Blogia
mQh

hijo de un espía


[Lynne Duke] El hombre de la CIA, John Richarson, era un espía ejemplar. Dejó muy pocas claves, incluso para su hijo.
Una madre y dos hijos -la familia de un espía- aterrizan en Dulles a las 2 de la mañana. El terminal está vacío; parece una caverna. El niño, de 9 años, se sienta en el suelo, mientras su madre se pregunta qué puede hacer.
Está acostumbrado a los aeropuertos. Él y su hermana de 11, mocosos de la CIA, han viajado por todo el mundo. Una vez, su padre, el espía, lo olvidó en un aeropuerto, y abordó sin él. Así era John Richardson -tan intensamente implicado en su trabajo que podía olvidarse de su pequeño hijo, su tocayo.

Ahora la familia ha viajado desde Saigón para unirse a él. Ha habido problemas con la CIA. Y es la mitad de la noche. Y Eleanore Richardson está escudriñando el aeropuerto para ver si detecta a alguien de "la agencia". Pero no ha llegado nadie a recogerlos. Ningún coche. Ningún chofer.
El titular del diario proclamaba: "Removido Jefe de la CIA".
Otro anunciaba: "Arrogante Agente de la CIA Desobedece Órdenes".
Es 1963 y Richardson es el asediado jefe de estación de la CIA en Saigón. Manejaba las relaciones de la agencia con Ngo Dinh Diem en momentos en que el régimen del presidente de Vietnam del Sur se estaba derrumbando. Después de que un periodista revelara la identidad de Richardson, la agencia lo sacó rápidamente de Saigón y lo ocultó en un apartamento en el área de Washington hasta que pasó la tormenta.
Pero a las pocas semanas Diem sería asesinado con la complicidad de Washington. Estados Unidos se hundiría más profundamente en el pantano de Vietnam. Y durante el resto de sus días, Richardson, un culto espía y maestro de la manipulación con una inoportuna conciencia, mezclaría la bebida con sus cavilaciones. Se atormentaba pensando que no se había opuesto al golpe contra Diem. Nunca dijo a sus hijos qué era lo que causaba su melancolía, y los dejaba preguntándose sobre las reflexiones del hombre que llamaban papá. ‘Mi padre, el espía', lo llama en el título de su reciente memoria.
Su madre trató de que llevara una vida lo más normal posible. Ese día de 1963 antes de salir de Saigón, organizó una fiesta para el cumpleaños del pequeño John "y trajeron a casa un elefante. Eso fue una impactante noticia para mí", recuerda John en una entrevista.
Luego recorren Dulles, y finalmente encuentran un teléfono. Eleanore no tiene un número de contacto de su marido. Ni él ni la agencia le han dicho dónde está. Así que llama a Bill Colby, el jefe de su marido en la CIA.
"¿Cómo puede reunirme con John", dice.
"No puedo decírtelo", dice Colby. Él llamará a John por ella.

