el ladrón de bicicletas
[Bruce Wallace] Los agentes de policía de Tokio llegan a extremos, lo que es a la vez reconfortante e inquietante para un periodista que no le pone el candado a su bici.
Tokio, Japón. Esta historia empieza con un delito.
En circunstancias normales, no hay ninguna razón por la que alguien quiera robar mi bici. Es un modelo básico común y corriente de 150 dólares. Era la bicicleta más grande en los grandes almacenes japoneses donde la compré y todavía es demasiado pequeña para mí. La cadena rechina a cada vuelta, aunque eso puede tener que ver más con el hecho de que la dejo en la lluvia y ahora la bici está cubierta de óxido.
Tiene un timbre, pero no un foco tal como exige la ley japonesa, y es, como se verá, un delito menor que la policía japonesa prefiere implementar.
Pero el tipo que se robó mi bicicleta frente a una estación de trenes de Tokio un sábado noche hace poco no andaba buscando nada elegante. Estaba borracho -era día de paga y se había excedido en la celebración. Se había quedado dormido y lo habían bajado del último tren de la noche en la última estación de esa línea. Era un delito por necesidad: Robar la bici, o caminar.
Mi bicicleta estaba disponible porque nunca le puse un candado. Ni siquiera cuando la dejo por la noche frente a una ajetreada estación de trenes.
Este es Japón. Nadie te roba tus cosas aquí. El lugar más seguro del mundo desarrollado. Puedes corroborarlo en las guías turísticas.
Por supuesto, es un estereotipo bobo. La tasa de criminalidad de Tokio puede ser mucho más baja que en Los Angeles, pero eso no quiere decir que esté libre de delincuentes de poca monta (o ladrones, asesinos y mafiosos). Pero quédate aquí por un tiempo, y empezarás a acumular experiencias anecdóticas para alimentar el agrado. He sido seguido por gente que quería devolverme la moneda que se había caído de mi bolsillo. Una vez olvidé mi celular en el parque, volví a la mañana siguiente, y lo encontré en la banca donde lo había dejado.
Después de mudarme de Tokio a Londres, donde tu celular no está seguro ni siquiera en tu propio bolsillo, eso lo encontré asombroso. Después de vivir en un tiempo en una sociedad de baja criminalidad, los viejos hábitos cambian. Podía dejar mi maleta despreocupadamente en un tren, por ejemplo. Y dejé de ponerle el candado a mi bici.
La dejaba sin candado frente a tiendas y restaurantes, enrollado inútilmente debajo del sillín. La dejaba toda la noche en el jardín, sin cadena. Durante unas vacaciones de verano, dejé sin candado, en el jardín, las cuatro bicicletas mi familia durante tres semanas.
Así que me sentí más intrigado que enfadado cuando volví esa mañana del domingo a recoger mi bici y no la encontré.
En serio. Yo estaba tan sorprendido que pensé que los siempre eficientes cuidadores de bicicletas de Tokio podían haberla incautado por no estar aparcada en un aparcadero de bicis. Tokio está inundado de bicis, y pese a las largas hileras de aparcaderos en todas las estaciones, nunca hay suficiente espacio.
Un día después, todavía estaba pensando en visitar el parque de bicis incautadas cuando me llamó, a mi casa, un agente de la comisaría de la Policía Metropolitana de Tokio.
El agente Shinya Yoshioka había recuperado la bici y capturado al ladrón.
El agente Yoshioka trabaja en una pequeña avanzada de dos cuartos llamado koban, una presencia normal en los barrios con policía de Japón. Esas subestaciones están repartidas por todos los barrios japoneses, como una manera de que la policía controle las idas y venidas y, al menos en teoría, intervenga rápidamente en un crimen o un accidente.
En mi experiencia, los koban son apenas algo más que glorificadas cabinas de información donde la gente entra a pedir direcciones. Lo más común en un koban es ver a un agente uniformado agachado sobre un mapa en su escritorio, trazando una ruta con su dedo ante un confundido ciudadano.
