sin diploma
[Timothy Egan] Sin diploma, y sin poder volver a la clase media.
Spokane, Washington, Estados Unidos. Durante su vida adulta, Jeff Martinelli se ha casado tres veces y enterrado a una, víctima de un cáncer. Ha tenido un hijo y lo ha visto criar al suyo propio. En todo esto, una cosa era constante: un trabajo en una fábrica que era su billete de entrada a la clase media.
No fue sino hasta que desapareció su trabajo y que trató de encontrar otra cosa -cualquier cosa- para mantenerse cercano a la seguridad de su vida anterior que Martinelli se dio cuenta abruptamente del destino que espera a un trabajador sin diploma universitario en la América del siglo 21.
Su trabajo consistía en operar maquinarias pesadas, manejando un guiso de bauxita fundida en Kaiser Aluminium, que era en el pasado uno de los trabajos mejor pagados en esta ciudad de 200.000 habitantes. Su salud está bien. No carece de ambición. Pero para gente como Martinelli, el mundo ha cambiado.
"Para un tipo como yo, sin educación universitaria, allá fuera se ha vuelto muy poco prometedor", dijo Martinelli, 50, que pasa por los altibajos de la vida con un resignado encogimiento de hombros.
Su hijo Caleb ya sabe cómo es allá fuera. Desde que terminara la secundaria, Caleb ha tenido seis trabajos, ninguno de ellos muy promisorio. Ahora de 28, puede no acceder nunca a la clase media, dijo. Pero para su padre y otros de una generación que pudo contar con una vida confortable sin tener un diploma, la caída de la clase media es un shock. Habían estado congelados en otra época, en la que los obreros de Kaiser podían comprar coches nuevos, disfrutar de vacaciones decentes y contar con los beneficios de un seguro de salud completo.
Han visto puertas de fábricas cerradas, y no abren. Han seguido cursos de re-adiestramiento para trabajos donde ganarían la mitad de sus antiguos salarios. Y mientras van de trabajo en trabajo, se les recuerda constantemente una cosa que destaca en sus currículos: la educación terminó con el diploma de la secundaria.
No se trata solamente de que la economía norteamericana haya perdido seis millones de empleos en la manufactura en las últimas tres décadas; es que el valor de mercado de lo que se quedan sin trabajo, gente como Jeff Martinelli, ha bajado considerablemente en sus vidas, abriendo una brecha que deja a millones de trabajadores de cuello azul en los márgenes de la clase media.
Y los cambios van más allá del taller en la fábrica. Mark McClellan entró a Kaiser y ascendió de los hornos a la dirección. Lo hizo trabajando turnos extras y aprendiendo todo lo que pudo sobre el negocio del aluminio.
Sin embargo, cuando Kaiser cerró en 2001, McClellan descubrió que el mercado laboral no otorgaba tanto valor a sus habilidades como a cuatro años de universidad. Tenía la experiencia, construida en toda una vida, pero no el diploma. Y por eso, dijo, era un hombre marcado.
Todavía vive en una magnífica casa en uno de los barrios más bonitos de la ciudad, y conduce un enorme Jeep blanco. Pero no es más que fachada.
"Me veo como si fuera de clase media", dijo McClellan, 45, con una cara cuadrada y honesta, y un barril como pecho. "Pero no soy de clase media. Mi bote se está hundiendo a toda velocidad".
Para cuando estos dos hombres de Kaiser se quedaron sin trabajo, un hombre en la cincuentena con un diploma universitario podía esperar ganar un 81 por ciento más que un hombre de la misma edad pero apenas con la escuela secundaria. Cuando empezaron a trabajar, la brecha era de sólo un 52 por ciento. Otros estudios muestran cifras diferentes, pero la misma tendencia -la enorme disparidad que surgió en sus vidas.
Martinelli se niega a compadecerse a sí mismo. Ahora tiene un trabajo en el control de plagas, matando hormigas y arañas en las casas de la gente, ganando apenas la mitad del dinero que ganaba como fundidor de Kaiser, donde un trabajador con su experiencia podía ganar unos 60.000 dólares al año, en salario y beneficios.