El pequeño John va con su papá en una larga limusina negra. Moviéndose bajo cobertura diplomática, un jefe de estación de la CIA es casi tan poderoso como un embajador y tiene privilegios similares, como el coche y el inescrutable chofer con sus gafas reflectantes.
Normalmente los soldados paran a los coches en los puestos de control, pero se hacen camino entre las limusinas con pequeñas banderas y matrículas diplomáticas. Es el poder sobre ruedas -un poder americano en marcha en Manila, Saigón, Seúl (y Viena, antes de que naciera el pequeño John, y Atenas, cuando era bebé).
Richardson está mirando a su papá, mirando su traje, sus gafas con marcos de carey. En el formal mundo de su padre, todo es protocolo y secretos y choferes, y sentía una "extraordinaria precocidad", dice, "como si estuviera de visita en el Planeta del Papá".
Los padres como entidades extrañas: Es un tema familiar. Pero en su libro, que lleva por subtítulo ‘An Investigative Memoir', Richardson, ahora de 50, nos conduce profundamente en la vida de un agente de la CIA, tanto profesional como personalmente, noble y trágico.
Es el autor de la novela de 1996, ‘The Vipers' Club', sobre un asesinato en Hollywood, y un libro documental en 2001 sobre los enanos, ‘In the Little World'. Ex escribano de la revista Premiere, es ahora escritor general para Esquire, donde escribió en 1999 el artículo que se convirtió en la base de su último libro.
Richardson habló con su padre y su libro en una entrevista durante un almuerzo mientras hacía aquí una gira de promoción del libro. Es tan informal y tranquilo (excepto por su manía de morderse las uñas) como formal y honrado su padre.
Habla irónicamente, incluso emocionalmente sobre su papá, pero evita escrupulosamente juzgar al hombre que lo dejó con tantos misterios. El hecho es que ha estado tratando de escribir este libro durante años. Ha estado tratando de desentrañar "el enigma de la paternidad" durante años. Y no lo ha logrado. Esa es la pena.
Utilizando cartas personales, documentos oficiales desclasificados, recuerdos de ex agentes y recuerdos de la familia, Richardson hace un retrato de su padre como un hábil aunque algo reservado Guerrero de la Guerra Fría, reclutando espías para Estados Unidos en la Europa de posguerra, manipulando a los gobiernos de Grecia, Filipinas, Vietnam del Sur y Corea del Sur.
Es el espía que citaba a Marco Aurelio y John Stuart Mill -y se aseguró de que su hijo también lo hiciera.
Sí, dice el hijo, era difícil llegar a su padre. Pero, protesta, "no es que estuviera totalmente encerrado en sí mismo y sin ganas de hablar. Simplemente prefería hablar en términos abstractos y prefería hablar sobre filosofía y gramática... Hablábamos sobre John Stuart Mill y la libertad y los derechos del hombre. Y eso es lo que le gustaba".
De muchos modos, el padre se convirtió para sus hijos en una abstracción. Se mudaban de país en país, de escuela en escuela, sus vidas eran una sucesión de nanas, y choferes, y embajadas y unos pocos revuelcos con el mundo de capa y espada.
Como esa vez que su chofer no llegó a recogerlos al club deportivo de expatriados en Saigón. Así que la nana, Mercy, paró a un taxi. Pero el taxista pasó sin detenerse frente a su casa, sin obedecer las instrucciones y, más tarde, los gritos de Mercy. "Entonces Mercy sacó su paraguas y le pegó tan fuerte en la cabeza, y lo sorprendió tanto, que chocó contra el bordillo. El coche paró y Mercy abrió la puerta de un sopetón, empujándonos fuera", escribe. "Entonces el taxista se alejó a toda prisa, dejándonos parados en el polvo, aturdidos y alarmados. Nunca supimos si era un agente del Vietcong que trató de secuestrar a los hijos del jefe de la CIA o simplemente un idiota cualquiera dominado por la ilusión de dar un gran golpe".

