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en la seguridad social


[John Leland y Jodi Wilgoren] Pequeños sueños y redes de seguridad.
Grand Rapids, Michigan, Estados Unidos. Barbara Amberg utilizaba sus cheques de la seguridad social para volar a Nueva Yorkk y ver ‘Gates' de Christo en Central Park. Shirley Malone vive en su casa del sector social, y lava a veces la ropa con lavavajillas para ahorrar dinero.
Para Joseph Cohen, un empresario que perdió su empresa, la Seguridad Social es la red de seguridad que nunca que pensó que llegaría a necesitar. "Estamos hablando de un tipo afortunado que tenía ahorros", dijo Cohen. "Pero sin la Seguridad Social no sé dónde estaría ahora".
Mientras los republicanos en el Congreso se esfuerzan por romper el impasse sobre los planes del presidente Bush de redefinir la Seguridad Social y apuntalar sus finanzas, 32 millones de adultos americanos están viviendo las realidades del programa social más importante del país.
Los cambios no afectarán a gente como Amberg, Malone o Cohen, que ya están recibiendo sus prestaciones. Pero en los detalles de sus vidas cotidianas, relatadas en entrevistas en profundidad, estos residentes de Grand Rapids se permiten un modelo de Seguridad Social relativamente efectivo -los choques que amortigua y los que no, los sueños que alimenta o pone fuera de su alcance. Para muchos, es la base de su existencia.
Los americanos parecen sobrestimar el dinero que creen poder apartar para la jubilación. Un sondeo del New York Times/CBS News halló que sólo 20 por ciento de los americanos que no han jubilado todavía esperan que la Seguridad Social sea su principal fuente de ingresos cuando dejen de trabajar. Pero un 39 por ciento de los jubilados, en el mismo sondeo, dijeron que la Seguridad Social era su principal fuente de ingresos.
Casi todos los estadounidenses mayores de 65 reciben prestaciones sociales. La Autoridad de la Seguridad Social dice que cerca de un tercio dependen de la Seguridad Social en un 90 por ciento de sus ingresos; otro tercio recibe entre la mitad y un 90 por ciento de su dinero, del programa; y un tercio depende en menos de la mitad. Sin la Seguridad Social, unos 13 millones serían clasificados por debajo de la línea de pobreza, a menos que encontrasen otras fuentes.
Cada una de estas situaciones se dan en Grand Rapids, una ciudad costera de 197.000 habitantes con mansiones construidas por la elite industrial holandesa de la ciudad que miran al otro lado de la ciudad los enrejados de concreto de las viviendas sociales.
En diferentes barrios, la Seguridad Social es un programa contra la pobreza, una pensión de clase media, una prestación de viudez, un cheque de incapacidad. Para algunos, la jubilación les ha proporcionado hogares maravillosos y donaciones a la beneficencia; para otros, bañeras reparadas con cinta adhesiva y recetas no compradas por falta de dinero.
Dos hermanos, los Ward, captan el rango de prestaciones. Norman, un ex heroinómano que se arrastraba entre trabajos mal pagados, recibe 502 dólares al mes, mientras Luther y su esposa, que tenían carreras estables en la escuela del distrito, reciben juntos 2.400 dólares.
Tambaleándose con los despidos y cierres de plantas, y con una fuerte inclinación cristiana evangélica, Grand Rapids es un territorio político incierto en cuanto a las opiniones sobre los planes del presidente Bush de dar a los americanos más participación en cómo se invierten algunas de sus prestaciones de la Seguridad Social -con la posibilidad de beneficios y riesgos más altos.
Alguna gente, como Bill Post, que ayudó a inventar el Pop-Tart [tartas tostadas] y ahorró cumplidoramente, apoya las propuestas de Bush de crear cuentas de inversión individuales dentro de la Seguridad Social. "No es un gran riesgo", dijo Post. "Es una buena oportunidad".
Pero otros, como James Townsend, que trabajaba como operador de carretillas elevadoras, defiende el programa tradicional. "Sin la Seguridad Social, yo no habría ahorrado ese dinero", dijo. "Si yo tuviera dinero extra, lo habría gastado. No tendría nada en absoluto".
Aquí, como en otros lugares, la Seguridad Social paga más generosamente a unos que a otros. Creada para proteger a los más vulnerables, redistribuye el dinero de ricos a pobres, y de hombres a mujeres, que a menudo no tienen pensiones ni capital.
Pero mientras cambian las estructuras familiares del modelo nuclear con un solo trabajador de los años treinta, el programa se ha desfasado. Recompensa a las parejas casadas más que a los solteros, y a las parejas con una esposa ama-de-casa que a aquellas en las que trabajan los dos.