"Por lo menos tengo trabajo", dijo. "Algunos de los tipos con los que trabajé no han encontrado nada todavía. Algunos perdieron sus casas".
Martinelli y otros ex obreros dicen que, con el tiempo, han llegado a temer que la caída de la clase media se transforme en permanente. Sus nuevas vidas -las frustrantes entrevistas de trabajo, las facturas que llegan con avisos escritos en rojo en el sobre- son consecuencias de una decisión tomada a los 18.
El veterano de la gerencia, McClellan, hijo de un médico, había terminado la secundaria cuando decidió que no necesitaba ir más lejos que la enorme fábrica en los bordes de la ciudad. Pensó en ir a la universidad. Pero cuando llegó a Kaiser, pensó que lo tenía todo.
Su padre, un médico general ahora muerto, le dio su bendición, e incluso el apoyó en su elección, dijo McClellan.
En esa época, la decisión de no ir a la universidad no era rara, incluso para un chico de clase media. A pesar de la carencia de formación o educación de McClellan, había una buena razón para creer que la fábrica de aluminio lo pondría en la seguridad de la clase media más rápidamente que un diploma de licenciado, dijo.
A los 22, era el capataz de un grupo. A los 28, supervisor. A los 32, estaba en la gerencia. Antes de su cumpleaños número 40, McClellan alcanzó la cúspide, y ganaba 100.000 dólares al año en bonos.
Sus amigos, gente con diplomas universitarios, ni se acercaban a lo que ganaba él, dijo McClellan.
"Tenía una casa con piscina, coches nuevos", dijo. "Mi esposa no tuvo que trabajar nunca. Estaba en el centro de la América de clase media. Lo sabía y me encantaba".
Martinelli, hombre de sindicato, apreciaba la vida de clase media todavía más debido a la distancia que tuvo que cubrir para llegar a ella. Recuerda cómo su estómago gruñía de noche cuando era niño, la humillación de la seguridad social, arrastrando mercaderías a casa en medio de la nieve en un pequeño carrito porque la familia no tenía coche.
"Me daba vergüenza", dijo.
Él era un estudiante C, sin demasiado futuro, recién salido de la secundaria, cuando tuvo su oportunidad: el trabajo en los talleres de la fábrica Kaiser. Dentro, eran turnos largos en torno a calientes hornos. Fuera, era el príncipe de Spokane.
Estudiantes universitarios trabajaban en la fábrica los veranos, y algunos nunca volvieron a las aulas.
"Sabías de gente que se iba de aquí a la universidad que tenían trabajos mejores, pero tenías un buen trabajo y estaba bien", dijo Mike Lacy, un amigo íntimo de Martinelli y trabajador de Kaiser.
El trabajo duró casi 30 años. Kaiser, agobiada por una serie de iniciativas fracasadas de la gerencia y una larga huelga, cerró la planta en 2001 y vendió la fábrica como chatarra.
McClellan tiene que encontrar trabajo todavía, y está viviendo de sus menguantes ahorros e inversiones de sus años en Kaiser, aunque sigue con planes de abrir su propio túnel de lavado de coches. Paga 900 dólares al mes por una póliza básica de salud -esencial para mantener viva a su esposa, Vicky, que padece de una rara enfermedad cerebral. Paga 500 dólares adicionales al mes en medicamentos. Él es tanto marido como enfermera.
"¿Estoy asustado?", dijo. "Sí, lo estoy".
Juró que su hijo David no tendría que hacer nunca el tipo de especulaciones que él. Incluso a los 16, David sabe lo que quiere: ir a la universidad y estudiar medicina. Dijo que su padre, al que ha visto luchar para balancear las tareas de enfermero residente y el pago de las facturas, se había transformado en un héroe a sus ojos.
Dijo que él no tomaría la misma decisión que su padre hace 27 años. "Aquí no hay nada que se parezca a la fábrica Kaiser", dijo.