De niño, Richardson nunca supo si su padre tenía experiencias igual de bizarras. Su papá hablaba rara vez sobre su trabajo -excepto en términos generales, en abstracciones. Se enteró por antiguos colegas de su padre que era un hombre sobrio, persistente y convincente en su oficio de espía. Si alguien tuviera que representar a su padre en el cine, dice el hijo, tendría que ser Sean Connery. Su padre, dice, era un hombre discreto pero encantador, el avezado bailarín de las funciones diplomáticas.
Y sin embargo luchaba contra la tristeza, siempre. A los 14, vio morir a su padre, un empleado del petróleo. Hizo la secundaria y la universidad en California, justo después de Richard Nixon. Entonces murió su hermano menor, de una herida auto-infligida con una escopeta. Su madre murió en sus brazos, de cáncer.
Más que "heroico", el hijo usa la palabra "trágico" para describir a su papá. Se unió al ejército como un intérprete de terreno durante la Segunda Guerra Mundial y tuvo una carrera militar que se metamorfoseó en espionaje. Las cartas que escribía a su familia eran tan clínicas como sus cables al cuartel general de la CIA.
"De momento, estaría inclinado a creer que seremos capaces de evitar otras crisis con respecto al problema de los budistas", escribió desde Vietnam a su esposa e hijos que pasaban las vacaciones en Estados Unidos. Era un informe del Planeta del Papá.
El hijo quería saber más sobre el papá que no veía. El papá que sí veía era el hombre que lo jorobaba constantemente a ser correcto y responsable, patriota y serio.
"Nunca me enseñó cómo afeitarme o cómo vestirme. Nada normal", dice Richardson. "Me dijo que leyera libros anti-comunistas".
El padre dejaría libros junto a la cama de su hijo de 15, y "yo lo odiaba", escribe el hijo.
Un día en Seúl, el hijo de pelo largo se lió en una pelea con la policía militar norteamericana. El padre lo obliga a ofrecer excusas en persona al comandante de las fuerzas estadounidenses en Corea del Sur.
Entonces, la conmoción y la desilusión se profundizan. El padre recibe una nota de la inteligencia militar que dice su hijo de 16 es un "conocido usuario" de LSD. Los padres y el hijo visitan a un psiquiatra. Se decide que lo mejor es que Richardson estudie en el extranjero. Lo envían a Hawai. Pero las cosas empeoran.
Hay ácido en todas partes, y el hijo está endeudado y tratando de venderlo. Lo detienen, escribe, cuando recorre un mercado murmurando "ácido". Reconoce lo retorcido que era todo: "Habría sido probablemente más listo no haber tomado ácido en esa época", escribe.
Es más de lo que puede tolerar su padre. El honor de la CIA está siendo manchado por el escándalo, cree.
Al oír las noticias de que el joven John está en un reformatorio juvenil en Hawai por tratar de vender drogas, el padre llama a su secretario y empieza a dictarle un cable para el cuartel general -una carta de renuncia. El secretario se niega a hacerlo. Discuten. Finalmente abandona la idea.

‘Mi padre, el espía' es el intento de un hijo errante de abreviar la brecha emocional, de encontrar alguna forma de reconciliación, de enmendarse.
"En cierto sentido, este libro está entre dos personas, en lugar de dos cubiertas", dice Richardson.
Salvo que está narrado contra el trasfondo de ex nazis y espionaje y golpes de estado y la Guerra Fría y Vietnam. Y narra ese tipo de escándalos, la excursión de un espía aparentemente implicado en una batalla política por una guerra militar. En realidad, suena muy familiar.
Richardson se oponía al político brahmín Henry Cabot Lodge, entonces embajador de Estados Unidos en Vietnam, que quería sacar a Ngo Dinh Diem. Los dos americanos no se llevaban bien. Lodge pensaba que Richardson no estaba adaptándose a la nueva estrategia, de un pasado de intentar ganar la guerra con Diem a una nueva política para ganar la guerra sin él.
Lodge presionó para que Richardson fuera removido. Pero Richardson siguió. Y poco tiempo después, en un raro desenmascaramiento de un jefe de estación de la CIA, el nombre de Richardson apareció en un artículo en el Daily News de Washington, firmado por Richard Starnes, con el título: "Arrogante Agente de la CIA Desobedece Órdenes".
Hasta entonces el mundo nunca había conocido lo que era un clásico espía de la CIA. Después del artículo de Starnes, David Halberstam y Max Frankel escribieron en el New York Times sobre los problemas entre Lodge y Richardson. En esa época no había una ley que prohibiera publicar la identidad de un espía. La historia se redujo a una pelea entre Lodge y Richardson: una lucha entre dos filosofías sobre la conducción de la guerra.
Ganó Lodge, y Diem fue derrocado. Pero el hijo de Richardson dice que no puede dejar de preguntarse qué habría pasado si su padre hubiese sido más resuelto y hubiese peleado más duramente para conservar a Diem en el poder.
"Si mi papá hubiera sido más arrogante, no habríamos tenido la Guerra de Vietnam", dice. Incluso antes de Vietnam, su papá se había enfrentado a acertijos morales que lo ponían instintivamente contra los dictados de la geopolítica y el juego de los espías.
En la Europa de posguerra, las agencias de espionaje norteamericanas reclutaron y protegieron a cientos de funcionarios nazis para usarlos como agentes en la nueva Guerra Fría contra el comunismo. Algunos obtuvieron la ciudadanía norteamericana. Y John Richardson era parte de esa operación, aunque periféricamente, escribe su hijo.
En Austria, su padre supervisaba al ex oficial alemán de la SS, Otto von Bolschwing, que había sido transferido desde la estación de la CIA en Alemania. El descubrimiento de Richardson de la implicación de su padre, dice, fue un "momento nauseabundo". Pero el hecho de que su padre haya reclutado aparentemente a uno, no a cientos, de nazis, la ofrece algún consuelo, dice.
Para el laico, los compromisos que se hacen en nombre de los intereses nacionales son inexplicables. Pero ese era el tema de la vida del hombre de la CIA -como descubriría su hijo mientras investigaba para su libro, cuando encontró un alijo de los crípticos apuntes privados de su padre.
"El interés nacional -a sangre fría. Redujimos las pérdidas, pero las escribimos con sangre humana".