Grupos con esperanzas de vida más breves, como los afro-americanos, reciben menos prestaciones que los que viven más tiempo. Los economistas describen la jubilación como una silla de tres patas que se apoya en los ahorros, la pensión y la Seguridad Social. Pero a medida que las compañías se apartan de las pensiones tradicionales, y más americanos se acercan a la edad de jubilación con ahorros insuficientes, muchos como Townsend, están agregando una cuarta pata: el trabajo.
Hace 4 décadas, 3 de cada 10 americanos mayores de 65 años vivían en la pobreza; después de cambios en las prestaciones de la Seguridad Social, esa cifra es ahora menos de 1 en 10, por debajo de la tasa de pobreza para la población general. El Instituto Urbano, un grupo de investigación, concluyó hace poco que las parejas que tienen ingresos promedios, si jubilaran hoy, recibirían prestaciones equivalentes a 439.000 dólares en un plan 401(k), más del doble de lo que habrían recibido en 1960, contando la inflación.
Pero los jubilados aquí no miden sus prestaciones con esos cálculos. La Seguridad Social es la mensualidad del coche, la televisión por cable, el diezmo, la libertad de trabajar de voluntario en la ciudad, la dignidad de una cuenta de ahorro.

Contando los Centavos
Casi un tercio de los americanos que reciben prestaciones de la Seguridad Social son mujeres. Muchas, como Shirley Malone, que es divorciada y vive en una vivienda social detrás de un centro comercial, caería en la miseria sin esa prestación.
Una mujer corpulenta que se mueve dificultosamente tras un accidente en coche hace dos décadas, Malone, 69, recibe 700 dólares al mes de la Seguridad Social y 212 dólares como estipendio de un programa de voluntarios para personas de la tercera edad para ayudar en las escuelas. No tiene ahorros.
"Cuando era joven oía todas esas historias sobre los años dorados", dijo. "¿Qué pasó con ellos?"
Todos los meses, cuando llega su cheque de la Seguridad Social, Malone reúne sus cuentas. Paga 40 dólares al mes por el seguro del coche, más de 100 dólares en recetas médicas, 52 dólares por el paquete básico de televisión por cable, 122 dólares para el complemento del seguro médico, más el alquiler, que ha sido fijado en un 30 por ciento de sus ingresos.
Cuando termina de escribir los cheques, dijo, no le queda dinero. Tuvo que aplazar su tratamiento dental y la compra de audífonos porque no puede pagarlos.
"Todos los meses pienso en renunciar a la televisión por cable, ¿pero qué otra cosa puedo hacer entonces?", dijo. "Yo no sé lo que es el derroche. Ni siquiera puedo comprar regalos para mis nietos".
Nada de esto fue planificado.
"Mi cabeza era más joven que el resto de mí", dijo. "Siempre pensé que sería capaz de trabajar".
Malone se casó antes de los 18 y no trabajó hasta que sus hijos fueron adolescentes. Cuando terminó su matrimonio, dijo, descubrió que sólo tenía a sus hijos. Había terminado la educación secundaria y no tenía experiencia de trabajo. Encontró un trabajo como cajera en un túnel de lavado, donde debía estar parada a veces hasta 10 horas seguidas. Cuando se jubiló a los 62, después de 11 años, se sentía perdida.
"Lo peor fue que no tenía mucho que hacer", dijo. "De repente me encontré sola. Mis nietos habían crecido y ya no me necesitaban".
Agregó: "Nunca pensé que llegaría a sentirme tan completamente inútil".
Aunque todavía tiene sus días "malos", trabajar con niños la hace útil.
La Seguridad Social ha sido para Malone un laberinto burocrático y un salvavidas. Durante años no supo que podía recibir una prestación antes de cumplir los 65, o que podía recibir las prestaciones de su marido.
Tiene una variedad de problemas de salud, incluyendo una obstrucción pulmonar crónica y permanentes dolores en todo su cuerpo, que sólo soporta el Tylenol, que no la alivia. La osteoporosis, dijo, la está reduciendo a la nada.
Sin embargo, parece más feliz ahora de lo que era cuando sus hijos eran jóvenes. El ingreso de la Seguridad Social y el estipendio por su trabajo voluntario, son seguros, aunque pequeños. También siente que así ha merecido las prestaciones.
"No estamos recibiendo nada que no merezcamos por nuestro trabajo", dijo. "Hay un montón de gente como yo".
Pero, principalmente, son los niños de la Knapp Charter Academy, los que la llaman Grandma Shirley, los que llenan su vida. En su escritorio de su recibidor, sonríe cuando entrega prgsinas o ayuda a un alumno con sus ejercicios de lectura.