McClellan está de acuerdo. Tiene una conclusión firme, después de haberse elevado de los talleres de la fábrica sólo para ser empujado abajo: "Ahora ya no puedes subir trabajando".
16 de junio de 2005
24 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh
No fue sino hasta que desapareció su trabajo y que trató de encontrar otra cosa -cualquier cosa- para mantenerse cercano a la seguridad de su vida anterior que Martinelli se dio cuenta abruptamente del destino que espera a un trabajador sin diploma universitario en la América del siglo 21.
Su trabajo consistía en operar maquinarias pesadas, manejando un guiso de bauxita fundida en Kaiser Aluminium, que era en el pasado uno de los trabajos mejor pagados en esta ciudad de 200.000 habitantes. Su salud está bien. No carece de ambición. Pero para gente como Martinelli, el mundo ha cambiado.
"Para un tipo como yo, sin educación universitaria, allá fuera se ha vuelto muy poco prometedor", dijo Martinelli, 50, que pasa por los altibajos de la vida con un resignado encogimiento de hombros.
Su hijo Caleb ya sabe cómo es allá fuera. Desde que terminara la secundaria, Caleb ha tenido seis trabajos, ninguno de ellos muy promisorio. Ahora de 28, puede no acceder nunca a la clase media, dijo. Pero para su padre y otros de una generación que pudo contar con una vida confortable sin tener un diploma, la caída de la clase media es un shock. Habían estado congelados en otra época, en la que los obreros de Kaiser podían comprar coches nuevos, disfrutar de vacaciones decentes y contar con los beneficios de un seguro de salud completo.
Han visto puertas de fábricas cerradas, y no abren. Han seguido cursos de re-adiestramiento para trabajos donde ganarían la mitad de sus antiguos salarios. Y mientras van de trabajo en trabajo, se les recuerda constantemente una cosa que destaca en sus currículos: la educación terminó con el diploma de la secundaria.
No se trata solamente de que la economía norteamericana haya perdido seis millones de empleos en la manufactura en las últimas tres décadas; es que el valor de mercado de lo que se quedan sin trabajo, gente como Jeff Martinelli, ha bajado considerablemente en sus vidas, abriendo una brecha que deja a millones de trabajadores de cuello azul en los márgenes de la clase media.
Y los cambios van más allá del taller en la fábrica. Mark McClellan entró a Kaiser y ascendió de los hornos a la dirección. Lo hizo trabajando turnos extras y aprendiendo todo lo que pudo sobre el negocio del aluminio.
Sin embargo, cuando Kaiser cerró en 2001, McClellan descubrió que el mercado laboral no otorgaba tanto valor a sus habilidades como a cuatro años de universidad. Tenía la experiencia, construida en toda una vida, pero no el diploma. Y por eso, dijo, era un hombre marcado.
Todavía vive en una magnífica casa en uno de los barrios más bonitos de la ciudad, y conduce un enorme Jeep blanco. Pero no es más que fachada.
"Me veo como si fuera de clase media", dijo McClellan, 45, con una cara cuadrada y honesta, y un barril como pecho. "Pero no soy de clase media. Mi bote se está hundiendo a toda velocidad".
Para cuando estos dos hombres de Kaiser se quedaron sin trabajo, un hombre en la cincuentena con un diploma universitario podía esperar ganar un 81 por ciento más que un hombre de la misma edad pero apenas con la escuela secundaria. Cuando empezaron a trabajar, la brecha era de sólo un 52 por ciento. Otros estudios muestran cifras diferentes, pero la misma tendencia -la enorme disparidad que surgió en sus vidas.
Martinelli se niega a compadecerse a sí mismo. Ahora tiene un trabajo en el control de plagas, matando hormigas y arañas en las casas de la gente, ganando apenas la mitad del dinero que ganaba como fundidor de Kaiser, donde un trabajador con su experiencia podía ganar unos 60.000 dólares al año, en salario y beneficios.
"Por lo menos tengo trabajo", dijo. "Algunos de los tipos con los que trabajé no han encontrado nada todavía. Algunos perdieron sus casas".
