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la guerra de amal


[Anthony Shadid] El diario de una niña de Bagdad describe la lucha diaria por sobrevivir en la guerra.
Bagdad, Iraq. En marzo de 2003, la guerra tanto tiempo esperada llegó a Bagdad, y el apartamento de Amal Salman, una inquieta niña que cumpliría 14 esa semana, estaba tranquilo.
Estaba con su madre, Karima, y sus cuatro hermanas, todas ellas reluctantes a dejar la relativa seguridad de su casa, que estaba junto a una transitada calle de cuatro vías en el barrio obrero de Karrada. Su apartamento de tres habitaciones daba a una floja acera de ladrillos y se entraba a través de una abollada y oxidada puerta de acero. Las ratas corrían por debajo de muebles desechados apilados en el corredor; había cables colgando del techo.
Dentro, la monotonía del aislamiento de tiempos de guerra controlaba sus vidas. Por las mañanas compartían un azucarado té con los vecinos, los que, a su vez, compartían rumores febrilmente obtenidos de que el ejército americano había empezado a avanzar cruzando los valles de los ríos Tigris y Eúfrates. Por la noche, al toque de la hora, trataban de captar las señales de las transmisiones en lengua árabe de Radio Monte Carlo, para escuchar lo que consideraban informes imparciales de la guerra -la mera mención de ciudades y pueblos sureños como Umm Qasr, Nasiriya, Basra y Nayaf, provocaban el temor de los que tenían parientes que eran soldados o residentes allá. En silencio, buscaban radios para enterarse de cualquier detalle sobre los combates cerca de Mosul, en el norte, donde su hermano Ali, un tímido y macilento soldado, estaba asignado a una batería anti-aérea.
"Él no tenía miedo", dijo con orgullo Fátima, 16, la mayor de las hermanas de Amal.
Su madre dio a Fátima una mirada de desaprobación. "Por supuesto que tenía miedo", espetó. "Es ansioso. Y nosotras estábamos angustiadas por él. Pero Dios está presente".
A veces, reunidas como esa noche, Amal y sus risueñas hermanas rompieron en un filosófico canto por el presidente Saddam Hussein, revertiendo los lemas que habían oído tan a menudo. Parecía que lo estaban haciendo más por miedo o por hábito que por lealtad. "Que Dios proteja a Saddam", empezaría una de las hermanas. Las otras dirían: "El presidente es el país, y el país es el presidente". Aunque mostraban hostilidad hacia los americanos y la guerra, parecían estar repitiendo lo que habían sido obligadas a decir y creer siempre. Su celo parecía fingido; a veces, simplemente enmascarada confusión. Como a menudo en Iraq, eran espectadores de un drama que ellas no habían provocado.
De ellos, la precoz Amal era el más entusiasta. Todavía torpe, colocaba su cara en sus manos, los hombros hundidos. Su risita adolescente ocultaba una mente de aguda inteligencia y curiosidad. Como muchas niñas de su edad, era miembro de la sección juvenil del Partido Baaz. Más que sus hermanas, dijo lo que esperaba, en el estilo que ella conocía.
"Si un extranjero quiere entrar a Bagdad en paz, lo recibiremos como a un hermano", dijo. "Si un extranjero quiere entrar como enemigo, todas las familias se echarán a las calles a expulsarlos, incluso con piedras. Si no pueden arrojar piedras, arrojarán tierra".
Su madre miraba pensativa, un poco extraviada.