"No tenía suficiente dinero para empezar nada, así que no siento que me haya caído de alguna parte", dijo Malone.
En la escuela, llevaba una abultada camiseta promoviendo el programa de voluntarios. Ha resistido las súplicas de su hijo para que se mude a vivir con él.
"El cheque es un salvavidas", dijo sobre el estipendio que le permite vivir independiente. Pero si el programa dejara de ser financiado y no pudieran pagarle, dijo, de todos modos trabajaría en la escuela. "Ellos son mi terapia", dijo. "No hay nada como sentirse útil".

Un Horario Lleno
Barbara Amberg, que nació rica y se casó con pedigrí, representa el otro lado de la Seguridad Social. Como 1 de cada 10 de los receptores del programa, depende de él en menos de un quinto de sus ingresos, que son de entre 50.000 a 100.000 dólares al año.
Su jubilación es cómoda y puede elegir sin pensar en los costes, como se puede ver en sus álbumes que rebosan de fotografías y recuerdos de una ajetreada viajera.
Están su peregrinación anual del verano al Festival de Shakespeare de Stratford en Canadá, y las visitas anuales para ver a sus hijos en San Antonio, Pensilvania y Los Angeles. Viajes en grupo a museos de arte en Chicago y Detroit. Un tour de 4 días, de 1.850 dólares, para ver ‘The Gates', en febrero.
Todo cortesía de la Seguridad Social.
"Paga las cosas extras", dijo Amber, una viuda que acaba de cumplir 80, sobre el cheque mensual de 924 dólares. "La mayor parte la uso para viajes".
Si Amberg no necesita exactamente a la Seguridad Social, la Seguridad Social ha necesitado siempre a gente como ella. Los arquitectos originales del programa en la era de la Depresión se ganaron el crucial apoyo de los más pudientes, convenciéndoles de que era un amplio programa de seguros más que un estipendio para los pobres.
En realidad, cuando se le preguntó qué pensaba de reducir las prestaciones de los receptores más ricos para poder seguir pagando a los pobres, Amberg se mostró ambivalente, diciendo: "De algún modo tengo la sensación de que cuando recibo algo en mi cuenta, que es algo que estoy recibiendo de vuelta".
Está dispuesta a subir el límite de ingresos de 90.000 dólares sujetos a impuestos sobre el salario, o la edad de elegibilidad. Pero a pesar de su propia inesperada suerte con las acciones de Wal-Mart y Eli Lilly, se sigue mostrando escéptica sobre los deseos de Bush de desviar algo de la Seguridad Social a cuentas individuales.
"Sé que tiene que ser remendado, pero no creo que deban cambiar el concepto", dijo. "¿Que a lo mejor pueden hacer dinero en el mercado? Pienso que es una idea idiota".
Amberg, que lleva 15 años trabajando a tiempo parcial a 7 dólares la hora en la librería para niños Pooh's Corner, ha usado siempre los dividendos de los fondos fiduciarios de su familia para pagar los gastos fijos, como un semanal lavado y secado de 20 dólares en el salón de belleza y 45 dólares al mes por su inscripción en un centro de ejercicios.
Aunque no gasta de manera extravagante -"No soy de las personas que gastarían 500 dólares en un vestido"-, tampoco necesita preocuparse del precio del billete para su sinfonía en Grand Rapids, la ópera y dos teatros importantes. Posee aquí un espacioso condominio y una casa de campo de cuatro dormitorios en el Lago de Michigan. Ha dado a sus cuatro nietos casi medio millón de dólares en legados libres de impuestos desde 1991, y dona unos 5.000 dólares al año en acciones a alguna iglesia.
Y sigue siendo miembro, por 342 dólares al mes, del Club de Campo de Kent, donde ella y su hija celebraron sus bodas, aunque sus tres operaciones a la cadera ya no la dejan jugar golf. "Creo que me sentiría perdida sin el club", dijo.
Amberg y su difunto marido, David, un abogado, descienden ambos de viejas familias de Grand Rapids cuya casas se cuentan entre las gemas del histórico distrito de Heritage Hill, un enclave construido entre 1848 y 1920 por los barones madereros y magnates de los muebles de la ciudad. Sus ahorros se asentaban en herencias, que permitieron que sus hijos fueran enviados a Princeton, Tufts y la Universidad de Boston. Nunca se sintieron presionados a ahorrar.
Con el pelo peinado, el lápiz labial fresco y las orejas adornadas con oro, Amberg tiene un rostro amable mientras sorbe un vaso de chardonnay antes de la cena un fin de semana en la victoriana mansión del Club de Mujeres, del que fueron miembros, antes que ella, su madre y su abuela.
