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una familia destrozada


[Ellen Knickmeyer] Un clan iraquí busca a los vivos mientras entierra a sus muertos tras atentado suicida.
Bagdad, Iraq. La búsqueda de uno de los jóvenes desaparecidos de la familia Rahim terminó en un camión frigorífico en el estacionamiento de un hospital.
"¡Está muerto! ¡Está muerto!", gritó una tía de Saif Kadhum Rahim, 19, golpeándose con las palmas abiertas en la cara al ver a su sobrino. Sus piernas desnudas y carbonizadas emergían de debajo de un sudario blanco en la parte de atrás del camión.

"¡Mi hermano! ¡Mi hermano!", dijo uno de los hermanos menores de Saif, inclinando su cabeza hacia atrás y cogiéndole del pelo. Casi sin pausas, los hombres de la familia se agruparon en torno al aturdido muchacho y trasladaron el cuerpo de Saif desde el camión de acero a un ataúd de madera, luego colocaron el ataúd en una furgoneta para hacer su último viaje.
El caos se instaló todo el día en la capital iraquí, estallando a través de la delgada superficie de lo que pasa como rutina. Familias y ambulancias corrían para encontrar a sus familiares y ayudar a los sobrevivientes, incluso mientras nuevos estallidos enviaban nuevas olas de frenéticas búsquedas en medio del caos. Torres de humo negro se elevaban en el cielo mientras la policía alejaba a los coches de los hospitales, por temor a atentados secundarios que podrían atacar a los centros médicos que trataban a las víctimas de los primeros atentados.
Miembros de la milicia del clérigo chií Moqtada Sáder y agentes de policía iraquí corrían en furgonetas, yendo y viviendo por las carreteras de la ciudad y a través de los barrios pobres de mayoría chií. Agitaba pistolas y rifles de asalto AK-47, apuntando a nada. "¡Explosiones! ¡Explosiones!" gritó un miliciano chií, golpeando el techo de metal del coche para que se devolviera del sitio de uno de los estallidos.
En su furgoneta, los hombres de la familia Rahim cruzaron a toda prisa la ciudad, corriendo para recuperar el cuerpo de Saif y llevarlo a casa, y buscar a Haider, su primo de 17, que estaba desaparecido y presuntamente muerto, y cuidar de otro primo de 24 que yacía herido en un hospital.
Los tres fueron víctimas de un atentado suicida en el barrio de Kadhimiyah de Bagdad, el primero de 10 atentados con bomba y otros ataques durante el día. Estaban con varios otros familiares -algunos sentados en el taxi minibús de Saif, otros tomando té en una cabina en la acera- cuando un atacante kamikaze se hizo volar con su Volkswagen de cuatro puertas cargado de explosivos.
Murieron al menos 112 personas, la mayoría de ellos jornaleros del barrio chií que se habían reunido en una rotonda de tráfico esperando trabajo. Los sobrevivientes dijeron que el terrorista llamó a los hombres ofreciéndoles trabajo antes de detonar su carga explosiva. Hussein Ali, otro primero de la extensa familia Rahim, dijo que los trabajadores, pobres, fueron atacados simplemente "porque eran chiíes".
Al Qaeda en Iraq, el grupo insurgente dirigido por el jordano Abu Musab Zarqawi, emitió una declaración elogiando los atentados. El grupo, dominado por extremistas musulmanes sunníes extranjeros como Zarqawi, es apoyado en gran parte por sunníes iraquíes resentidos con el nuevo dominio político del país en manos de la mayoría chií.
Los insurgentes sunníes llevan "el odio contra nosotros", dijo Ali. "Esta es una guerra contra los chiíes".
Este mes hace un año los rebeldes mataron a balazos al padre de Saif, 50, en una calle de un barrio chií de Bagdad, dijo su familia. Uno de los tíos de Saif murió el mismo día, hace cuatro meses, dijeron.
Saif heredó el taxi minibús de su padre y la responsabilidad por su madre, seis hermanas y dos hermanos menores, dijo la familia. El miércoles la familia repartió una foto de Saif parado junto al minibús negro, sacando un pie descalzo de su sandalia -un incierto sostén de la familia.
