policías a pesar de todo
[Jeffrey Fleishman] Hombres pobremente equipados son atacados y emboscados. Sin embargo, siguen apareciéndose por las comisarías.
Bagdad, Iraq. La cicatriz que le dejó la metralla corre como un brillante hilo sobre la oreja de Jawad Ali. Se eleva como la ampolla de su pulgar. Su piel es toda una bitácora de estas violentas calles. El otro día se sacó el chaleco antibalas y se bajó el cuello, mostrando una herida de bala que recibió en un atentado rebelde cuando se dirigía a su trabajo.
"Hace cinco meses me entrevistaron para la televisión iraquí", dijo Ali, un veterano que ha estado 19 años con la policía, con esposa y cuatro hijas. "Los insurgentes deben haberme visto e identificado. Me atacaron a la mañana siguiente, cuando venía a la comisaría vestido de paisano. En estos días no le tengo miedo a nada, excepto a Dios. Es nuestra hombría la que nos mantiene volviendo al trabajo".
La policía iraquí se desplaza al terrorífico ritmo de los atentados con coches-bomba, balaceras, secuestros, proyectiles y fosas comunes poco profundas con hombres esposados con agujeros de bala en sus cabezas. El país ha entrado en una confusa red donde el crimen, la resistencia y los cada vez más crecientes ataques sectarios están abrumando a una fuerza policial pobremente equipada que trata de mantener el orden en un remolino de humo y rabia.
Helicópteros militares norteamericanos zumban en el cielo, los soldados se agachan en las calles, y los agentes de policía están metidos entre una guerra y un país que lucha por la democracia. Las comisarías de policía se han transformado en tensos puestos de control marcados por barricadas, alambres de púas y cicatrices de granadas de los rebeldes que consideran a todos los que llevan uniforme como colaboracionistas de Washington.
En un momento un policía puede estar persiguiendo a un ladrón con un saco de harina robada, y al siguiente estar parado entre los sangrientos surcos dejados por un terrorista kamikaze.
Para hombres como Ali, el silencio entre los dos es breve. Acepta el trabajo porque hay pocas otras oportunidades. Pero hay más, dice. Se trata del honor. Se trata de ser un hombre de 39 al que le falta un incisivo, que tiene quizás otra oportunidad de casar a sus dos hijas y guiar a su país hacia un lugar donde haya menos ataúdes balanceándose en los portaequipajes de los coches.
Sin embargo, es mejor no decir que eres policía. Las chapas y recomendaciones se mantienen a resguardo de los vecinos que podrían susurrar algo en la espeluznante red de chismes de Iraq. Todo agente sabe que cada vez que pone la sirena, puede estar yendo a impedir un crimen, pero también puede ser un estruendoso aviso de una emboscada insurgente.
Al menos 487 agentes de policía han sido asesinados y 1.258 han quedado heridos en Bagdad desde la caída del régimen de Saddam Hussein el 9 de abril de 2003, de acuerdo a estadísticas del gobierno. Se trata del 12 por ciento del cuerpo policial de la ciudad compuesto por 15.000 agentes.
Estas cifras no incluyen a docenas de comandos especiales de la policía y los cientos de hombres muertos en atentados con coches-bomba y ataques de los insurgentes mientras hacían cola para inscribirse en los centros de reclutamiento de la policía.
"Yo he recibido dos cartas con amenazas de los mujahedines", dijo Ghassan Ali, un agente de 23 años. "Me dijeron que dejara mi trabajo, de otro modo me atacarán a mí y a mi familia. Mi madre y mi esposa me han pedido que deje la policía. Pero si todos hacemos lo que dicen nuestras madres y esposas, ¿quién hará nuestro trabajo?"
Ghassan Ali y su socio Hasan Kadum estaban días atrás en un restaurante, cuchareando arroz con pollo y descifrando los ruidos del walkie-talkie.
Ali, de piel clara y el más erguido de los dos, llevaba una arrugada camisa azul pálido. Kadum llevaba galones plateados de sargento en sus robustos hombros, su pistola bruñida. Sudaban e intercambiaban historias. Recordaban a los agentes que habían muerto, y las veces en que ellos estuvieron a punto de morir. Rieron a medias sobre el hecho de que ganaban 240 dólares al mes y tenían que comprar sus propios uniformes.
Como la mayoría de los agentes iraquíes, también dicen que es demasiado peligroso llevar uniforme hacia y desde el trabajo. Kadum oculta el suyo en una bolsa de plástico.