"El peor episodio de mi servicio en la CIA", escribió el padre. Y agregó: "¿Por qué no protesté más?" Estaba hablando sobre el golpe contra Diem, escribe su hijo. Su padre no le dio ninguna explicación, y se encontraba entonces frágil de salud. Los apuntes dejaron más misterios.
Y otros hallazgos causaron más dolor.
Un viejo amigo de su papá le dejó leer cartas escritas épocas antes cuando los dos estudiaban en la universidad. Las cartas contenían expresiones de su padre de asombro y reflexión y sentimientos -todas cosas que el hijo siempre añoró de su padre, y que nunca tuvo.
Otros conocían a su padre de modos que sólo podía imaginar. Conocían a un hombre enteramente diferente.
"Yo estaba sobre todo celoso", dice. "Me gustaba que fuera así" -como el hombre de las primeras cartas. "Yo quería a ese tío. Y sin embargo no era un tipo que yo conociera".
Sólo tarde en la vida de su padre pudieron los dos comunicarse más fácilmente. El padre, jubilado y viviendo en Guadalajara, México, parecía complacido de que su hijo se hubiera convertido en escritor y estuviera teniendo algo de éxito.
Sus cartas se hicieron cada vez menos formales, y sonaban menos a cables clasificados. Padre e hijo fueron incluso capaces de hablar sobre lo que los dividía. En un momento, el hijo le envió un fragmento de una primera versión de su libro. El padre respondió: "Sobre el hecho de que yo sea distante y vago. Parte de esto ha sido el resultado de tu fuerte rebelión desde que eras niño", escribe. Y agrega más tarde: "Fuimos a pescar truchas una vez a las montañas Azules de la Arista de Virginia, y ¿recuerdas el viaje que hicimos juntos desde McLean para pescar truchas en Maine?"
A medida que pasaban los años y la salud de su padre empeoraba, el hijo iba y venía frecuentemente entre su casa en el condado de Westchester en Nueva York, donde vive con su esposa y dos hijas, y México. Todavía tenía mucho que saber.
Un día, está sentado en el patio de su padre, conversando entre las buganvillas y los limoneros. Están hablando sobre Vietnam. Y el hijo decide hacerle la gran pregunta: "Le pregunté cómo se sentía con la sangre en sus manos", recuerda Richardson en la entrevista.
En el libro, escribe: "Estoy pensando en general sobre Diem y la guerra. Pero parece herido y asombrado y no responde. Más tarde, mi madre se enfada conmigo. ‘Nunca mató a nadie ni ordenó matar a nadie. Tú lo sabes'".
Pero él no lo sabía. Ni siquiera a fines de 1998, cuando su padre está muriendo y luchando por respirar y el hijo está sentado al borde de la cama. Hay tanto que nunca sabrá.

19 de agosto de 2005
©washington post
©traducción mQh


0 comentarios