Pero fue desde su koban en Suginami Ward, a unos cinco kilómetros de mi casa que Yoshioka divisó al ladrón de bicicletas. Era pasada la medianoche, y los polis estaban controlando las conductas sospechosas. Suginami es un barrio con un gran riesgo de robo, me dice Yoshioka más tarde (otro golpe al estereotipo), uno de los peores de Tokio.
El tipo que se robó mi bici estaba obviamente muy borracho, lo que es en sí mismo un delito, explica Yoshioka. La enorme mochila a su espalda también llamaba la atención: Podría llevar herramientas para entrar a robar en casas.
Y la bici no tenía luz.
Así que Yoshioka lo hizo parar.
Increíblemente, el ladrón paró. Esto lo dice todo sobre el respeto hacia la autoridad de los japoneses. Los polis estaban a pie. El ladrón en una bici. Los polis japoneses no pueden portar armas. Colocas a un ladrón de bicis angeleño en la misma situación y seguro que sigue pedaleando. Subiría la velocidad. Quizá hasta se riera.
Tras decidir que no llevaba nada parecido a una palanqueta para abrir una ventana o puerta, los polis examinaron la bici. ¿Dónde la compró? El ladrón intentó terminar con sus sospechas.
"La compré", dijo. "Por treinta dólares".
Error. Demasiados detalles. Nadie vende una bicicleta por treinta dólares, le dijeron los polis. Se lo llevaron a la comisaría para interrogarlo y cuarenta minutos más tarde había confesado.
Bonito trabajo, le digo a Yoshioka cuando me cuenta la historia. Pero ¿qué habrías hecho si no hubiera parado?
"Lo habríamos perseguido con nuestras bicis oficiales", dice. Apunta hacia una chancha destartalada con una cesta en la parte de atrás.
"¿Corre?", pregunto.
"Oh, no puede competir con la suya", dice. "Pero haríamos todo lo posible".
Yoshioka supo que la bici era robada tan pronto como controló el número de inscripción en la pequeña pegatina amarilla que se estampa en todos los marcos de bici en Japón. Una llamada al centro de información y Yoshika supo que yo era el dueño de la bici, sabía dónde vivía y, por alguna razón, sabía mi edad.
Me llamó a casa. ¿Cuándo pasaría a recogerla?
Yoshioka quería devolver la bici personalmente. Yo habría tenido que dar más detalles, tales como indicar en un plano el lugar preciso donde me robaron la bici (para cerciorarse de que coincide con la versión del ladrón). Fijar una hora que nos conviniese a los dos tomó algo de trabajo, y fue negociada en varias llamadas entre Hisako Ueno, un periodista del Times y un intérprete.
Cuando la mañana del día indicado se echó a llover, Yoshioka llamó para proponer otra fecha hasta que pasara el mal tiempo.
Esta bici robada le quita un montón de tiempo a la policía, le dije a Hisako. ¿No es extraño?
De ningún modo, dijo Hisako. Me habló sobre cuando denunció el robo de su bicicleta a la policía. Cuando varios días después llamó para decirme que la había encontrado abandonada cerca de una estación de trenes, le dijeron que la dejara donde estaba, pues el ladrón podría volver por ella.
Dos detectives vigilaron su bici durante seis horas. El ladrón no apareció nunca.
Cuando llego finalmente a la comisaría, Yoshioka no está allí. Está de guardia en el koban, así que en lugar de él, me introducen a Nobuo Taguchi, el jefe de la comisaría regional, que se ocupará de los papeleos necesarios para recuperar mi bici.
Taguchi nos empuja a Hisako y yo a una pequeña habitación sin ventanas. Deja caer sobre la mesa u archivo con los papeles del caso. Desliza hacia mí dos fotografías Polaroid.
Muestran al ladrón parado tímidamente frente a la estación de trenes. En las dos tomas, aparece indicando una cadena en la valla. Es una práctica habitual de la policía japonesa que los sospechosos sean llevados al lugar donde cometieron el crimen para que confiese sus fechorías. "Ahí es donde se llevó la bici", dice Taguchi.
Reconozco el lugar. No es dónde yo aparqué la mía.