Llorando por Todo lo Valioso
Antes de que empezara la guerra, Amal había empezado a llevar un diario, que guardaba en una gaveta en el apartamento de la familia. Sus pasajes son una historia de la guerra vista a través de los ojos cada vez más maduros de una niña brillante, pero aislada. En días de su diario -unos simple cronología, otros filosóficos- describió las experiencias de su familia en la capital y trató de hacer sentido de su mundo, encaramada entre un inminente fin y un incierto principio.
Pronto se rompió la encuadernación del diario, y su andrajosa cubierta era mantenida en su lugar con papel de diario. Las palabras habían sido garrapateadas por la mano de una niña, la inclinada escritura de su inseguro árabe. A menudo escribía tendida en el suelo, con su pelo negro y trenzado cayendo hacia atrás mientras ella se agachaba sobre el diario, su cabeza a un aliento de las palabras que escribía. Su trabajo era iluminado por luces parpadeantes o -durante los frecuentes apagones- por una lámpara de parafina o una vela barata que despedía humo negro. Su mensaje no era político; durante la guerra, no escribió el nombre de Hussein ni una sola vez. En sus días, define la guerra como el modo más simple, más humano, simplemente como la lucha por la supervivencia. Temía los veredictos arbitrarios e inapelables de la guerra.
Empezó de manera sencilla, con la tradicional invocación religiosa: "En nombre de Dios el misericordioso, el compasivo.
"Mi nombre es Amal. Tengo una familia feliz compuesta por nueve personas: tres hermanos, que son Ali, soldado en Mosul; Mohammed, grabador; y Mahmoud, estudiante. Hay cinco hermanas: Fátima, que ayuda a mi madre en casa; Zainab; Amal; y mis hermanas gemelas, Duaa y Hibba. Estoy muy orgullosa de mi madre porque es una buena persona, que trabaja para alimentarnos porque mi padre murió cuando éramos niñas".
Amal había sido absorbida por las preparaciones de Bagdad antes de que empezara la guerra. Su familia tenía poco dinero. Durante años, su madre había vendido chicles en una estera de lona en la calle y ahora amasaba pan para los vecinos; su padre lisiado, herido seis veces en las guerras de Iraq con Irán y Estados Unidos, había muerto durante el mes santo de Ramadán en 1996, cuando se rompieron los frenos de su coche. Ahora, la inflación de preguerra ponía a prueba su magro presupuesto. Una bandeja de 24 huevos costaba ahora casi tres veces más. Las panaderías habían cerrado, y el pan era caro y escaso. En esos días, visitaban el mercado pero no encontraron demasiado que pudieran comprar. Algunos de sus vecinos más acomodados habían abandonado sus apartamentos en el edificio, buscando seguridad en el campo.
"Estamos usando el agua y tenemos miedo de que la corten, junto con la electricidad. Duaa y Hibba piden a Dios todo el tiempo, que evite la guerra", escribió Amal sobre su hermana gemela menor. "Fátima tiene esperanzas de que no habrá guerra".
"Alabamos a Dios por todo", escribió, "pero me gustaría que no hubiera guerra".
Poco a poco, a medida que se acercaba la invasión, todas las piezas de la vida corriente de Amal empezaron a derrumbarse, una por una. Fue a la escuela con su hermana Zainab, 15, una chica reservada, sólo para encontrar allá a un puñado de niñas. Así que volvieron a casa.
Con su vida tambaleándose, la madre de Amal lloraba a menudo, a veces incontrolablemente. A menudo, al ver sus lágrimas, sus hijas también se echaban a llorar. Ellas buscaban su consuelo, y su debilidad les aterraba. Duaa y Hibba, las dos de 11, leerían el Corán, el libro sagrado de los musulmanes, para tranquilizarse. Amal seguiría agachada sobre su diario, escribiendo.
"Mis ojos lloran por todo lo que es precioso", escribió en un párrafo.
El 20 de marzo, a las 5:34 de la mañana, a oscuras durante otro apagón, escucharon la llegada anticipada de la guerra. Seis buques de guerra norteamericanos en el Golfo Pérsico dispararon 40 misiles de crucero y lanzaron bombas de precisión contra un búnker en las afueras de Bagdad, en el que funcionarios de la inteligencia americana creían que se ocultaba Hussein. Pasó un minuto antes de que las sirenas de alarma de bombardeo aéreo empezaran a ulular, y más tiempo todavía antes de que sonara el staccato del fuego antiaéreo, brincando por el cielo gris antes del amanecer.
"Por favor, Dios, sálvanos. Tenemos tanto miedo", escribió Amal.
Sus pensamientos se volvieron a Ali. "Por favor, Dios", escribió simplemente, "protege a mi hermano".

