buena situación, pero sin ser ricos", casi siempre "hombres poco llamativos", ninguno de los cuales "se destacaban por su activismo político o religioso". Como escribe McDermontt, "que jóvenes de buena familia dejaran sus casas y familias sin fanfarria ni desaprobaciones era evidencia del amplio apoyo que había en Arabia Saudí por la yihad". Contrariamente a lo que se rumorea, McDermontt dice que ellos sabían que morirían y aceptaron el martirio: "Fueron adiestrados en combates cuerpos a cuerpo en los campamentos de Al Qaeda en Afganistán, aprendieron las habilidades físicas que necesitarían para la única misión que tendrían: dominar físicamente a la tripulación. Los pilotos eran los jefes. Los nuevos serían la fuerza".
Los 19 ‘soldados perfectos' están muertos ahora. Posiblemente no sabremos si están en el paraíso al que creían que entrarían por su atentado, pero la historia ejemplar, bien contada e investigada meticulosamente por McDermontt, deja una cosa en claro: Hay más como ellos. Si estamos mejor preparados para su próximo ataque que como estábamos en su último es algo que no podemos saber, pero una cosa es segura: Ocurrirá.

Libro reseñado:
Perfect Soldiers. The Hijackers: Who They Were, Why They Did It
Terry McDermott
HarperCollins
330 pp. $25.95

Se puede escribir al autor a: yardleyj@washpost.com

1 de mayo de 2005
©washington post
©traducción mQh

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