"Los insurgentes levantaron un puesto de control falso y pararon mi autobús hace algunos meses", dijo Kadum, 24, con un bigotito. "Enrollé mi uniforme y lo escondí entre el asiento del conductor y el del primer pasajero. Metí el carné de identidad de la policía en mis calcetines. La vida es así. No tenemos otra opción que vivir así".
A Kadum no le gusta fundirse de esa manera, achicarse él mismo, como su uniforme, hasta que pasa el peligro y su bus continúa el trayecto. Se eriza con la humillación, la guarda, la comparte con sus compañeros en la comisaría, muchos de los cuales tienen sus propios modos de enrollar sus uniformes y ocultarlos. Pero cuando llevan sus uniformes y sus armas están cargadas, dicen que sólo temen a Dios. Es el tipo de bravuconería que se necesita.
"Hace poco tuvimos una llamada desde la casa de un ministro del gobierno, que no diré quién es", dijo Kadum. "Había un coche sospechosos en el vecindario. Había un tipo con un coche-bomba y se disponía a esperar frente a la casa hasta la mañana siguiente para matar al ministro. Pero estaba lloviendo y el coche se empantanó en el lodo y el terrorista huyó. Nos acercamos al coche. Los limpiaparabrisas aún estaban funcionando.
"Miramos a través de la lluvia y el polvo. Había explosivos y proyectiles de artillería. Huimos y llamamos a la brigada de bombas".
Otro día explotó un coche frente a Jawad Ali en la sección Dora, en Bagdad.
Ali tiene muchas historias. Él y su equipo almorzaban en diferentes restaurantes. Estaba sentado en una silla de plástico mientras el cordero era asado en un fuego abierto y los tomates y escabeches eran servidos en bandejas abolladas. Había rifles Kalashnikov gastados y astillados apoyadas contra las mesas, junto a los tenedores. Algunos de los hombres estaban tranquilos, algunos no dejaban de hablar. Estaban detrás de una alta barricada de cemento, seguros, creía la mayoría, lejos del alcance de la calle.
"Las calles son peligrosas", dijo Ali. "Recibimos un montón de llamadas falsas. A veces los que llaman son nuestros enemigos. Nos tienden emboscadas y nos atacan con bombas. He visto morir a muchos hombres".
Estaban en un restaurante a sólo unos minutos cuando un walkie-talkie empezó a chirriar: Un sospechoso estaba rondando por el vecindario. Abandonaron los platos. Jawad Ali se volvió a ajustar su chaleco antibalas.
Los agentes esperaron fuera otra llamada. Pero no hubo, y el cielo se mantuvo tranquilo. Volvieron a sus almuerzos; el camarero azuzó el fuego y llevó nuevos vasitos de té.
"Mi viejo comandante, el teniente primero Ali, siempre lleva alicates en su bolsillo", dijo Jawad Ali cuando los hombres se reunían. "Le gustaba desactivar bombas. Trató de desactivar una junto a la calle y lo mató. Estábamos a 50 metros y le habíamos rogado que no se acercara".
"Las cosas son más peligrosas ahora. No tenemos suficientes armas y nuestro abastecimiento es malo. Míreme, soy un agente de orden y no tengo pistola. Tengo un Kalashnikov, pero lo tengo que entregar cuando termina mi turno. Me voy a casa por la noche sin ninguna protección".
Policías como Jawad Ali y Ali Mahmood están celosos de los soldados con salarios más altos de la guardia nacional iraquí. Según lo ven los policías en el violento paisaje de hoy, hacen frente a los mismos peligros que los soldados. Los policías trabajan en turnos de 12 horas, y muchos de ellos temen el toque de queda entre las 11 de la noche y las 5 de la mañana, cuando un rebelde podría llamar para decir que su esposa está dando a luz y no sea más que una trampa montada para sorprender a la ambulancia o patrullera que se aparezca.
"Un guardia nacional gana unos 300 dólares al mes", dijo Mahmood, que fue adiestrado por instructores norteamericanos después de la guerra. "Pero un montón de policías ganan mucho menos. Nuestros enemigos van armados con ametralladoras pesadas, rifles de francotirador, lanzagranadas y coches-bomba".
"Durante Saddam Hussein yo era policía", dijo Jawad Ali, que está feliz de haberse librado del dictador pero un poco sorprendido de los costes. "Entonces era más seguro ser miembro de la policía".
El sargento Kadum dijo que era difícil conservar el anonimato en estos días. Hay en todas partes ojos fisgoneando. La gente ha tomado partido, dijo, y parece que se necesitan los talentos de un mago para salir de la vida de policía al final del día y aventurarse como civil en la peligrosa ruta hacia casa. Su refugio era una barbería en las afueras de la ciudad, donde él y otros agentes y guardias nacionales se reunían después del amanecer para mostrarse solidaridad antes de iniciar sus turnos.