Bastante cerca, le digo a Taguchi.
Estaba muy ebrio, dice Taguchi.
Los polis tomaron al ladrón las huellas dactilares y le hicieron una instantánea. Pero como yo no había denunciado que mi bici había sido robada, la policía decidió dejarlo marcharse con una reprimenda.
No es que a mí me hubiera gustado ver en la cárcel a este papá de 23 años con dos hijos. "Era un buen padre", dice Taguchi. "Todavía no ha abierto el sobre con su paga de la semana. Lo llevaba a casa para entregárselo a su mujer".
Firmo un documento declarando que la bici me ha sido devuelta "sin mayores daños" y reconociendo que el ladrón "se arrepentía de lo que había hecho". Miro el papel. Está en japonés, pero puedo ver que la policía ha tasado mi propiedad en menos de cincuenta dólares. Por un momento, me siento insultado.
Pero Taguchi parece complacido de que haya venido a reclamar la bici. Saca mi humilde bici de la bodega y me la entrega como un padre orgulloso a un hijo en Navidad. Le muestro el candado enrollado debajo del sillín y nos reímos. Taguchi inclina la cabeza cuando salgo.
Todavía quiero agradecer a la agente Yoshioka por atrapar al ladrón y por sus llamadas para arreglar la entrega de la bici. Así que con Hisako llevo la bici hasta su koban, a un kilómetro y medio de distancia.
Lo elogio por su buen trabajo. Repito la degradante frase sobre que soy demasiado holgazán como para dedicar tres segundos a ponerle el candado a la bici.
El agente insinúa la más leve de las sonrisas. De ahora en adelante, le pondré candado, le prometo rápidamente.
"Por favor", dice.
Nos decimos adiós y me monto en la bici para volver a casa. Me apachurro mucho más de lo habitual.
Pero el tipo no estaba suficientemente borracho como para no ajustar el sillín, refunfuño.
Lo vuelvo a levantar hasta el tope y empiezo a pedalear. Oigo el familiar quejido de la cadena oxidada. Acelero.
Está obscureciendo. Y todavía no tengo foco.
En circunstancias normales, no hay ninguna razón por la que alguien quiera robar mi bici. Es un modelo básico común y corriente de 150 dólares. Era la bicicleta más grande en los grandes almacenes japoneses donde la compré y todavía es demasiado pequeña para mí. La cadena rechina a cada vuelta, aunque eso puede tener que ver más con el hecho de que la dejo en la lluvia y ahora la bici está cubierta de óxido.
Tiene un timbre, pero no un foco tal como exige la ley japonesa, y es, como se verá, un delito menor que la policía japonesa prefiere implementar.
Pero el tipo que se robó mi bicicleta frente a una estación de trenes de Tokio un sábado noche hace poco no andaba buscando nada elegante. Estaba borracho -era día de paga y se había excedido en la celebración. Se había quedado dormido y lo habían bajado del último tren de la noche en la última estación de esa línea. Era un delito por necesidad: Robar la bici, o caminar.
Mi bicicleta estaba disponible porque nunca le puse un candado. Ni siquiera cuando la dejo por la noche frente a una ajetreada estación de trenes.
Este es Japón. Nadie te roba tus cosas aquí. El lugar más seguro del mundo desarrollado. Puedes corroborarlo en las guías turísticas.
Por supuesto, es un estereotipo bobo. La tasa de criminalidad de Tokio puede ser mucho más baja que en Los Angeles, pero eso no quiere decir que esté libre de delincuentes de poca monta (o ladrones, asesinos y mafiosos). Pero quédate aquí por un tiempo, y empezarás a acumular experiencias anecdóticas para alimentar el agrado. He sido seguido por gente que quería devolverme la moneda que se había caído de mi bolsillo. Una vez olvidé mi celular en el parque, volví a la mañana siguiente, y lo encontré en la banca donde lo había dejado.
Después de mudarme de Tokio a Londres, donde tu celular no está seguro ni siquiera en tu propio bolsillo, eso lo encontré asombroso. Después de vivir en un tiempo en una sociedad de baja criminalidad, los viejos hábitos cambian. Podía dejar mi maleta despreocupadamente en un tren, por ejemplo. Y dejé de ponerle el candado a mi bici.