Creció en el recinto de una familia -"como los Kennedy"- con un edificio neo-clásico en el centro, que alberga una cancha de squash y una piscina de entrenamiento de 15 metros. La familia de su marido participó en la colonización de Grand Rapids en 1834.
Los días de Amberg rebosan de actividad: dos grupos de lectura, tres cuartetos de bridge, charlas, leer en una radio para los ciegos, servir como tesorera del centro de alumnos del local Instituto Smith. Una semana en abril tuvo que salir todas las noches.
"Creo que tienes que esforzarte cuando eres sola", dijo. "Realmente no estás esperando que la gente te llame o que haga las cosas por ti. Tú tienes que esforzarte por hacer algo". Entre sus amigas íntimas hay varias viudas, pero Amberg guarda el cuidado de salir con parejas. "Así que si quieres recibir, todavía puedes encontrar a algunos hombres que vengan a tu fiesta", dijo. "Pero si tienes una recepción, son ellos los que no pueden estar parados. Los hombres no se pueden tener en pie".
No ella. Visita el gimnasio todos los miércoles en la mañana para sesiones de aerobics para la tercera edad, trotando con una banda sonora de Sinatra, aunque se retira cuando empiezan los estiramientos. "No me puedo agacharme y levantarme de nuevo, así que me marcho", dijo.
Aunque lleva en estos días un ritmo más lento, todavía lo tiene. En mayo visitó Fallingwater, la obra de arte de Frank Lloyd Wright al oeste de Pensilvania. Para celebrar su cumpleaños número 80, su familia se unió a ella durante un fin de semana en Nueva York.
Hay cheques de la Seguridad Social que gastar, álbumes fotográficos que llenar.

Volviendo a Trabajar a los 74
Con la Seguridad Social y una pequeña pensión, James Townsend pensaba que tenía suficiente para jubilar.
Pero 10 años después de empezar a cobrar sus prestaciones, acogió una reciente y asoleada tarde de primavera con un ritual familiar: se puso el uniforme y se fue a su trabajo. De 4 de la tarde a medianoche, ocho días al mes, Townsend, 74, trabaja como guardia de seguridad en una comunidad de jubilados casi en las afueras de la ciudad.
Mientras hacía sus rondas esa noche, Townsend miró detrás del horno y recorrió los solitarios y extensos pasillos alfombrados, vacíos excepto por una mujer que estaba saliendo del área de ejercicios. "He tenido suerte. Nunca he visto a ningún extraño", dijo.
Townsend no pensó que tendría que trabajar a esta edad. Cuando se jubiló a los 64 de su trabajo como operador de carretillas elevadoras en una planta de repuestos de coches, creía que podría vivir con su pensión de unos 200 dólares al mes y con los cheques suyos y de su esposa de la Seguridad Social, que juntos sumaban casi 1.100 dólares.
Terminó de pagar su casa aquí, un ordenado rancho en un vecindario que llama "el centro, pero no el gueto", y Townsend pensó que podría reducir algunas de sus pocas actividades o diversiones. "Simplemente quería dejar de trabajar en una fábrica, dejar de levantarme todas las mañanas al romper el alba", dijo. "He trabajado bastante en la fábrica. Dejar de trabajar fue un alivio".
Pero para los Townsend, dos pequeños cambios fueron suficientes para trastornar sus planes. El viejo coche de Townsend se echó a perder y compró un Dodge Intrepid 1999 nuevo, con mensualidades de 327.55 dólares. Al mismo tiempo, su doctor encontró que tenía altos niveles de colesterol. Las medicinas subieron a 99 dólares al mes.
"En ese momento las cosas se pusieron malas", dijo. "Tuve que reducir los gastos en todo, incluso mi diezmo y las donaciones de la iglesia".
Así que Townsend empezó a buscar trabajo otra vez. Casi cinco millones de estadounidenses mayores de 65 trabajaron el año pasado, de menos de 3 millones hace dos décadas. El aumento contrarresta una tendencia de medio siglo hacia una jubilación más temprana. En 1950, trabajaba casi la mitad de los hombres mayores de 65. Para 2000, sólo un 17 por ciento.
Algunos jubilados echan de menos el trabajo; otros necesitan el dinero. Townsend tenía un pie en las dos categoría. Necesitaba el dinero, pero también tenía pasatiempos que ocupaban sus horas; el trabajo, dijo, lo mantenía activo.
Nativo de Carbondale, Illinois, Townsend se mudó a trabajar en fábricas de Grand Rapids, y sus finanzas se adaptaron a los inciertos ritmos de producción: buenas en los años de bonanza, frágiles cuando disminuía la demanda de repuestos o muebles de oficina. En sus primeros siete años aquí, sólo tuvo trabajo nueve meses cada año.