Los insurgentes vigilaron la barbería. Ocultaron una bomba debajo de una banca. Murieron dos hombres.
Suhail Ahmed contribuyó a este reportaje.
25 de mayo de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
"Hace cinco meses me entrevistaron para la televisión iraquí", dijo Ali, un veterano que ha estado 19 años con la policía, con esposa y cuatro hijas. "Los insurgentes deben haberme visto e identificado. Me atacaron a la mañana siguiente, cuando venía a la comisaría vestido de paisano. En estos días no le tengo miedo a nada, excepto a Dios. Es nuestra hombría la que nos mantiene volviendo al trabajo".
La policía iraquí se desplaza al terrorífico ritmo de los atentados con coches-bomba, balaceras, secuestros, proyectiles y fosas comunes poco profundas con hombres esposados con agujeros de bala en sus cabezas. El país ha entrado en una confusa red donde el crimen, la resistencia y los cada vez más crecientes ataques sectarios están abrumando a una fuerza policial pobremente equipada que trata de mantener el orden en un remolino de humo y rabia.
Helicópteros militares norteamericanos zumban en el cielo, los soldados se agachan en las calles, y los agentes de policía están metidos entre una guerra y un país que lucha por la democracia. Las comisarías de policía se han transformado en tensos puestos de control marcados por barricadas, alambres de púas y cicatrices de granadas de los rebeldes que consideran a todos los que llevan uniforme como colaboracionistas de Washington.
En un momento un policía puede estar persiguiendo a un ladrón con un saco de harina robada, y al siguiente estar parado entre los sangrientos surcos dejados por un terrorista kamikaze.
Para hombres como Ali, el silencio entre los dos es breve. Acepta el trabajo porque hay pocas otras oportunidades. Pero hay más, dice. Se trata del honor. Se trata de ser un hombre de 39 al que le falta un incisivo, que tiene quizás otra oportunidad de casar a sus dos hijas y guiar a su país hacia un lugar donde haya menos ataúdes balanceándose en los portaequipajes de los coches.
Sin embargo, es mejor no decir que eres policía. Las chapas y recomendaciones se mantienen a resguardo de los vecinos que podrían susurrar algo en la espeluznante red de chismes de Iraq. Todo agente sabe que cada vez que pone la sirena, puede estar yendo a impedir un crimen, pero también puede ser un estruendoso aviso de una emboscada insurgente.
Al menos 487 agentes de policía han sido asesinados y 1.258 han quedado heridos en Bagdad desde la caída del régimen de Saddam Hussein el 9 de abril de 2003, de acuerdo a estadísticas del gobierno. Se trata del 12 por ciento del cuerpo policial de la ciudad compuesto por 15.000 agentes.
Estas cifras no incluyen a docenas de comandos especiales de la policía y los cientos de hombres muertos en atentados con coches-bomba y ataques de los insurgentes mientras hacían cola para inscribirse en los centros de reclutamiento de la policía.
"Yo he recibido dos cartas con amenazas de los mujahedines", dijo Ghassan Ali, un agente de 23 años. "Me dijeron que dejara mi trabajo, de otro modo me atacarán a mí y a mi familia. Mi madre y mi esposa me han pedido que deje la policía. Pero si todos hacemos lo que dicen nuestras madres y esposas, ¿quién hará nuestro trabajo?"
Ghassan Ali y su socio Hasan Kadum estaban días atrás en un restaurante, cuchareando arroz con pollo y descifrando los ruidos del walkie-talkie.
Ali, de piel clara y el más erguido de los dos, llevaba una arrugada camisa azul pálido. Kadum llevaba galones plateados de sargento en sus robustos hombros, su pistola bruñida. Sudaban e intercambiaban historias. Recordaban a los agentes que habían muerto, y las veces en que ellos estuvieron a punto de morir. Rieron a medias sobre el hecho de que ganaban 240 dólares al mes y tenían que comprar sus propios uniformes.
Como la mayoría de los agentes iraquíes, también dicen que es demasiado peligroso llevar uniforme hacia y desde el trabajo. Kadum oculta el suyo en una bolsa de plástico.
"Los insurgentes levantaron un puesto de control falso y pararon mi autobús hace algunos meses", dijo Kadum, 24, con un bigotito. "Enrollé mi uniforme y lo escondí entre el asiento del conductor y el del primer pasajero. Metí el carné de identidad de la policía en mis calcetines. La vida es así. No tenemos otra opción que vivir así".