La dejaba sin candado frente a tiendas y restaurantes, enrollado inútilmente debajo del sillín. La dejaba toda la noche en el jardín, sin cadena. Durante unas vacaciones de verano, dejé sin candado, en el jardín, las cuatro bicicletas mi familia durante tres semanas.
Así que me sentí más intrigado que enfadado cuando volví esa mañana del domingo a recoger mi bici y no la encontré.
En serio. Yo estaba tan sorprendido que pensé que los siempre eficientes cuidadores de bicicletas de Tokio podían haberla incautado por no estar aparcada en un aparcadero de bicis. Tokio está inundado de bicis, y pese a las largas hileras de aparcaderos en todas las estaciones, nunca hay suficiente espacio.
Un día después, todavía estaba pensando en visitar el parque de bicis incautadas cuando me llamó, a mi casa, un agente de la comisaría de la Policía Metropolitana de Tokio.
El agente Shinya Yoshioka había recuperado la bici y capturado al ladrón.
El agente Yoshioka trabaja en una pequeña avanzada de dos cuartos llamado koban, una presencia normal en los barrios con policía de Japón. Esas subestaciones están repartidas por todos los barrios japoneses, como una manera de que la policía controle las idas y venidas y, al menos en teoría, intervenga rápidamente en un crimen o un accidente.
En mi experiencia, los koban son apenas algo más que glorificadas cabinas de información donde la gente entra a pedir direcciones. Lo más común en un koban es ver a un agente uniformado agachado sobre un mapa en su escritorio, trazando una ruta con su dedo ante un confundido ciudadano.
Pero fue desde su koban en Suginami Ward, a unos cinco kilómetros de mi casa que Yoshioka divisó al ladrón de bicicletas. Era pasada la medianoche, y los polis estaban controlando las conductas sospechosas. Suginami es un barrio con un gran riesgo de robo, me dice Yoshioka más tarde (otro golpe al estereotipo), uno de los peores de Tokio.
El tipo que se robó mi bici estaba obviamente muy borracho, lo que es en sí mismo un delito, explica Yoshioka. La enorme mochila a su espalda también llamaba la atención: Podría llevar herramientas para entrar a robar en casas.
Y la bici no tenía luz.
Así que Yoshioka lo hizo parar.
Increíblemente, el ladrón paró. Esto lo dice todo sobre el respeto hacia la autoridad de los japoneses. Los polis estaban a pie. El ladrón en una bici. Los polis japoneses no pueden portar armas. Colocas a un ladrón de bicis angeleño en la misma situación y seguro que sigue pedaleando. Subiría la velocidad. Quizá hasta se riera.
Tras decidir que no llevaba nada parecido a una palanqueta para abrir una ventana o puerta, los polis examinaron la bici. ¿Dónde la compró? El ladrón intentó terminar con sus sospechas.
"La compré", dijo. "Por treinta dólares".
Error. Demasiados detalles. Nadie vende una bicicleta por treinta dólares, le dijeron los polis. Se lo llevaron a la comisaría para interrogarlo y cuarenta minutos más tarde había confesado.
Bonito trabajo, le digo a Yoshioka cuando me cuenta la historia. Pero ¿qué habrías hecho si no hubiera parado?
"Lo habríamos perseguido con nuestras bicis oficiales", dice. Apunta hacia una chancha destartalada con una cesta en la parte de atrás.
"¿Corre?", pregunto.
"Oh, no puede competir con la suya", dice. "Pero haríamos todo lo posible".
Yoshioka supo que la bici era robada tan pronto como controló el número de inscripción en la pequeña pegatina amarilla que se estampa en todos los marcos de bici en Japón. Una llamada al centro de información y Yoshika supo que yo era el dueño de la bici, sabía dónde vivía y, por alguna razón, sabía mi edad.
Me llamó a casa. ¿Cuándo pasaría a recogerla?