Dadnos Paz y Seguridad
Para Amal y su familia, la fe no era una cuestión de fanatismo religioso. Ni siquiera era piedad, realmente. Daba cadencia a sus vidas. Como el llamado musulmán a la oración, propagado desde los minaretes cinco veces al día, empezando al amanecer, la religión ordenaba el día. Era clara, ofrecía simplicidad y servía como refugio familiar en tiempos difíciles. En el diario de Amal hay escenas entremezcladas de sus vecinos leyendo el Corán, sus páginas usualmente aprendidas de memorias. Las gemelas a menudo recitaban oraciones -poco más que súplicas para que parara la guerra- y se podían oír oraciones similares en todo el edificio.
"Dios, dadnos paz y seguridad".
Amal escribió a menudo esta frase en las páginas íntimas de su diario.
En televisión, durante la guerra, la familia de Amal y el resto de Bagdad estuvieron sometidos a un montón de canciones patrióticas, imágenes de soldados marchando a paso de ganso y de Hussein disparando al aire. Aunque el poder aéreo americano encontró poca resistencia en la capital, la propaganda continuaba, para pesar de los estrategas americanos de la guerra. Sin embargo, en el diario de Amal, las fanfarronadas eran escasas. Cuando caían las bombas, ella y su familia se acurrucaban en la sucia escalera del edificio en penumbras, con los vecinos que de momento habían dejado sus disputas de lado -las que surgen cuando demasiada gente se ve obligada a compartir un pequeño espacio. La gente intercambiaba rumores, a menudo salvajes especulaciones, que aterrorizaban a la familia de Amal.
"Vino a vernos el vecino", escribió Amal. "Dijo que habían bombardeado el Comando de la Defensa Civil, a sólo veinte minutos de nosotros. Lo volvieron a bombardear a las 10:45, y otra vez, y otra vez. Sintonicé la radio. Los boletines decían que Estados Unidos había bombardeado dos palacios principales en el Tigris, a las 10:50. Yo estaba en el corredor del apartamento con Um Haider y Um Saif, y hablamos sobre la guerra. Luego, a las 11:10, el ataque terminó y mi madre dijo: "Gracias a Dios". Um Haider dijo: "Es sólo por 10 minutos. Volverán a bombardearnos".
En los primeros días de la guerra, la vida eran apagones, sirenas de alarma de bombardeos aéreos, estallidos que sacudían el mal construido edificio, y miedo. "Estoy sentada en el corredor frente al apartamento, junto a mi madre", escribió Amal en una de las peores noches de bombardeos. "Ahora, a las 9:25, las explosiones son cada vez más fuertes". El relato continúa después, su letra menos temblorosa. "Colocas la radio, pero no dicen toda la verdad. Son las 11:35. Fátima piensa que es lo mismo estar muertos que vivos".
A medida que pasaban los días, la familia de Amal se preguntaba una y otra vez cuándo terminarían los bombardeos y cuándo empezarían de nuevo. Pasaban las noches sin dormir, y a medida que se alargaba la guerra, las sirenas de alarma se hacían cada vez más desorientadoras. ¿Esa sirena... marcaba el inicio o el fin del ataque aéreo? Se hacía difícil llevar la cuenta. Afuera, las tormentas de arena, feroces como nunca, envolvían al sol en tintes de rojo, marrón y un macilento amarillo.
"La ira del cielo castiga con el tiempo a la tierra y la gente", escribió Amal.

Por Qué Hay Guerra
La frágil e remendada red del tendido eléctrico de Bagdad no estaba a la altura de la guerra, y cedía día a día. Durante horas a la vez, la casa de Amal quedaría sumida en la oscuridad. A veces, la familia sacaría lámparas y velas, dando al apartamento un suave brillo. La electricidad volvería una y otra vez, creando la apariencia de normalidad.
Sin embargo, el 3 de abril, las luces no volvieron; las sombras se quedaron con la guerra alcanzaba su clímax. "Estamos en la oscuridad, no hay luz y no podemos ver nada, ni siquiera las escaleras junto a la puerta. Nadie ve nada debido a la oscuridad", escribió Amal. "Oh, Dios, ilumina a Iraq con Tu esplendorosa luz".
Al día siguiente, los grifos de la cocina y de los lavabos arrojaron agua durante unos momentos. Siguió una toz, luego un resuello, y las tuberías volvieron a callar.
"Salimos a buscar agua y hallamos que todas los grifos estaban secos", dijo Amal en uno de sus días. "Madre salió a hacer pan a las 3:30 y dijo, Dios, tampoco hay agua".
El apagón marcó un nuevo capítulo en una guerra que sería sorprendentemente breve, al menos para los iraquíes, que creían y temían mucho más de Hussein. Ahora había más que bombardeos a los que hacer frente. En la última semana de la invasión, un ejército extranjero había sitiado Bagdad por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. En su reclusión, la familia de Amal trató de enterarse de su curso a través de sonidos, miradas, fugaces palabras en la radio, todo en secreto. Los vecinos asomaban sus cabezas a través de la estropeada puerta de madera del apartamento, especulando con cualquiera que se quisiera oír sobre lo lejos que habían llegado los soldados norteamericanos -al aeropuerto, al campamento de Rashid, su propio vecindario de Karrada. Abu Saif, un vecino, predijo que los soldados empezarían a lanzarse en paracaídas en la ciudad envuelta en la oscuridad.
"¿Por qué?", escribió Amal, sus preguntas apuntadas en ráfagas. "¿Es la culpa de esos soldados que fueron matados? ¿Por qué está pasando esta guerra?"
Cuando las tropas americanas avanzaron a través del sur de Iraq y se acercaron a las afueras de Bagdad, las explosiones se hicieron más violentas. Un vecino dijo que los estallidos más potentes era bombas de fragmentación. "No sabíamos lo que significaba", escribió Amal.