Martinelli y otros ex obreros dicen que, con el tiempo, han llegado a temer que la caída de la clase media se transforme en permanente. Sus nuevas vidas -las frustrantes entrevistas de trabajo, las facturas que llegan con avisos escritos en rojo en el sobre- son consecuencias de una decisión tomada a los 18.
El veterano de la gerencia, McClellan, hijo de un médico, había terminado la secundaria cuando decidió que no necesitaba ir más lejos que la enorme fábrica en los bordes de la ciudad. Pensó en ir a la universidad. Pero cuando llegó a Kaiser, pensó que lo tenía todo.
Su padre, un médico general ahora muerto, le dio su bendición, e incluso el apoyó en su elección, dijo McClellan.
En esa época, la decisión de no ir a la universidad no era rara, incluso para un chico de clase media. A pesar de la carencia de formación o educación de McClellan, había una buena razón para creer que la fábrica de aluminio lo pondría en la seguridad de la clase media más rápidamente que un diploma de licenciado, dijo.
A los 22, era el capataz de un grupo. A los 28, supervisor. A los 32, estaba en la gerencia. Antes de su cumpleaños número 40, McClellan alcanzó la cúspide, y ganaba 100.000 dólares al año en bonos.
Sus amigos, gente con diplomas universitarios, ni se acercaban a lo que ganaba él, dijo McClellan.
"Tenía una casa con piscina, coches nuevos", dijo. "Mi esposa no tuvo que trabajar nunca. Estaba en el centro de la América de clase media. Lo sabía y me encantaba".
Martinelli, hombre de sindicato, apreciaba la vida de clase media todavía más debido a la distancia que tuvo que cubrir para llegar a ella. Recuerda cómo su estómago gruñía de noche cuando era niño, la humillación de la seguridad social, arrastrando mercaderías a casa en medio de la nieve en un pequeño carrito porque la familia no tenía coche.
"Me daba vergüenza", dijo.
Él era un estudiante C, sin demasiado futuro, recién salido de la secundaria, cuando tuvo su oportunidad: el trabajo en los talleres de la fábrica Kaiser. Dentro, eran turnos largos en torno a calientes hornos. Fuera, era el príncipe de Spokane.
Estudiantes universitarios trabajaban en la fábrica los veranos, y algunos nunca volvieron a las aulas.
"Sabías de gente que se iba de aquí a la universidad que tenían trabajos mejores, pero tenías un buen trabajo y estaba bien", dijo Mike Lacy, un amigo íntimo de Martinelli y trabajador de Kaiser.
El trabajo duró casi 30 años. Kaiser, agobiada por una serie de iniciativas fracasadas de la gerencia y una larga huelga, cerró la planta en 2001 y vendió la fábrica como chatarra.
McClellan tiene que encontrar trabajo todavía, y está viviendo de sus menguantes ahorros e inversiones de sus años en Kaiser, aunque sigue con planes de abrir su propio túnel de lavado de coches. Paga 900 dólares al mes por una póliza básica de salud -esencial para mantener viva a su esposa, Vicky, que padece de una rara enfermedad cerebral. Paga 500 dólares adicionales al mes en medicamentos. Él es tanto marido como enfermera.
"¿Estoy asustado?", dijo. "Sí, lo estoy".
Juró que su hijo David no tendría que hacer nunca el tipo de especulaciones que él. Incluso a los 16, David sabe lo que quiere: ir a la universidad y estudiar medicina. Dijo que su padre, al que ha visto luchar para balancear las tareas de enfermero residente y el pago de las facturas, se había transformado en un héroe a sus ojos.
Dijo que él no tomaría la misma decisión que su padre hace 27 años. "Aquí no hay nada que se parezca a la fábrica Kaiser", dijo.
McClellan está de acuerdo. Tiene una conclusión firme, después de haberse elevado de los talleres de la fábrica sólo para ser empujado abajo: "Ahora ya no puedes subir trabajando".
16 de junio de 2005
24 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh
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