Yoshioka quería devolver la bici personalmente. Yo habría tenido que dar más detalles, tales como indicar en un plano el lugar preciso donde me robaron la bici (para cerciorarse de que coincide con la versión del ladrón). Fijar una hora que nos conviniese a los dos tomó algo de trabajo, y fue negociada en varias llamadas entre Hisako Ueno, un periodista del Times y un intérprete.
Cuando la mañana del día indicado se echó a llover, Yoshioka llamó para proponer otra fecha hasta que pasara el mal tiempo.
Esta bici robada le quita un montón de tiempo a la policía, le dije a Hisako. ¿No es extraño?
De ningún modo, dijo Hisako. Me habló sobre cuando denunció el robo de su bicicleta a la policía. Cuando varios días después llamó para decirme que la había encontrado abandonada cerca de una estación de trenes, le dijeron que la dejara donde estaba, pues el ladrón podría volver por ella.
Dos detectives vigilaron su bici durante seis horas. El ladrón no apareció nunca.
Cuando llego finalmente a la comisaría, Yoshioka no está allí. Está de guardia en el koban, así que en lugar de él, me introducen a Nobuo Taguchi, el jefe de la comisaría regional, que se ocupará de los papeleos necesarios para recuperar mi bici.
Taguchi nos empuja a Hisako y yo a una pequeña habitación sin ventanas. Deja caer sobre la mesa u archivo con los papeles del caso. Desliza hacia mí dos fotografías Polaroid.
Muestran al ladrón parado tímidamente frente a la estación de trenes. En las dos tomas, aparece indicando una cadena en la valla. Es una práctica habitual de la policía japonesa que los sospechosos sean llevados al lugar donde cometieron el crimen para que confiese sus fechorías. "Ahí es donde se llevó la bici", dice Taguchi.
Reconozco el lugar. No es dónde yo aparqué la mía.
Bastante cerca, le digo a Taguchi.
Estaba muy ebrio, dice Taguchi.
Los polis tomaron al ladrón las huellas dactilares y le hicieron una instantánea. Pero como yo no había denunciado que mi bici había sido robada, la policía decidió dejarlo marcharse con una reprimenda.
No es que a mí me hubiera gustado ver en la cárcel a este papá de 23 años con dos hijos. "Era un buen padre", dice Taguchi. "Todavía no ha abierto el sobre con su paga de la semana. Lo llevaba a casa para entregárselo a su mujer".
Firmo un documento declarando que la bici me ha sido devuelta "sin mayores daños" y reconociendo que el ladrón "se arrepentía de lo que había hecho". Miro el papel. Está en japonés, pero puedo ver que la policía ha tasado mi propiedad en menos de cincuenta dólares. Por un momento, me siento insultado.
Pero Taguchi parece complacido de que haya venido a reclamar la bici. Saca mi humilde bici de la bodega y me la entrega como un padre orgulloso a un hijo en Navidad. Le muestro el candado enrollado debajo del sillín y nos reímos. Taguchi inclina la cabeza cuando salgo.
Todavía quiero agradecer a la agente Yoshioka por atrapar al ladrón y por sus llamadas para arreglar la entrega de la bici. Así que con Hisako llevo la bici hasta su koban, a un kilómetro y medio de distancia.
Lo elogio por su buen trabajo. Repito la degradante frase sobre que soy demasiado holgazán como para dedicar tres segundos a ponerle el candado a la bici.
El agente insinúa la más leve de las sonrisas. De ahora en adelante, le pondré candado, le prometo rápidamente.
"Por favor", dice.
Nos decimos adiós y me monto en la bici para volver a casa. Me apachurro mucho más de lo habitual.
Pero el tipo no estaba suficientemente borracho como para no ajustar el sillín, refunfuño.
Lo vuelvo a levantar hasta el tope y empiezo a pedalear. Oigo el familiar quejido de la cadena oxidada. Acelero.
Está obscureciendo. Y todavía no tengo foco.
Hisako Ueno contribuyó a la recuperación de la bici.
bruce.wallace@latimes.com
7 de abril de 2007
28 de marzo de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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