Que Dios Se Apiade de Nosotros
El 5 de abril, los americanos rompieron las defensas de Bagdad por primera vez. La incursión de 30 tanques Abrams y vehículos de combate Bradley fue breve pero devastadora. Los escombros siguieron ardiendo largo tiempo después del ataque: tanques iraquíes calcinados y carbonizados camiones de soldados yacían desparramados a lo largo de una calle.
Para Amal, la ciudad que se había enfrentado a la guerra desde el aire, tomaba ahora posición para la batalla. Los milicianos del Partido Baaz se multiplicaron dramáticamente, superando a los vecinos en las calles. Miembros de los Fedayines de Saddam, una fuerza militar pobremente adiestrada pero especialmente fanática, se reunieron debajo de los puentes y se mezclaron con grupos de soldados debajo de la copa de las palmas.
Los últimos días fueron los más desoladores en Bagdad, a medida que las tropas americanas marchaban sobre los suburbios de la ciudad. Como es su tradición, desplegaron una fuerza abrumadora, a menudo obliterando la distinción entre vehículos civiles y militares cuando se hacían camino. Los hospitales se desbordaron de heridos, y las salas de emergencia estaban llenas de moscas y el hedor de sangre, suciedad y desinfectantes. En un hospital, los refrigeradores en la morgue estaban estropeados, y los cuerpos se apilaban unos sobre otros, corrompiéndose en el calor.
"Oímos el sonido de armas de fuego, muy cerca del edificio", escribió Amal. "Vino Um Mohamed a decirnos que los americanos estaban aterrizando en Bagdad".
El 7 de abril, dos días después de la primera incursión americana en la capital, los soldados estadounidenses habían entrado hasta el corazón mismo de la ciudad, capturando el Palacio Republicano. La batalla no había terminado, pero las calles que habían asumido tan rápidamente un porte marcial, también perdieron rápidamente el espíritu de lucha. El temor que mantenía la disciplina empezó a desvanecerse mientras se acercaba el fin del gobierno, su alcance reduciéndose después de un largo período en el poder.
Había escenas dispersas de una burocracia todavía funcionando, especialmente los buses rojos que todavía, fantasmagóricamente, hacían sus trayectos. Pero las vistas más comunes eran de una ciudad derrumbándose. Las posiciones protegidas por sacos de arena que salpicaban los puentes y cruces de la ciudad fueron abandonadas, dejando atrás los lemas de "Muerte por el Martirio", irónicamente desmentidos. En un estado policial que se desintegraba rápidamente, no se veía policías en ninguna parte. Las señalizaciones de la carretera que antes dirigían el tráfico hacia Mosul en el norte, donde estaba asignado Alí, estaban derrumbadas a lo largo del bandejón. Incluso antes de que cayera, Bagdad parecía conquistada.
"Los aviones volaron sobre nuestro edificio", escribió Amal el 17 de abril. "Cada vez que pasaban, repetimos: ‘¡Dios es grande!' Tenemos miedo y estamos tensos. Es oscuro, el cielo está cubierto de humo. Que Dios se apiade de nosotros".
En la casa de Amal, la guerra urbana sólo sembraba confusión. Nadie conocía la situación precisa de la ciudad. La familia escuchaba la BBC, que informó sobre la caída del Palacio Republicano a manos americanas. Luego sintonizaron la radio iraquí, cuyos anuncios suplicaban a los iraquíes unirse a los militares: "Levántate contra la opresión y la tiranía. Desenvaina la espada de la justicia frente a la falsedad".
"¿Qué va a pasar ahora?", escribió Amal. "No lo sabemos".
Las horas que siguieron se llenaron de escenas que nunca había visto antes: Abu Saif les contó sobre los cuerpos quemados que cubrían el puente. Amal oyó el estruendo de los tanques americanos avanzando pesadamente cerca de su casa. Su hermana vio un helicóptero americano en la distancia. La noche del 8 de abril, sus anotaciones fueron breves, en rápida sucesión. Los aviones sobrevolaron su edificio, las explosiones hicieron sacudir su apartamento y se oían tiroteos en la calle. Cuando se acercaba la medianoche, se abrieron las nubes y goteó brevemente. El agua bailaba en el enervado paisaje de marrones, entre el humo de la guerra y el fuego.
De momento, fugazmente, lavó Bagdad.
Al día siguiente, una asoleada mañana de abril, Amal despertó con las noticias en la radio de un vecino. Su diario de ese día fue más corto que la mayoría de los demás. Terminaba con unas pocas palabras.
"Y así", escribió, "Bagdad cayó en manos de los americanos".

5 de septiembre de 2005
©washington post
©traducción mQh

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