A Kadum no le gusta fundirse de esa manera, achicarse él mismo, como su uniforme, hasta que pasa el peligro y su bus continúa el trayecto. Se eriza con la humillación, la guarda, la comparte con sus compañeros en la comisaría, muchos de los cuales tienen sus propios modos de enrollar sus uniformes y ocultarlos. Pero cuando llevan sus uniformes y sus armas están cargadas, dicen que sólo temen a Dios. Es el tipo de bravuconería que se necesita.
"Hace poco tuvimos una llamada desde la casa de un ministro del gobierno, que no diré quién es", dijo Kadum. "Había un coche sospechosos en el vecindario. Había un tipo con un coche-bomba y se disponía a esperar frente a la casa hasta la mañana siguiente para matar al ministro. Pero estaba lloviendo y el coche se empantanó en el lodo y el terrorista huyó. Nos acercamos al coche. Los limpiaparabrisas aún estaban funcionando.
"Miramos a través de la lluvia y el polvo. Había explosivos y proyectiles de artillería. Huimos y llamamos a la brigada de bombas".
Otro día explotó un coche frente a Jawad Ali en la sección Dora, en Bagdad.
Ali tiene muchas historias. Él y su equipo almorzaban en diferentes restaurantes. Estaba sentado en una silla de plástico mientras el cordero era asado en un fuego abierto y los tomates y escabeches eran servidos en bandejas abolladas. Había rifles Kalashnikov gastados y astillados apoyadas contra las mesas, junto a los tenedores. Algunos de los hombres estaban tranquilos, algunos no dejaban de hablar. Estaban detrás de una alta barricada de cemento, seguros, creía la mayoría, lejos del alcance de la calle.
"Las calles son peligrosas", dijo Ali. "Recibimos un montón de llamadas falsas. A veces los que llaman son nuestros enemigos. Nos tienden emboscadas y nos atacan con bombas. He visto morir a muchos hombres".
Estaban en un restaurante a sólo unos minutos cuando un walkie-talkie empezó a chirriar: Un sospechoso estaba rondando por el vecindario. Abandonaron los platos. Jawad Ali se volvió a ajustar su chaleco antibalas.
Los agentes esperaron fuera otra llamada. Pero no hubo, y el cielo se mantuvo tranquilo. Volvieron a sus almuerzos; el camarero azuzó el fuego y llevó nuevos vasitos de té.
"Mi viejo comandante, el teniente primero Ali, siempre lleva alicates en su bolsillo", dijo Jawad Ali cuando los hombres se reunían. "Le gustaba desactivar bombas. Trató de desactivar una junto a la calle y lo mató. Estábamos a 50 metros y le habíamos rogado que no se acercara".
"Las cosas son más peligrosas ahora. No tenemos suficientes armas y nuestro abastecimiento es malo. Míreme, soy un agente de orden y no tengo pistola. Tengo un Kalashnikov, pero lo tengo que entregar cuando termina mi turno. Me voy a casa por la noche sin ninguna protección".
Policías como Jawad Ali y Ali Mahmood están celosos de los soldados con salarios más altos de la guardia nacional iraquí. Según lo ven los policías en el violento paisaje de hoy, hacen frente a los mismos peligros que los soldados. Los policías trabajan en turnos de 12 horas, y muchos de ellos temen el toque de queda entre las 11 de la noche y las 5 de la mañana, cuando un rebelde podría llamar para decir que su esposa está dando a luz y no sea más que una trampa montada para sorprender a la ambulancia o patrullera que se aparezca.
"Un guardia nacional gana unos 300 dólares al mes", dijo Mahmood, que fue adiestrado por instructores norteamericanos después de la guerra. "Pero un montón de policías ganan mucho menos. Nuestros enemigos van armados con ametralladoras pesadas, rifles de francotirador, lanzagranadas y coches-bomba".
"Durante Saddam Hussein yo era policía", dijo Jawad Ali, que está feliz de haberse librado del dictador pero un poco sorprendido de los costes. "Entonces era más seguro ser miembro de la policía".
El sargento Kadum dijo que era difícil conservar el anonimato en estos días. Hay en todas partes ojos fisgoneando. La gente ha tomado partido, dijo, y parece que se necesitan los talentos de un mago para salir de la vida de policía al final del día y aventurarse como civil en la peligrosa ruta hacia casa. Su refugio era una barbería en las afueras de la ciudad, donde él y otros agentes y guardias nacionales se reunían después del amanecer para mostrarse solidaridad antes de iniciar sus turnos.
Los insurgentes vigilaron la barbería. Ocultaron una bomba debajo de una banca. Murieron dos hombres.
Suhail Ahmed contribuyó a este reportaje.
25 de mayo de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
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