Su casa, en la que ha vivido durante 40 años, está en un desgastado bloque de casas en una sección predominantemente afro-americana al sudeste del centro. Cuando sale de noche, es a un bar en un vecindario mixto al norte. "Pero mi pastor no lo sabe", dijo.
Cuando las mensualidades de su coche lo pusieron en aprietos, llamó a sus amigos, que le dijeron que había una colocación a tiempo parcial en una comunidad de jubilados. El ingresos adicional de unos 340 dólares cada dos semanas cubrieron las mensualidades del coche y los gastos de medicinas para el colesterol.
Con su trabajo parcial y su pensión, los Townsend ganan más de 2.000 dólares al mes, casi lo mismo que ganaban antes de la jubilación, y sin la amenaza de perder sus ingresos de una vez por despidos o huelgas. La Seguridad Social, que proporciona la parte más grande de sus ingresos, ofrece a la vez estabilidad y libertad.
"Ahora me gusta trabajar", dijo. "Trabajo 4 días y luego tengo 10 horas libres. ¿Qué tipo de trabajo es este? No se parece en nada al otro. En la fábrica tenía que correr".
Con su trabajo, dijo, tiene suficiente dinero para sacar a comer fuera a su esposa. Está buscando un modo de pagar un suplemento del seguro médico, que costará 200 o más dólares al mes, para protegerse de catástrofes médicas.
Espera que la Seguridad Social continúe siendo lo que es. Duda que le hubiera resultado tan bien si él hubiera manejado su propia jubilación. "Ahora tengo la sensación de que quieren asustarnos", agregó. "Si el gobierno dejara de usar ese dinero para cosas como esta guerra, el sistema podría continuar indefinidamente".

Una Buena Vida con Pop-Tart
Con 75.000 dólares de pensión, la Seguridad Social, ahorros y una serie de inversiones inmobiliarias, Bill Post podría ser el modelo de un plan de jubilación anticipada en la era del pre-401(k).
Hijo de inmigrantes holandeses a los que la gente pobre llamaba pobres, Post empezó a trabajar en una fábrica de Keebler a sus 16, metiendo cazuelas a los hornos por 38 centavos la hora, y dejó la compañía 41 años después, como vice-presidente, con un salario de 92.000 dólares. Se embarcó entonces en una segunda carrera de 30.000 dólares al año como asesor de Kellogg, la compañía para la que ayudó a desarrollar la Pop-Tart.
Ahora esculpe estatuillas de San Nicolás en un taller subterráneo debajo de un viejo letrero que dice: "Nooitgedacht" -"Nunca lo hubiera pensado", en holandés, dice Post.
Nunca pensó que tendría un Jaguar arándano convertible en su garaje. Difícilmente habría imaginado que se retiraría a los 57 con una casa fabulosa, que vendió luego por 1.1 millón de dólares. "Nunca pensé que llevaríamos una vida tan buena", dijo Post, 77.
Tampoco pensó nunca en depender de la Seguridad Social.
Él y su esposa de 57, Florence, evitaba las deudas gastando frugalmente, pensando en el futuro. Cuando la compañía proporcionó a los ejecutivos un asesor financiero como un extra, recordó Post, "volvió y me dijo: ‘Nunca conocí a un tipo como usted: está viviendo por debajo de sus ingresos'".
Los Post son unos de los 7.5 millones de jubilados de hoy, un 29 por ciento, que reciben pensiones privadas, un elemento básico de la clase media que está desapareciendo rápidamente. También tienen ingresos de obligaciones y pagos de interés de dos préstamos privados, pero las únicas acciones que poseen son las que recibió de Kellogg como bonos.
"No juego", explicó Post. "No puedo entender las reducciones; trabajé demasiado por nuestro dinero".
Es gente como Post la que en futuras generaciones, bajo las propuestas de Bush, podría recibir beneficios mucho menos generosos que los actuales. "Estaría dispuesto a recibir menos prestaciones", dijo Post, si eso redundará en mejorar el seguro médico. Igualmente, apoya el plan de Bush de cuentas individuales, diciendo: "Sé que el dinero se puede invertir de mejor manera que ahora".
Post, que abandonó el instituto para convertirse en gerente de personal de la panadería de Keebler en Grand Rapids a los 21, estaba dirigiendo la fábrica en 1963 cuando Kellogg empezó a buscar un socio para desarrollar un tostador de masa. Aprobó rápidamente la idea, a pesar del reto de montar una enorme maquinaria para crear la capa superior y adaptar un embrague de aire para expulsar los pegotes del relleno.
"Yo fui el tipo que dije que lo lograríamos", dijo Post, que todavía rellena sus masas con su sabor favorito, fresas glaseadas.
