Blogia
mQh

tumba de ceausescu


[Kevin Sullivan] Una era política que aún es superada.
Bucarest, Rumania. Son las nueve de la mañana y todos los claveles del dictador están congelados, como sus restos debajo.
Las flores rojas, marchitas por un entumecedor viento invernal, agrega color a la fresca corona perenne en la tumba de Nicolae Ceausescu, que gobernó Rumania desde 1965 hasta 1989, cuando la gente, hastiada de su gobierno estalinista, finalmente lo derrocó. Fue ejecutado en Navidad por un pelotón de fusilamiento.
Un Range Rover verde bosque se desliza por el camino del cementerio y se detiene. Una pareja de flacos perros ladran cuando el sistema hidráulico del enorme SUV hace bajar el chasis, silenciosa y fluidamente -una visión sobrenatural en un país donde mucha gente todavía viaja en carros tirados por caballos.
Viorel Popa, 52, y su madre, Maria Flucsa, 73, salen de su lujoso capullo, pisan la nieve y encienden una vela en la tumba de los padres de Flucsa, a unos metros de Ceausescu.
"Es una blasfemia y no es de cristianos", dice Flucsa, mirando la tumba de Ceausescu. Dice que está enfadada de que haya sido ejecutado tan rápidamente, sin un juicio correcto, y luego arrojado a una fosa común en este cementerio público. Está furiosa por los rumores de que fue enterrado, como un insulto final, con sus pies hacia su lápida.
Flucsa dice que Ceausescu cometió errores, pero que era un "patriota" y un buen hombre; lo sabe porque trabajó para él durante 15 años como ministro de la industria ligera.
La tumba de Ceausescu, rodeada por una baja verja de hierro, está metida en medio de un pasillo de concreto en el Cementerio Civil de Ghencea. Parece haber sido dejado ahí en el suelo casi como una idea a último minuto, con apenas un poco más de respeto del que se tiene por una colilla de cigarrillo. Reposa junto al lote mucho más grandioso de la familia Dumitru, gente normal que nunca gobernó el país pero que a los que se les permitió disfrutar juntos del reposo eterno.
Pero no a Ceausescu y su mujer, Elena, que está enterrada a unos 50 metros más allá en una tumba cubierta de nieve marcada por una oxidada cruz de hierro. Su lote en el cementerio, un extenso recinto amurallado entre los enormes complejos de edificios de apartamentos de estilo soviético en las afueras de la capital, es tan pobre y mediocre como la de su marido. Una lápida cubierta de polvo lleva las palabras: "Respeto y Poder".
Está decorada con un par de coronas, unas pocas flores de seda y los cerosos restos de velas quemadas en su memoria. Pero en la tumba de su marido hay mucho menos. Aunque Nicolae Ceausescu se hizo infame por su brutal policía secreta y por arrasar las aldeas que no le gustaban, muchos rumanos dicen que era una presencia benóvola en comparación con la feroz Elena, que fue ejecutada junto con él.
La mayoría de los rumanos recuerda el gobierno de Ceausescu como una época de desesperante pobreza, de dominio soviético y de alejamiento de Occidente. Recuerdan con lacerante pesar cómo derrumbó la mitad de encantador centro de Bucarest para hacer lugar para gigantescos edificios de oficinas levantados por trabajadores que apenas tenían lo suficiente para comer.
Pero Flucsa dice que la gente deja flores para Ceausescy debido a que lo recuerdan como un líder que creaba empleo y apoyaba la educación e industria rumanas. A medida que el país lucha para completar la transición de una economía dominada por el estado a un mercado libre y democrático, hay una cierta nostalgia por los viejos días, especialmente entre los que eran cercanos al dictador. Sólo los más fanáticos creen que las cosas eran mejor durante Ceausescu, y aquí es donde vienen a recordar las cosas a su modo.
Mihai Chitu está parado frente a la tumba de Ceausescu con las manos en los hombros de su sobrino de seis años, Andrei, diciéndole que Ceausescu fue un hombre importante. Empieza a sollozar cuando habla sobre el futuro del niño, que dice que habría sido brillante con Ceausescu.
"Habría vivido una vida mejor", dice Chitu, limpiándose las lágrimas de sus mejillas curtidas por el viento.
A las 10:30, una mujer fornida como oso y envuelta en un grueso abrigo marrón y un pañuelo de cabeza, se acerca arrastrando su bastón. Maria Kirciu, 84, saca cerillas de su bolsa de compras de plástico, enciende una larga y delgada vela, y luego la usa para encender las velas que han dejado otros en la tumba de Ceausescu. Acerca la mecha con la cabeza inclinada reverentemente.
Kirciu dice que viene aquí todas las semanas a visitar las tumbas de sus dos hijos, y luego la de Ceausescu. Sus ojos, nublados por la edad, se encienden cuando recuerda haberse encontrado con el presidente en un almuerzo en el que él "sirvió sopa a todo el mundo". Entonces ella era más joven, más sana y más feliz.
Su momentánea alegría se esfuma rápidamente. "Debería estar en un mejor lugar", dice. "Mire mis ojos. Todos lloramos por él".
A sus pies yace una era enterrada y congelada, pero no olvidada completamente. En el enorme arco de la entrada del cementerio, los trabajadores jalan de las cuerdas para empezar a tocar las campanas de las once de la mañana. Son las 11 y 7 minutos.

1 de febrero de 2006
©washington post
©traducción mQh
rss

0 comentarios