Saif ganaba 7 dólares al día llevando y trayendo a los jornaleros hacia y desde sus trabajos. El miércoles uno de sus primos, alertado por una llamada de la familia de que había habido un atentado en la rotonda donde trabajaba Saif, se apresuró hacia el lugar de los hechos. Dijo que encontró a Saif muerto, todavía dentro del minibús. Llevó el cuerpo al hospital, donde fue colocado en el camión frigorífico mientras la familia procuraba un ataúd.
Después de retirar el cuerpo de Saif y de llevarlo a casa, los hombres de la familia se reunieron en silencio, tocándose preocupados sus barbas debajo de las fotos enmarcadas de miembros de la familia matados por los insurgentes. Colgando de las paredes de concreto con una delgada capa de pintura, debajo de arañas rotas, había carteles con retratos del venerado fundador del islam chií, acunando niños o blandiendo una espada.
Los hombres esperaron que otros terminaran de buscar el cuerpo de Haider, el primo desaparecido, en las morgues de la ciudad, de modo que la familia pudiera llevarlos, a él y Saif, a la ciudad santa chií de Nayaf para ser sepultado. De acuerdo a la tradición musulmana, Saif sería enterrado el mismo día que fue asesinado, su cuerpo encaminándose a su sepultura menos de seis horas después de que cruzara por última vez la puerta principal de su casa.
"En otro país, si las cosas estuvieran tan revueltas, todo el mundo lo estaría comentando", dijo Ali, 27, sobre la muerte de Saif mientras esperaba. "Aquí mueren tantos y a nadie le preocupa".
Uno de los tíos de Saif, Falih Kehait, llamó a un niño de 8 y lo besó levemente. El niño había brincado fuera del minibús justo antes de que explotara.
En otro cuarto, lejos de los hombres, se lamentaban las seis hermanas de Saif. Arrodilladas y apoyadas por otras mujeres, las hermanas se cogían del pelo, lloraban con la boca abierta y se bajaban sus pañuelos negros para abofetearse en la cara hasta que las tenían rojas. Las niñas, una de ellas con una abaya del Ratón Mickey y otras en pijama, miraban con los ojos abiertos las paredes del cuarto de atrás.
Interrogadas sobre quién cuidaría ahora de los ocho hermanos y hermanas de Rahim, Ali dijo: "Dios se ocupará de ellos".
En un pasillo, una vecina, Fátima Yassim, habló suavemente: "Lo que estáis viendo ahora no es nada en comparación con la tragedia que ha pasado".
"Pero, ¿qué haremos?", preguntó, con las manos en los hombros de una niña con un lazo en su pelo castaño. "¿Vamos a dejar a nuestras hijas en casa, sin ir a la escuela? Tenemos miedo incluso de que nuestros hijos vayan a trabajar".
Los rebeldes "quieren que nuestra gente se maten unos a otros", concluyó. "Pero somos musulmanes. Tenemos una sola religión. Queremos mucho a los sunníes".
En el cuarto junto a la calle, los hombres dudaban entre devolver el cuerpo de Saif a la morgue y reanudar la búsqueda de Haider, o llevar sólo a Saif a Nayaf para su sepultura. Kehait, el tío, finalmente decidió que él y otros tres harían el viaje hacia Nayaf y confiarían a los milicianos y policías la protección de las familias chiíes que estarían encaminándose hacia la ciudad santa.
"Sólo nosotros cuatro", ordenó. "Si nos atacan, sólo moriremos nosotros".
Una niña de 6 o 7, pariente de Saif, miraba en silencio mientras los hombres envolvían su ataúd en una manta de terciopelo rosada y lo ataban al techo de un coche. Su barbilla temblaba incontrolablemente.
Ninguna mujer, ordenó un hombre de la familia. Mientras hablaba nuevos sollozos señalaron que la madre de Saif salía de la intimidad del duelo de su casa. Sostenida por otras mujeres, la mujer dos veces tocada por la muerte, se desplomó, arrojando la tierra de la calle sobre su cara.
Los hombres que llevaban el ataúd pararon, ocultaron sus caras con sus manos y lloraron.
Ninguna mujer, insistió nuevamente un tío, dando la espalda a las hermanas mientras el minibús se calentaba. Las mujeres salieron de la casa. El tío cedió el paso, y la madre de Saif se subió al taxi y se hizo un hueco para el viaje hacia Nayaf.

15 de septiembre de 2005
©washington post
©traducción mQh


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