Mientras subía en la escala, de obrero de galletas a empleado ejecutivo, la mayor bendición de Post fue la propiedad inmobiliaria.
En 1971 los Post compraron un terreno de 300 metros en Glen Lake, al norte de Michigan, por 16.000 dólares, y construyeron un bungalow de dos aguas para pasar ahí los fines de semana. La vendieron por el doble para comprar propiedades más caras en el lago, y después de 18 años de vivir en su casa de ensueño, la vendieron para comprar una casa de 465 metros cuadrados, de 415.000 dólares, en un suburbio de Grand Rapids donde Post creció pensando que era el lugar "donde vivía la gente importante".
Es a la vez un homenaje a su afluencia y orígenes humildes. Agregaron una inmensa suite y la amoblaron con una mesita de noche de madera antigua, cama y tocador que compraron por 10 dólares. La señora Post entreteje retazos de alfombrillas; la pareja come con vajilla con el sello francés de Quimper Faïence que se remonta a 1690, y se vende a 95 dólares por plato.
"¿Qué es suficiente?", preguntó Post una tarde, en el enorme salón. "¿Sabes lo que es suficiente? Un poco más de lo que tienes".
Sin embargo, más que deleitarse en sus recompensas, los Post, que leen la Biblia en voz alta después del desayuno, se vanaglorian de donar su dinero: 1.400 al mes a la Thornapple Covenant Church (más un extra de 1.000 dólares para el Día de Acción de Gracias y Pascuas); 2.500 dólares al año a Gideon, los distribuidores de Biblias; hace poco 5.000 dólares para una escuela de adultos incapacitados; 2.000 dólares aquí y 2.000 allá para trabajo misionero en Tailandia o India. "Nos ha abierto las puertas del cielo", dijo Post, refiriéndose a la promesa de Dios en el Nuevo Testamento a los que pagan el diezmo. "Dimos, y Él abrió las puertas para nosotros, y damos más".
Sin una calculadora, la señora Post maneja sus tres chequeras: una para sus cheques de 2.000 dólares al mes de la Seguridad Social, que incluye las prestaciones de su esposa; las otras dos son para la pensión y los intereses. Una tarde pasó horas estancada en un error de 2.000 dólares que había cometido a su favor.
A la mañana siguiente, un recaudador de una radio evangélica se acercó a los Post a pedirles contribuciones de hasta 10.000 dólares.
Post se rió entre dientes al ver las cifras, observando: "Fui un obrero de galletas toda mi vida". Él y su esposa habían acordado la noche anterior donar 500 dólares y antes del desayuno subieron la cifra a 1.000 dólares. Cuando la señora Post sacó la chequera, sin embargo, susurró: "¿Qué te parece 2.000 dólares?", y eso es lo que escribió.
"El error que hice", explicó más tarde. "Sentí que el Señor me estaba diciendo que si tenía dinero extra, que tenía que donarlo".

Ahorros Esfumados
Joseph Cohen, 89, millonario en el pasado, con acciones en una empresa familiar de ropa y con intenciones de trabajar toda la vida. Cuando la compañía quebró en 1980, Cohen, que tenía entonces 64, tenía pocas inversiones fuera, una casa y un recurso que nunca pensó que necesitaría usar: la Seguridad Social.
Una fresca mañana de Michigan, Cohen estaba tomando café y dónuts con otros jubilados en el complejo de apartamentos donde ahora vive solo, cerca de un cordón de tiendas en el aeropuerto. Tiene una corona de pelo cano, un metálico acento de Chicago y maneras que son a la vez amables y estrafalarias. Cuando tenía su negocio, dijo, nunca pensó en la Seguridad Social o en la jubilación. "Pensé que tomaría un mes libre y nos iríamos a Florida. Antes lo hacíamos".
Cohen pertenece a una no contabilizada pero substancial población de americanos que llegan a la jubilación con menos dinero del que pensaban, dependientes de la Seguridad Social de modos que nadie esperaba.
"La gente que termina con menos recursos de los que pensaba -somos casi todos nosotros", dijo Alicia H. Munnell, directora del Centro de Investigación de la Jubilación, del Boston College, que trabajó en el ministerio de Hacienda durante el gobierno de Clinton.
"La gente tiene reveses en los negocios, o pierden dinero en la bolsa, o tienen gastos médicos que no pueden pagar. Cualquiera que haya trabajado para Enron o WorldCom sabe qué se siente cuando miras tu cuenta para la jubilación y descubres que no hay nada".
Cohen vive ahora en gran parte de los 1.800 dólares que recibe cada mes de la Seguridad Social, más el ingreso de las obligaciones que compró después de vender su casa -unos 1.000 a 1.200 dólares por mes. No posee acciones, ni casa ni seguro de vida.
Comparado con la mayoría de los jubilados, a Cohen le va bien. Viaja en primera clase para ver a sus hijos en Nueva Jersey y Seattle, todavía tiene piezas de arte valiosas en su salón y ha contribuido con dinero para la educación de sus nietos. Debido a que no tenía que trabajar, se ofreció de voluntario en su sinagoga, en escuelas públicas y en el movimiento de derechos civiles local. Según entiende, sólo jubiló el año pasado, cuando un pequeño derrame lo obligó a abandonar el trabajo voluntario.
Pero el año pasado, cuando una de las obligaciones de Cohen se hizo pagadera, y la remplazó con una que paga dividendos de unos 100 dólares menos al mes, sintió la pérdida. "Fue un desastre", dijo. "No parece mucho, pero significa que tienes 25 dólares menos a la semana".
Cohen se opone a las cuentas de inversión individuales debido a la inestabilidad de la bolsa y al coste de manejo de las cuentas.
"Estamos viviendo en una sociedad con un grupo de edad que no conoció la Depresión y no saben lo que puede pasar", dijo. "¿Cómo sabes que no volverá a ocurrir mañana? A veces me pregunto que habrá pasado con toda esa gente que trabajó para mí".
Cohen dijo que había gastado un montón de sus ahorros para la jubilación en la salud de su esposa, que murió en 1993, y en su hijo Robert, que murió de una lesión cerebral en 2001. Su esposa visitó doctor tras doctor -"todos estúpidos", dijo Cohen- antes de que le diagnosticaran amiloidosis, una enfermedad de las células del plasma. Murió después de 3 años de tratamiento en la Clínica Mayo en Minnesota.
El seguro pagó parte de los cuidados, pero no todos. "Nunca he vuelto a ver cuánto costó la Clínica Mayo", dijo. "Palabra de honor, nunca me paré a mirar los gastos y a pensar qué tratamiento hacer. Simplemente lo hice".
En los últimos tiempos su propia salud le está causando problemas. En abril, mientras pasaba las Pascuas con su hija en Nueva Jersey, se hizo un escáner para el dolor de espalda, y le diagnosticaron la ruptura de un disco. No ha vuelto a Grand Rapids.
Cohen recuerda cuando era como muchos trabajadores jóvenes de hoy, que no cree que habrá Seguridad Social cuando ellos se jubilen. Cuando se implementó el programa, el mismo año que terminó la escuela secundaria, tenía poca fe en él.
"Fue introducido sin que la gente supiera lo que estaba pasando", dijo. "Si alguien hubiera dicho: ‘Aquí está el programa que se ocupará de vosotros', yo habría dicho: ‘¿En serio?', y habría esperado a ver qué pasaba".
Ahora es el ancla de una jubilación que Cohen ha tenido que aceptar. "No es tanto como me gustaría", dijo, "pero no estoy preocupado".

Hermanos, Lado a Lado Otra Vez
La Seguridad Social nunca fue pensada como una iniciativa de reunificación familiar, pero Luther y Norman Ward muestran lo mucho que se puede estirar la red.
Durante años, Luther, empleado de la limpieza e inspector de escuela, no hablaba casi nunca con su hermano Norman, un heroinómano, porque "cuando venía a verme era porque necesitaba dinero". Ahora se sientan juntos los domingos en la iglesia.
El cheque de la Seguridad Social que deja que Norman, por primera vez en su vida, mantenga una pequeña cuenta de ahorros, también permite a Luther comprar muebles de segunda mano y la ocasional fuente de porcelana sin preocuparse de que las necesidades de su hermano abrumen las suyas propias.
Del mismo modo que la Seguridad Social libera a los baby boomers del peso financiero y emocional de padres dependientes, ha construido un puente entre esos hermanos alejados en el pasado, que pasaron una tarde reciente alimentando a los patos en el Grand River, como niños.
"Ahorro todos los meses; me niego a declararme en ruina", dijo Norman, 77. "Quiero a mi hermano y no quiero hacerle daño".
Los Ward, dos de los seis hijos de un obrero metalúrgico y una lavandera, personifican la identidad dual de la Seguridad Social, como un dividendo de una inversión de gente como Luther, 71, que vivió según las reglas, y como un seguro que mantiene incluso a los que han llevado vidas en gran parte improductivas, alejados de la calle.
Para Luther y su esposa, Diane, un maestra jubilada, la Seguridad Social es un componente de una jubilación relajada -sus cheques mensuales llegan a unos 2.400 dólares, que equivalen al 36 por ciento de sus ingresos; el resto lo forman sus sólidas pensiones de la escuela del distrito. Sin la Seguridad Social, dijo Luther, "probablemente tendría que buscar trabajo parcial".
Para Norman, que recibe 502 dólares más 96 dólares en suplementos federales y estatales para los receptores, la Seguridad Social es una salvación -su único otro ingreso es el ocasional botín cuando uno de sus seis números aparece en el Daily Pick Tree de Michigan. Sin eso, dijo Norman, "ahora estaría probablemente muerto".
Durante décadas Luther trabajó como empleado de limpieza e inspector, y crió a cinco hijos en dos matrimonios.
Tomó el segundo trabajo en la escuela del distrito para pagar la alimentación de sus cuatro hijos de su primer matrimonio, y terminó con un salario combinado de 60.000 dólares. Después de vender sus fondos mutuos hace unos años, mantiene sus ahorros, unos 14.000 dólares, en la cooperativa de créditos, con lo que gana el 2 por ciento, y se oponen resueltamente al plan de Bush de traspasar una parte de la Seguridad Social a cuentas individuales.
"A mi edad, no creo que la bolsa se recupere en los próximos 10 años", dijo sobre el mercado de valores.
Norman, que nunca pasó el décimo, se enganchó a la heroína en el ejército. De vuelta en casa, bebiendo jarabe para la tos cuando no podía comprar heroína, perdía todos sus trabajos -en General Motors, en Steelcase, en una fábrica de carretillas elevadoras, en un frigorífico, y, su favorito, como botones del viejo Hotel Rowe, en el centro de la ciudad, por 12 dólares a la semana más propinas. Estuvo dos veces en prisión, en 1961 y en 1991, después de declararse culpable de posesión de drogas, y se inscribió él mismo una media docena de veces en programas de rehabilitación.
Cuidó de sus padres hasta sus últimos años y heredó su casa, pero los 56.000 dólares que recibió por su venta los gastó rápidamente en drogas.
"Cuando desperdicié ese dinero, me asusté", recuerda Norman. "Me quedaba debajo de las sábanas y me cubría la cabeza, porque odiaba ver la luz del día".
Hoy, en su apartamento de un cuarto en las Torres Ransom en el centro de la ciudad, Norman se ha duchado e hizo su cama a las 7 de la mañana, aunque pasa la mayor parte del día mirando horas de programas de tribunales desde un raído sofá.
Paga 170 dólares de alquiler, 45 dólares por la televisión por cable, 25 dólares por el teléfono, 20 dólares para la iglesia y 13 dólares por el aire acondicionado de las semanas de verano, que paga por adelantado. Cupones de alimentos, 112 dólares al mes, llenan su alacena con verduras enlatadas y Special K. Las nueve píldoras que traga cada día para la diabetes y la presión le cuestan 3 dólares, si las compra con marca, y 1 dólar si la compra en Medicaid. Un Magic Shaving Power, 1.25 dólares la lata, mantiene su cabeza calva.
Sin embargo, tiene suficiente dinero y a veces es como un cajero automático, repartiendo billetes de 10 y 20 dólares a varios vecinos los domingos antes de salir hacia la iglesia. "No quiero que me expliques nada, sólo quiero que me los devuelvas", dijo sobre su enfoque -préstamos sin intereses y sin explicación. "Si me lo piden, es que lo necesitan".
Al otro lado de la ciudad, Luther dijo que él y Diane "nunca pedimos un préstamo que no podamos pagar en un año", de modo que apartan 1.000 dólares todos los meses para cubrir el crédito hipotecario de 11.000 dólares con el que están pagando la remodelación de su cocina este verano. Viajan año por medio para ir a ver a sus familiares en Holanda o a su hijo, un oficial de la Fuerza Aérea estacionado en Bélgica, y el sótano está lleno de los carteles de los musicales a los que han ido aquí y en Toronto. Para el 70 cumpleaños de Luther, Diane reservó una suite en el Bellagio, en Las Vegas.
Hace 7 u 8 años, Norman le pidió a Luther que lo recogiera en camino a la Iglesia Cristiana Reformada de la Gracia. Al domingo siguiente se lo volvió a pedir. "Entonces dijo: ‘No quiero volver a llamar, pero sí quiero que pases a recogerme todos los domingos'", recordó Luther, que es diácono. "Conocía al nuevo pastor porque le había pedido dinero prestado".
Los martes, también, Luther pasa por el edificio de Norman para su viaje semanal al supermercado para abastecer la despensa de la iglesia.
"La primera vez en mi vida que he disfrutado trabajando", dijo Norman, mientras apilaba patatas y apartaba una caja de galletas con chocolate para él, olvidado de la diabetes. "Hacer algo sin esperar que te paguen".

29 de junio de 2005
19 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh


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